Relatos de la Tormenta

Umo

¡Con motivo del cuarto aniversario de FINAL FANTASY XIV os ofrecemos echarle un vistazo a las vidas de algunos personajes principales con los Relatos de la Tormenta! Hoy os invitamos a leer la primera de las cuatro entregas: La Importancia de un Nombre.

Los Relatos de la Tormenta pueden contener spoilers de la historia principal.

La Importancia de un Nombre

“Así sin más. Otro escuadrón. Perdido.”
Conrad se encorvó mientras suspiraba y mascullaba entre dientes. ¿Maldecía a los dioses o a sí mismo? M’naago observó sus ojos. Ya no se fijaban ni en ella ni en nada. ¿Qué ves? Apostaría a que son las caras de los pobres desdichados a los que enviaste al East End. Algunos de los mejores.
Ninguno sobrevivió a la emboscada.
La Resistencia Ala Mhigana estaba compuesta por innumerables divisiones, y la gente de Rhalgr’s Reach solo era una de ellas. Por su naturaleza jamás habría podido ser derrotada por el ejército imperial. Aún así, la pérdida de tantos soldados experimentados, algunos de los cuales habían estado al pie del cañón durante casi veinte años, se iba a sentir profundamente. Hasta una jodida novata como yo puede ver eso. M’naago se aclaró la garganta.
“Señor, no sabemos si los imperiales encontraron el túnel, pero incluso aunque no lo hubieran hecho… sin nuestros hombres para guiarlos, probablemente nuestros camaradas de Ul’dah estén aislados”.
Por el rabillo del ojo M’naago atisbó a Meffrid frunciendo el ceño. Bueno, si tú no vas a decirlo…
“Señor, si me permite… ¿quién es esta gente, y por qué estamos arriesgando tanto para llevarlos al lado equivocado del maldito Muro de Baelsar?”
La pregunta obvia recibió brazos cruzados y miradas furtivas como respuesta. Al rato, Conrad se pronunció.
“Son los Vástagos del Séptimo Amanecer. Viejos amigos. Una es la hija de Curtis Hext.”
¿La voz de la rebelión? ¿El hombre que escupió en la cara del rey loco? M’naago no estaba segura de la respuesta que esperaba, pero no era esta. Pues sí, soy una jodida novata…
“Se llama Yda”, continuó Conrad. “Huyó a Sharlayan después de la ocupación. Me contaron que aprendió un montón allí, pero que nunca se olvidó de nosotros. Yda nos ha estado ayudando durante años como Vástago.”
M’naago había oído hablar de los Vástagos. Algunos los llamaban los “Salvadores de Eorzea”. Pero se habían visto envueltos en las intrigas políticas de la élite de Ul’dah y ahora la gente comentaba que habían asesinado a la sultana. Parece que Yda y su camarada habían contactado con la Resistencia para encontrar la forma de escapar de la justicia. El escuadrón del East End era su última esperanza…
O eso pensaba M’naago.
“No nos queda otra que ir a buscarlos nosotros mismos”, dijo Conrad.

Las hojas giraban y se arremolinaban mientras caían al suelo, observadas por dos pares de ojos entre la maleza.
“Todo esto por dos personas. No es como él.”
M’naago se arrodilló con una flecha dispuesta en su arco, intentando desesperadamente ignorar sus propios latidos. Dios, no soporto la espera.
“Confía en el grandullón. No se arriesgaría si no mereciese la pena.”
Meffrid, a quien le habían confiado el entrenamiento de M’naago, siempre había sido la voz de la razón. Antes le había explicado cómo los Vástagos habían sido un elemento clave en la lucha de la Alianza Eorzeana contra la XIVª Legión—cómo sus tropas habían liderado un ataque a Castrum Meridianum durante la Operación Arconte, ataque en el que Gaius van Baelsar había sido derrotado. Unos aliados tan poderosos serían de gran valor para conseguir el apoyo de la Alianza, y sin ella no había esperanzas de liberar Ala Mhigo. M’naago frunció el ceño.
“Si tú lo dices…”

Meffrid miró de soslayo y suspiró.
“Entre nosotros, creo que tiene la intención de reclutarla. Quizás incluso la prepare para algún puesto importante.”
“¿A quién? ¿A Yda?”
“Piénsalo. ¿La hija de un héroe revolucionario, regresando para luchar por la libertad de su tierra natal? Esa historia conmovería a todo el mundo. Todo un estandarte al que la gente seguiría en masa.”
Sí, un cuento de bardo. Una chica que ha estado fuera durante veinte años. Justo lo que necesitamos.
“Los símbolos tienen poder”, continuó diciendo. “¿Has oído hablar del Grifo?”
Ella asintió. Un puto demente y sus Enmascarados clamando venganza a los cuatro vientos. Nadie conocía su verdadera identidad, aunque hay quienes afirmaban que era un pariente lejano de Theodoric. Algunos incluso pensaban que eso era algo bueno. Cualquiera es mejor que los garleanos, ¿no? Joder. Ya hemos tenido suficientes reyes.
Se escuchó el gañido de un halcón.
“Hay que irse, muchacha. ¡Vamos, arriba!”
La pareja salió de entre los matorrales y corrió hacia las rocas. La entrada estaba bien oculta y no mostraba señales de haber sido utilizada recientemente. Poco rato después, mientras se arrastraban a través de un estrecho túnel excavado hace más de una década, M’naago recordó las historias de un sabotaje imperial y cuerpos enterrados bajo una montaña de tierra y piedras. Pensó en Conrad y en los demás. Ahora mismo están luchando. Quizás ahora mismo estén muriendo.
Será mejor que valga la pena.

