No contaría esto si no fuera porque me he encontrado una foto suya en un momento bastante malo, y me ha dado algo de esperanza.
Es lo que tienen las historias.
Se llamaba Raimundo, mi tío materno, murió hace veinte años. Metro noventa y un bigote perenne que entraba a los sitios antes que él. Rebotó en la mili de un lado a otro, borracho por temporadas, varios divorcios e hijos de los matrimonios rotos por el camino.
Un día su última mujer lo echa de la casa, aparece de madrugada en la nuestra, beodisimo, y mi padre baja a recibirlo, no se aguanta en pie, le reconviene mi padre, Raimundo tienes que cambiar así no vas a durar mucho. Fue la única vez que lo vi llorar, asomado como estaba en la ventana del primer piso, respondió: Manolo yo lo único que quiero, para lo único que sirvo es para que me maten por mi país.
Al poco supimos que había sablado a la abuela y le perdimos el rastro, hasta que algún año después mi madre, desayunando, escupe el café sobre el periódico, y a duras penas, empapado como estaba, lo vemos trajeado con corbata y gafas opacas de sol detrás de un alto cargo del PSOE en Sestao.
Por lazos del demonio, al poco tiempo, enferma uno de sus hijos de leucemia y la familia manda a mi padre a indagar por su persona al País Vasco, donde se entiende que trabaja de alguna manera como escolta. Se recorre las agencias privadas con la foto más reciente que se tiene, pero, como era de esperar con el espinoso asunto de la ETA, no recibe más que evasivas y malas caras.
Tras una semana, telefonea a casa, que se vuelve que es imposible dar con él, mi madre, cristiana devota como ella sola, le dice que por la Virgen de Lourdes, espere un día más que le ha puesto una vela. Mi padre se cisca en los demonios pasados por leches.
Sale esa noche a tomarse unas copas, por la rabia de la situación, y acaba en un bareto abiertamente Abertxale, y como por intervención angelical, se lo encuentra como una cuba, trajeado y con una banderita española en la solapa. Rajando de que los etarras eran todos unos cagones y que lo podía decir a ciencia cierta porque les daba goma cada vez que podía.
Se lleva mi padre las manos a la cabeza y escucha a los cabizbajos parroquianos cuchichear, que si el bigotes, menudo diablo, más vale no tocarle los cojones, y que tarde o temprano lo matarían de un tiro en la nuca o en la imprevisible neblina de una bomba casera.
Se acerca a él, Raimundo con los ojos de vidrio quebrado, lo reconoce, le cuenta sobre su hijo, el pequeño, que le queda poco que vuelva a casa. Raimundo lo mira serio y le dice que el no tiene hijos, que al menos no tiene otros hijos que los hijos de la gran puta a los que piensa matar tarde o temprano.
Vuelve a casa mi padre, y muere mi primo.
Y bueno, no tardó mucho más en cumplir su sueño. Lo mataron como a un perro en un oscuro callejón, con el torso tiroteado, mientras volvía de dejar a un concejal en su casa.
Tal y como siempre había querido.