Los martes se reúne el club de ajedrez del ayuntamiento de mi barrio. Soy un jugador moderadamente bueno. Ponen jazz, hay algún mueble de nogal, pero los que conforman la asociación tienen menos sustancia que una sopa de lechugas. Yo estoy en paro y desde que lo descubrí, fortuitamente huyendo de una fortísima paranoia por las calles, no falto a la cita por Laura. Pecosa, nívea de piel y con una tetas cargadas y esbeltas que hacen más daño en el tablero que cualquier epígono de Capablanca.
Ayer, jugaba unas rápidas con un negrito de trece años que te parte como cigarro al medio, cuando se persona Jhony el Paradojas. Entra, sabiondo y con el peinado del lametón de un ternero, con su tablero bajo el brazo y unas converse que dan ganas de que el taxi lo deje en el cementerio. Es un tipo inteligente, allí todos se miden por el IQ, y lo apodan el 140. Me hace gracia y la verdad no entiendo que hace Laura allí, no le rastreo ningún interés sexual, ni es razonablemente inteligente, de hecho juega al ajedrez con rueditas. Investigo un poco por encima mientras cago, y leo algo de ciertas atracciones sexuales hacia la inteligencia. Sigue sin cuadrarme.
La concurrencia guarda silencio y sigue con la mirada al Paradojas. Chirrían las converse por la tarima y dan ganas de levantarse a matarlo. Laura lo mira, él se crece, sabedor, y empiezo a pensar que quizá sea eso, pero no casa, es como juntar a una modelo con un programador arquetípico.
Bueno, realmente solo hago tiempo para que sea una hora aceptable para beber. Aceptable para mis parámetros algo puritanos, pero laxos.
Se para en la mesa del medio, reservada para el vigente campeón del distrito, el mismo Paradojas, y dice, al que me gane le confió los secretos del universo. Yo mismo he accedido a un lugar sagrado en la mañana de hoy y me ha sido revelado algo que de tan poderoso preciso de alguien que me ayude a cargarlo, pero debe ser alguien digno, comenta Jhonny. Laura abre un poco las piernas, transpira. Me cago en todo que va a ser eso.
Uno a uno van pasando a ejecución y se retiran humillados. Incluso el presidente del club, un señor de casi sesenta años y con mucho oficio, es traspapelado como rutina. Laura está detrás él, celebrando sus éxitos atroces.
Entonces me mira y dice: tú, el pureta, solo quedas tú. ¿Sabes jugar a esto?
No sé si soy inteligente, creo que algo sí, pero no dejo de ser un jugador moderadamente bueno, vamos, tras verlo jugar sé de sobras que no podré aguantarlo.
Pero sobre los secretos del universo, yo que he buceado en los vedas, en Heráclito y en el Kohelet hebreo, y que tengo diagnosticado un cuadro de puerta giratoria; en eso no puede ganarme.
Nada. Apertura clásica, la mía, con blancas, peones al centro, me intenta poner el alfil en diagonal, saca caballos, se apodera del centro con una perdida menor de material, su posición es sólida y no me veo capaz de girar las tornas en el medio juego. En estas Laura le apoya el brazo sobre el hombro flacuchento. Y yo que mataría por llevarme una teta de esas a la boca.
Entonces caigo en la cuenta. Estoy desaprovechando mis dones. Empiezo a perder piezas mayores, el ni siquiera tiene el decoro de fingir interés y cuando comienzo a percibir el final de la partida me pongo en pie de una y tras mandar al carajo el tablero le lanzo una torta de máquina de escribir que lo dejo navegando en la tercera vía de Santo Tomas de Aquino.
Miro el reloj, son las ocho. Es una hora razonable para beber.