Ambos estaban hechos polvo cuando por fin llegaron tambaléandose al Brazo. Eran un cuadro. Sangraban y discutían sobre algo de una traición ocurrida en Ul’dah, preocupados por sus compañeros, de quienes se habían separado en mitad del caos. Pero una semana en la Barbería les dejó como nuevos. Hasta cierto punto.
Papalymo, el taumaturgo, siempre asumía que era la persona más inteligente en la sala—una actitud que se volvía más molesta aún por el hecho de que siempre lo era. Yda, por otra parte, era temeraria e impulsiva. Emocional. Pero tenía mano con la gente—conseguía que sonrieran y que pensaran que todo iba a ir bien…
Ambos Vástagos estaban ansiosos por echar una mano y recompensar a la Resistencia, y no pasó mucho tiempo hasta que M’naago empezó a verlos como amigos y camaradas. Pero cuando pensó en lo que Meffrid había dicho sobre las intenciones de Conrad de que Yda pudiera actuar como líder, sencillamente no lo veía. Aún no…

Era un día como cualquier otro. A M’naago y a Yda se les había encargado la tarea de patrullar Castrum Oriens, y se disponían a regresar cuando un agudo gemido rompió el silencio.
“¿Una mujer?”, susurró Yda, repentinamente alarmada. “No… ¡es una niña!”
Los poblados del East End llevaban tiempo abandonados y por los caminos solo transitaban soldados imperiales. Nadie en su sano juicio debería de estar ahí fuera…
“¡Vamos, M’naago!”
Yda ya había salido corriendo. Maldita sea. M’naago trató de seguirle el paso, pero al poco se conformó con no perderla de vista.
Tras correr lo que parecieron varios malms, llegaron al pie de un gran árbol. Tumbado entre sus raíces había un hombre adulto, inconsciente y sangrando por multitud de heridas. Vestía los colores de la Resistencia. Delante de él, sollozaba una niña pequeña. Apuesto a que seguiste el rastro de sangre...

Todo cobró sentido.
“¡Maldita sea, creo que es uno de los miembros del escuadrón que enviamos a buscaros hace un mes! Creía que no había habido supervivientes.”
Yda se arrodilló frente al hombre y empezó a tratar sus heridas. “Ya habrá tiempo para las preguntas después”, dijo ella sin volverse. “Coge a la chica y regresa al Brazo”.
M’naago pestañeó. “¿Eh?”
“Papalymo me habló de esta táctica. Es un señuelo. Seguramente los imperiales también hayan escuchado a la chica. Estarán aquí en nada.”
“¡Entonces tenemos que irnos de aquí! ¡Ambas! ¡O nos quedamos las dos y luchamos!”
“La chica no tiene nada que ver con esto. Alguien tiene que ocuparse de ella. Y este hombre es uno de los nuestros. ¡No podemos dejarlo aquí!”
M’naago miró con furia a Yda. Tres combatientes—uno a las puertas de la muerte—y una niña pequeña llorando. Todo ello al lado de un maldito castrum.
Joder.

M’naago agarró a la chica por el brazo y trató de llevársela. Ella se quedó en el sitio, petrificada. Hay que joderse. M’naago alzó a la chica en brazos y se la cargó al hombro.
“Sigue con vida. Volveré.”
Y se fue corriendo.

M’naago se abrió camino hacia el norte a través del bosque mientras su mente iba a mil. Poner a salvo a la niña, pedir refuerzos—¡Algo se mueve!
Se agachó detrás de un árbol y agudizó el oído.
“¡No puede haber ido lejos!”, gritó una voz.
Mujer, alterada. Ala Mhigana. Madre. Gracias a los Doce.
La mujer vestía pieles de cazador y llevaba un arco colgado a la espalda. Se sobresaltó cuando vio a M’naago, pero corrió hacia ella cuando reconoció a la niña que llevaba en brazos. Intentó darle las gracias mientras cogía a la pequeña, pero M’naago ya se había dado la vuelta y había empezado a correr deshaciendo el camino por el que había venido.
Más te vale seguir viva…

Había cuerpos esparcidos por el claro. Mujeres y hombres con armaduras y colores oscuros. Una patrulla entera…
Estaban todos muertos.
Fue sorteándolos con cuidado, con la mirada fija en la única figura que permanecía en pie, manchada de barro y sangre y jadeando como un animal salvaje.
Se giró en cuanto se acercó, con los puños en alto, mostrando los dientes y gruñiendo.
Válgame Rhalgr…
El tiempo pareció detenerse un instante… y entonces Yda bajó los brazos y se dejó caer de rodillas con la consternación dibujada en el rostro.
“Esto no le va a hacer ninguna gracia a Papalymo.”

