El caballo espumante hundió sus patas en la ciénaga. El sol hería, los eslabones ardientes de la armadura abrían lentas quemaduras en el cuero aceitado y luego en su piel.
San Jorge quiso morir de amor.
Atrás montañas de sanguinolentos enemigos derramaban sus humores vitales en la complacida tierra. La fiesta acababa de empezar.
Cayó sobre el barro ponzoñoso. Y mil muertes se adhirieron a su piel, a su periclitada alma.
Alzó la espada que nunca más envainaría, llena de muescas y grietas, como dientes partidos en una boca comepiedras.
Ya era un santo antes de morir, ya era un mártir antes de nacer.
El dragón levantó las espesas aguas y deformó el terreno con su peso.
Lo que nunca se ha dicho sobre los dragones es que son seres sapientísimos. Han estudiado la física de Aristóteles, no, la han sugerido mismamente.
Debemos reconocer que hay seres de sangre muy superior, de noble cuna, de gran formación y adiestramiento militar, de fenomenales aparejos mortales, montura y vestimenta.
San Jorge estaba mortalmente fulminado por el amor y por la tragedia, querer ir a los principios primeros y levantar la falda del secreto no es propio de seres compatibles con la vida.
Por eso Eustaquio, gordo escudero ibero, de la tribu de los accesnos, grácil patán de las montañas, atormentador de bestias, recio logista, aprehendedor de las vueltas de la subsistencia y del vivir otro día, arrojó el pesado monumento de su jefe, de su Señor San Jorge exhausto, transido de causas meta justas, ultra terrenas, y aferró la férrea lanza del patrono contra su costado y cargó derecho contra la muy poco evidente brecha en el cuello del anciano dragón y lo mató.
Siempre ha sido así.
Detrás de cada puto dragón ha habido siempre un anónimo Español listo y letal. Porque España es madre que devora y mastica, pero como madre dura que es, hace buenos españoles.