Y ciertamente, el taumaturgo le echó la bronca a Yda cuando regresaron a Rhalgr’s Reach. Aunque no podía culparla. Fue estúpido, insensato e imposible de justificar, y aún así… Y aún así…

Algunos días después, cuando Yda ya había tenido tiempo para recuperarse, M’naago la encontró una noche al borde de la Starfall, mirando al Destructor. Justo allí le preguntó a la integrante de los Vástagos si le gustaría unirse a la Resistencia. Pero Yda se negó.
“Curiosamente, no eres la primera persona que me lo pregunta. También le dije que no a Conrad.”
“Pero, ¿por qué? Esta es tu tierra natal—¡esta es tu lucha! O sea, por el amor de dios—¡eres la hija de Curtis Hext! ¿No ves que la gente te seguiría?”
Yda bajó la cabeza y luego volvió a mirar a la gigantesca estatua de Rhalgr.
“Soy su hija—no él. Puede que no sepa muchas cosas, pero sé que eso no es suficiente.”
M’naago abrió la boca para protestar, pero no consiguió encontrar las palabras.
“Papalymo y yo aún tenemos amigos ahí fuera. Gente buena junto a la que hemos luchado muchas veces. Cuando los encontremos, trabajaremos juntos para arreglarlo.”
Se volvió hacia ella y sonrió.
“Al final eso es lo que importa, ¿verdad, Naago?

En un primer momento no estaba segura de cómo responder. Pero M’naago le devolvió la sonrisa. Qué importa cómo nos llamemos la una a la otra, pensó—igual que cuando Lyse le contó la verdad sobre su hermana y la máscara y todo lo demás.
Sigues siendo la misma mujer. La misma amiga. Lucharé a tu lado.
Y también te seguiré.

7
Ylhanna

Buen curro Umo, muchas gracias por la traducción.
En cuanto tenga un rato me lo leo de pe a pa :)

1
9 días después
Umo

Añado el 2º relato. Si alguien puede cambiar el título original de la publicación y dejarlo en Relatos de la Tormenta, mejor que mejor :D

La Calma Tras la Tormenta

Y’shtola cerró los ojos mientras saboreaba el cálido té. No había pasado mucho tiempo desde la gran batalla por la liberación de Ala Mhigo, pero en este momento de bendito descanso daría igual que hubiera sido hace siglos. Las modestas mesas y sillas de la confitería se habían dispuesto a lo largo de una de las plataformas en espiral de Limsa Lominsa, ofreciendo a los clientes unas estupendas vistas del Rhotano. Rehuyendo del boato de los establecimientos más renombrados de Limsa, este era el sitio preferido por la gente del lugar para pasar con los amigos una tarde relajada junto al mar.
Al verla darle sorbos despreocupadamente al té, con la alegría dibujada en su rostro, nadie habría adivinado las dificultades que había superado recientemente. Mientras dejaba su taza sobre la mesa dejó escapar una leve risa. Delante de ella había un surtido de deliciosos dulces, entre los que se encontraban la especialidad de la confitería: una suculenta tarta de crema cargada de brillante mermelada y orondas frutas del bosque. Por encima de la mesa, Alisaie levantó burlonamente una ceja mientras se metía otra pasta en la boca. Se limpió los dedos y echó un vistazo alrededor en busca de los invitados que aún quedaban por llegar. Sus ojos se posaron en una conocida figura que se dirigía hacia ellas.
«¡Siento llegar tarde!», exclamó Lyse sin aliento.
Y’shtola hizo caso omiso de la disculpa. «El tuyo era el viaje más largo. Y hemos empezado sin ti».
Lyse se dejó caer en una silla con un despreocupado suspiro. Una vez más volvía a llevar la ropa que había utilizado durante su estancia en el Lejano Oriente. Era la primera vez que se reunían desde que ella había anunciado su decisión de quedarse en Gyr Abania para ayudar en la reconstrucción de su tierra natal, y era como si le hubieran quitado un gran peso de los hombros. Tras hacerle su pedido a la camarera se volvió con cariño hacia sus amigas.
«¡Por los dioses, cómo me alegro de veros!». Tras una pausa corta, continuó. «¿Ya estamos todos?»
«Lamentablemente Krile no ha podido venir», explicó Y’shtola. «Está enfrascada en un importante estudio y dijo que se contentaría con que le llevásemos algo. En cuanto al Guerrero de la Luz...»
Engullendo su galleta, Alisaie interrumpió a Y’shtola con cierto tono de disgusto en la voz. «Oh, sin duda estará liado con alguna épica tarea. Sabe la hora y el sitio y no me dio ninguna razón para pensar que no vendría».
La sonrisa de Lyse era divertimento y resignación a partes iguales. «Hay cosas que no cambian, ¿eh? Nunca pudo estarse quieto por mucho tiempo».
Tomándoselo como una provocación, Alisaie dio rienda suelta a su frustración. «¿A que sí? Si no está engañando a la muerte con otros aventureros, puedes apostar a que anda ayudando a alguna tribu de semibestias, o acumulando tomestones, o entreteniendo a los niños de Idyllshire con sus historias, o llevándole algo a alguien. En serio, yo creo que ni duerme».
Perplejas ante tan repentino exabrupto, Y’shtola y Lyse se miraron entre sí antes de soltar una carcajada. Alisaie se quedó observándolas con la indignación dibujada en el rostro.
«Perdónanos», dijo Y’shtola con picardía. «Solo estamos impresionadas por la atención que le pones a todo lo que hace tu héroe».
«¿Que se supone que—? ¡Solo le pregunté qué tipo de entrenamiento sigue! Y de qué me sirvió—yo no puedo hacer cosas parecidas ni por asomo».
«Bueno, por mi parte no puedo estar más de acuerdo con el modelo a seguir que has escogido», dijo astutamente Lyse.
«¿Tú también, Lyse? Hmph. Si vas a hablar de una elección interesante de modelo a seguir, ahí tienes a mi hermano».
Agarrando el tenedor para dar cuenta de su pastel, Alisaie se dispuso a hablar del tiempo que pasaron en Yanxia...

Mientras que el grupo de Lyse viajaba a la Llanura de Azim en busca de Lord Hien, Alisaie y Alphinaud se quedaron en la Casa de la Rabia. Por aquel entonces, su ilustrado hermano había ayudado a solucionar la habitual escasez que presentaba el Frente de Liberación con una sensatez que solo podría describirse como práctica.
«Cuando le pregunté qué le había llevado a ocuparse de asuntos más prácticos, me dijo que había conocido a un hombre que le había enseñado mucho sobre “el camino”, y que no quería parecer un holgazán en caso de que volvieran a encontrarse. Naturalmente, no me iba a decir quién era este misterioso hombre—solo que lo consideraba como un hermano. Como si yo necesitara otro hermano con el que competir…». Alisaie enfatizó la frase clavando el tenedor en su pastel.
Lyse se mostró totalmente interesada en el relato del cambio de Alphinaud, mientras que Y’shtola, que ya sospechaba de esa admiración, se limitó a sonreír con ironía. Como ella sabía, tratándose de un hombre tan poco dado al sentimentalismo, el hecho de saber que se le echaba de menos no serviría de mucho para acelerar su regreso.
La camarera apareció con la bebida de Lyse, un vaso de limonada hecha con limones melosos de Othard. El primer sorbo hizo que se le iluminaran los ojos, a lo que le siguió un trago más largo. Al ver cómo estaba disfrutando Lyse, Y’shtola se acordó de sus primeros días en Limsa Lominsa, cuando apenas estaba empezando a descubrir la renombrada cultura gastronómica de la ciudad-estado. Ni todo el conocimiento culinario acumulado en las vastas bibliotecas de Sharlayan podría reproducir la experiencia de degustar un manjar en su lugar de origen.
«¿Y tú qué, Lyse? ¿Ha empezado ya la reconstrucción?». La pregunta de Y’shtola hizo que Lyse volviera a la realidad, bajando tanto el vaso como la mirada.
«Más o menos… Los problemas no se acaban, y estos no pueden solucionarse con los puños. Lo de pensar siempre fue cosa de Papalymo. O sea, hago lo que puedo, pero… bueno, las cosas no suelen salir como deberían». Pasó un dedo distraídamente por las pequeñas gotas de su vaso. «Todavía me sorprendo preguntándome qué haría Padre. ¿Qué diría Yda? ¿Por qué no soy como ellos? Y acabo por deprimirme». Lyse chasqueó la lengua al escuchar sus propias palabras y miró a Y’shtola con determinación. «Pero no me rendiré. No después de todo lo que ha costado llegar hasta aquí».
Al ver el ardor en los ojos de Lyse, Y’shtola no pudo evitar recordar a Yda cuando hablaba de liberar a su tierra natal, hacía tantos años… Qué orgullosa habría estado.
Dejando escapar un suspiro, Alisaie puso una segunda porción de tarta en el plato de Lyse.
«Pero si aún no me he acabado la—».
«Tienes que mantenerte en forma», dijo Y’shtola en un tono que no admitía réplica. «Todos sabemos que el trabajo duro da hambre. Igual que ponerse serios y darle muchas vueltas a las cosas».
Lyse dejó caer los hombros. «Dios, no lo hago tan mal, ¿no?».
Y’shtola acabó con el tema sirviéndole otro trozo de tarta.
«Si empiezas a vacilar, no dudes en apoyarte en quienes te rodean. En nosotras. Tienes más cosas a las que recurrir aparte de los recuerdos de tu familia, Lyse. No lo olvides».
El recordatorio hizo que Lyse volviera a sonreír.

Mientras daba cuenta del contenido de su abundante plato, Lyse empezó a hablar de los últimos acontecimientos que habían ocurrido en su vida.
«Tengo un amigo nuevo», empezó diciendo mientras comía tarta. «Es un chico de más o menos mi edad y que solía pertenecer a la Resistencia. Él... mmm… sabe todo lo que hay que saber sobre la diplomacia Ala Mhigana y su historia—todo para lo que soy un desastre, básicamente. En realidad... mmm… es gracias a él que haya tenido tiempo para venir hoy. Me ayudó a encontrar algunos viejos documentos que había estado buscando en una mina». Dejó de masticar frunciendo el ceño. «Pero tiene la extraña costumbre de no mirarme a los ojos. Al principio pensé que podría tener un ojo vago, pero no—simplemente evita mi mirada. No sé qué hacer».
«Supongo que le intimidas», sugirió Alisaie. «Y no es de extrañar. Eres una heroína».
Y’shtola puso los ojos en blanco. «Niñas, niñas… ¿os tengo que hacer un esquema? El chico está enamorado de ti».
Lyse casi se atraganta, tosiendo y escupiendo migas por todas partes.
«¡Lo dices en broma!», consiguió soltar por fin.
«Sí. Soy famosa por mi sentido del humor», coincidió impasible Y’shtola. «Pero si ese no fuera el caso, deberías de tener en cuenta la idea. A menos, claro está, que tu corazón ya esté ocupado. El joven y apuesto lord de Doma tiene los mismos años, ¿no?».
«¿¡Quién, H-Hien!? ¡No! Yo no—quiero decir, le admiro y todo eso, pero lo mismo que mucha gente. Y quizás conozca a alguien que le admira especialmente».
La mirada de Lyse se volvió pensativa hacia el horizonte. No volvió a hablar del tema, y las demás no quisieron insistir. Como para marcar el fin de su informe, batió enérgicamente su limonada antes de dirigirse a Y’shtola con una mirada traviesa.
«¿Y tú qué, Y’shtola? ¿Qué piensas de, uh...», dijo Lyse, buscando un candidato aceptable. «¿Thancred, quizás? ¿O... alguno de los otros?».
«Puedo decir con franqueza que jamás se me ha pasado por la cabeza. De todas formas, si queréis saberlo...»
En ese momento, un recuerdo irrumpió en su mente.

Estaba recuperándose en Rising Stones tras su desafortunado encuentro con Zenos cuando su hermana pasó a visitarla. Aunque se alegraba por su mejoría, estaba claro que este último encontronazo con la muerte había ocurrido demasiado pronto para el gusto de Y’mhitra tras el asunto del Caudal, y empezó a reprenderle por la absoluta indiferencia que había mostrado ante su propio bienestar. Su hermana sabía lo comprometida que estaba con lo que hacía, y generalmente lo habría dejado en un par de palabras severas, pero esta vez estallaron como un torrente y sabía que no pararía hasta que le pidiera a Y’mhitra que le dejara a solas para poder descansar. Fue entonces cuando su hermana hizo la pregunta con cierta desgana…
«¿No es hora ya de que encuentres a alguien? Por muy fuerte que seas, ¿no lo serías aún más con alguien a tu lado?».

Las palabras resonaron en la mente de Y’shtola mientras acababa con su té. Por encima de la taza observó cómo sus dos expectantes amigas se inclinaban hacia adelante sin disimulo. Ella les lanzó una brusca sonrisa.
«No. Quizás sea mejor que siga mi propio consejo».
Lyse y Alisaie se dejaron caer en la silla con un mohín y empezaron a protestar. Ignorándolas, Y’shtola se dispuso a coger la tetera. Su mano se detuvo cuando su oído percibió unas pisadas familiares.
«Parece que ya estamos todos».
Las tres Vástagos se volvieron al unísono. Y sí, era él—el Guerrero de la Luz.
«¿Entonces qué, pedimos más de todo?».
La tarde aún era joven.

3
Umo

Cuando la Apuesta Vale la Pena

Arrastrado por el gélido viento, el agudo eco de un soldado cruzó Las Rías.
«Oh, cuando gane la apuesta en un cofre tornará esta caja,
O un ataúd será esta caja cuando pierda la apuesta...♪»

Pipin conocía bien la canción, igual que cualquier Ul’dahno de cierta edad. Contaba la historia de un joven que se dirigía a la ciudad dorada en busca de fortuna, con una caja como única compañía. Se describía su peligroso periplo como una arriesgada tirada de dados, una invitación para que Nald’thal llenara con oro su pesada caja o, en su defecto, con su propio cadáver.
El mariscal siempre había dudado de que el protagonista de la canción hubiera ganado su apuesta, en gran medida porque la canción había sido una de las favoritas de su padre, y solo podía imaginarse al hombre protegiéndose ante alguna inminente catástrofe.
Muy al contrario que su padre adoptivo, el padre biológico de Pipin era un vil despojo—un ludópata alcohólico que vendería a su hijo antes que pagar una deuda con el sudor de su frente. Un hombre que, en realidad, había hecho justamente eso. Pipin tenía doce años por aquel entonces y se afanaba en una mina con el cribado cuando fue abordado por un fornido lanista.
«Vamos, chico—¡ahora me perteneces! ¡Y la arena no espera!»
Y antes de que pudiera saber qué estaba ocurriendo, el joven lalafell estaba tirado en el pétreo suelo de una estrecha celda de los barracones de los luchadores. A eso le siguieron interminables días de duro trabajo. Le despertaban cada mañana al amanecer para servir a los luchadores veteranos. Y cuando acababa esas tareas, lo que le esperaba eran horas en el patio de entrenamiento bajo la atenta mirada del despiadado instructor, quien corregía el más mínimo error a golpe de látigo o de garrote.
Lo único que Pipin no aborrecía de su nueva vida era la comida. El cuerpo de un luchador era una inversión, y el lanista necesitaba hombres fuertes y en forma para llevarse su parte de las ganancias. Hasta a los novatos se les procuraba abundante comida: grandes rebanadas de pan y sopa con trozos de res del tamaño de un puño. Es más, el cocinero era generoso con las especias, ofreciendo al paladar de Pipin un mundo de sabores que ni sabía que existían.
Pero quitando este pequeño placer, el sufrimiento parecía más complicado de soportar a cada día que pasaba. Pipin no estaba seguro de cuánto podría aguantar la extenuante rutina, y aunque lo hiciera no había garantía de que pudiera sobrevivir a su primer combate en la arena.
Solo soy un esclavo.
Desesperado por escapar, Pipin aguantaba esperando una oportunidad para huir, pero el instructor no se distraía lo más mínimo. Parecía que la única salida sería la tumba. Y entonces, tras un año de trabajos forzados y un durísimo entrenamiento, se le ordenó que sirviera como mozo de uno de los campeones de los barracones. El encuentro cambiaría para siempre la vida de Pipin, pero en aquel momento no pareció nada del otro mundo…

«¿Cuántos años tienes, muchacho?»
«Trece».
El luchador pareció satisfecho con la respuesta y no volvió a hablar con él mientras se dirigían a una de las antecámaras del Coliseo. Sin tener claro si el robusto highlander estaba nervioso antes de su combate o si simplemente se trataba de un hombre de pocas palabras, el chico decidió no decir nada. Los luchadores podían tener un humor de perros, y Pipin no quería llevarse un sopapo por desconcentrar a este.
El highlander no dijo nada, ni siquiera cuando ya estaban en la antecámara, a excepción de algunas sucintas instrucciones. Pipin las acató en silencio, ayudando al luchador a ajustarse su armadura y ofreciéndole posteriormente su yelmo: una pieza diseñada para parecerse a la astada cabeza de un toro. El imponente hyur lo agarró como si no pesara nada, se lo puso y se dirigió con paso firme hacia la arena.

«¡Damas y caballeros—con vuesas mercedes, Raubahn Aldynn, el Toro de Ala Mhigo!»
La grandilocuente voz del maestro de ceremonias del Coliseo tuvo como respuesta un clamor atronador que sacudió los muros de la antecámara. Pipin estaba atónito. El mero hecho de que este “Toro de Ala Mhigo” hubiera puesto un pie en la arena había hecho que los espectadores enloquecieran.
En los meses siguientes, Pipin volvió a ejercer a menudo como mozo de Raubahn. Aunque el luchador se mostró reticente al principio, sus forzadas conversaciones fueron haciéndose cada vez más largas, y ambos acabaron por compartir detalles sobre su pasado. El highlander habló de su nacimiento en las tierras de Ala Mhigo y de las batallas que había librado—así como de la rebelión de su pueblo contra la tiranía de un rey y de la invasión posterior por parte del Imperio Garlean. Le contó cómo había huido de su tierra natal, herido y desesperado. Cómo se había aventurado a duras penas en la espesura hasta llegar a la ciudad de Ul’dah, donde le habían encarcelado acusado de espionaje. Y ahora estaba aquí: era un campeón del Coliseo que luchaba por su libertad frente a una multitud que coreaba su nombre.
Para Pipin era inexplicable que un hombre con la fuerza y el carisma de Raubahn se hubiera visto obligado a meterse en el salvaje mundo de los luchadores. Pero ese pensamiento no le generó desesperanza alguna. Al contrario, le estimulaba la idea de que un esclavo de la arena pudiera ganar lo suficiente como para conseguir su propia emancipación—la idea de que podía ser el dueño de su propio destino.
Si él como esclavo puede comprar su libertad, ¿por qué no yo?
Al fin con un objetivo claro, Pipin acudió a su entrenamiento con una renovada determinación. Sobreviviría. Sería libre.

«¡Aquí está!, ¡ya tengo la última paga!»
En la memoria de Pipin perduraría durante mucho tiempo la mirada triunfante en el rostro de Raubahn mientras este regresaba a la antecámara. El highlander parecía más feliz que en todas sus victorias anteriores juntas. Y no es de extrañar…
«¡Un premio jamás había sido más merecido!», exclamó Pipin sonriendo.
Ya no tendrá que volver a pisar la arena. Solo pensarlo le daba vértigo. Pero en ese mismo instante llegó a la conclusión—a la certeza de que el hombre que había influido tanto en su actitud, el hombre cuyos pasos había seguido tan de cerca, le dejaría pronto.
«¿Por qué frunces el ceño, muchacho?», preguntó Raubahn confuso. «Eres libre».
Ahora era Pipin el que se mostraba confuso. Ambos se quedaron inmóviles por un momento, ofreciendo una estampa de lo más incómoda: un corpulento luchador sosteniendo una abultada bolsa de monedas y mirando con perplejidad a un joven lalafell igualmente desconcertado.
«Te estoy diciendo que ya no tendrás que arriesgar tu vida», continuó Raubahn con cierto tono de crispación. «La mayoría de los luchadores jóvenes jamás llegan a hacerse viejos. Si enfrentas a dos en la arena, lo más probable es que ambos acaben muertos. Me gustaría ahorrarte ese destino».
Ahora lo entendía todo. Durante todos estos meses, el highlander no había estado acumulando victorias para pagar su propia libertad. Ha estado saldando la deuda de Padre. Los ojos de Pipin se inundaron de lágrimas mientras el miedo y el agotamiento—sus eternos compañeros durante más de un año—desaparecían arrastrados por oleadas de alivio y gratitud. Ya no tendría que deslomarse por el lanista.

A la mañana siguiente, Pipin se quedó solo ante las puertas de los barracones de los luchadores con lo poco que tenía metido en un pequeño zurrón de arpillera. Raubahn no podía salir de su celda, y parecía que ni al lanista ni al instructor les importaba mucho un joven en cuyo futuro ya no tenían nada invertido.
Pipin salió a la calle. El sol del desierto apenas asomaba en el horizonte y los adoquines aún estaban fríos bajo sus pies. Libre. Dio tres pasos con prudencia, disfrutando de su inesperada liberación, y entonces decidió dar un paseo. Pero a cada paso que daba por la desierta callejuela, era más consciente de la molesta duda que le revolvía el estómago. ¿Y si Padre lo pierde todo en otra absurda apuesta? Su etílico progenitor ya había demostrado que estaba dispuesto a vender a su único hijo—no había nada que le impidiera hacerlo de nuevo. Jamás. Pipin se detuvo de repente, giró sobre sí mismo y se dispuso a desandar el camino que había seguido.
«¿Pipin? Pensaba que te habrías ido hace rato».
Raubahn inclinó la cabeza cuando la pequeña figura en la puerta de su celda tomó aliento.
«Quiero continuar mi entrenamiento como luchador», declaró Pipin con tono firme y claro. «Te agradezco todo lo que has hecho por mí, pero no seré totalmente libre hasta que no tenga la fuerza para conseguir esa libertad por mí mismo».
Pipin explicó debidamente cómo su padre podría volver a venderlo como esclavo y que prefería ser el dueño de su propio destino, por cruel que este fuera, y aprender de un hombre al que respetaba, antes que vivir con miedo. La respuesta de Raubahn fue una tremenda sonrisa.
Aunque ya estaba muy al tanto de la generosidad del hombre, Pipin se quedó atónito con lo que el luchador hizo a continuación. Parecía ser que el padre de Pipin había firmado un contrato al entregar a su hijo al lanista, transfiriendo todos sus derechos y obligaciones como tutor legal del chico. Tirando del dinero que había ganado, Raubahn le compró este documento al antiguo dueño de Pipin y apeló a la cláusula de tutoría, iniciando así el proceso legal para la adopción.
Durante los años siguientes, ambos vivieron juntos como padre recluso e hijo libre. Era un arreglo un tanto extraño, pero le permitía a Pipin continuar su entrenamiento bajo el claramente menos despiadado tutelaje de Raubahn. Pero a pesar de las protestas de Pipin, su padre adoptivo no le permitiría luchar en la arena. Sin embargo, Raubahn prometió que podría decidir su propio destino cuando fuese mayor de edad.

Ahora, con veinte años y curtido gracias a una temporada como mercenario, Pipin era un oficial de los Immortal Flames que luchaba para recuperar la añorada tierra natal de Raubahn.
«Lo arriesgaste todo para que me hiciera un hombre de provecho, Padre», dijo Pipin desenvainando la pesada Tizona. «¡Y me aseguraré de que tu apuesta valga la pena!».

6
9 días después
Umo

Aquí tenéis la 4ª y última historia perteneciente a los Relatos de la Tormenta. ¡A disfrutarla! :)

Dónde Os Halláis, Oh Nhaama

«Nuestra es la tierra. Venid, venid—acercaos y escuchad mi historia. La historia de un radiante hermano—»
En ese momento, los jóvenes sentados alrededor del fuego rieron entre dientes.
«¡El radiantísimo! Como todas las buenas historias, empezó hace mucho, mucho tiempo—al principio, con un padre, una madre, una Llanura y un pueblo...»

Desde las inhóspitas cimas de las Tail Mountains discurren muchos khaa que serpentean hasta el Khaat de Azim. Y sobre este khaat descansa un gran monumento de piedra. Una fortaleza sagrada levantada por el mismísimo Padre Amanecer. Un trono sobre el cual sus hijos podrían tumbarse al sol.
Muy cerca vivía un pueblo fuerte y orgulloso. Aquellos que descendían de Azim, destinados a gobernar. Los Oronir.
Y entre los Oronir vivía un chico llamado a hacer grandes cosas.
Más risitas, seguidas por un siseo imponiendo silencio.
Su nombre era Magnai. Era mucho más grande y reservado que la mayor parte de los jóvenes de su edad, y poseía una temible fuerza que rivalizaba con la de un guerrero adulto. Podía cargar con facilidad con media docena de tarros de leche y esgrimir un hacha del doble de su tamaño como si fuese una hachuela. Tan prodigioso era que a menudo acompañaba a los adultos de cacería, quienes acababan proclamando entre risas que Magnai estaba destinado a recibir el título de radiantísimo. Por supuesto, algo así se decidiría en los combates amistosos, pero aún así le daban palmaditas en la espalda y le colmaban de elogios, algo de lo que él disfrutaba, como cualquier chico haría.
Pero lo que más le gustaba escuchar al joven guerrero eran las historias de la antigüedad.
Una y otra vez atosigaba a los cuentacuentos para que contaran la más antigua de todas ellas—la del Padre y la Madre, su guerra y sus hijos. Se sentaba con los ojos y los oídos de par en par mientras los ancianos hablaban del amor que había surgido entre los hijos de Azim y Nhaama, y cómo los dioses también habían tenido algo que ver en ello. De cómo los dioses jamás podrían estar juntos, y de cómo el avatar de Azim, el de escamas de medianoche, decidió convivir con los hijos de Nhaama como su protector, lo que supuso el origen de los Oronir.
Cada vez que el cuentacuentos llegaba al final de la historia, Magnai asentía enérgicamente y volvía con determinación a su entrenamiento sin decir nada.
Hasta que un día, después de que la historia se hubiera contado, el Hermano Magnai lanzó una pregunta.
«Patriarca, ¿cómo sabré que he encontrado a mi Nhaama?»
Uno que bebía de un odre casi se atraganta.
Naturalmente, la pregunta de Magnai venía de la creencia oroniri de que la Madre Anochecer, al ver a los hijos del Padre Amanecer, derramaría lágrimas de amor y añoranza que, al caer a la tierra, se convertirían en el equivalente femenino de los hombres. Por cada sol habría una luna; por cada Azim una Nhaama.
Sorprendido, el cuentacuentos empezó a contarle a Magnai cómo conoció a su amor verdadero. Pero Magnai empezó a inquietarse, porque la humilde historia distaba mucho de las antiguas leyendas que tanto respetaba.
Así que Magnai le preguntó a sus hermanos mayores, «¿Cómo sabré que he encontrado a mi Nhaama?»
«Fue en el mercado», dijo uno. «Nuestras miradas solo tuvieron que encontrarse y se hizo evidente».
«De cacería», dijo otro. «En cuanto la vi sacar el arco supe que era ella».
Escuchó muchas historias parecidas. Un encuentro fortuito, un cruce de miradas. Y entonces todo era como debería de ser.
Pero como en el caso del cuentacuentos antes que ellos, sus historias no le decían nada a Magnai. De los risueños rostros de aquellos hombres que se habían ganado el favor de los dioses, que habían salido y habían conocido a sus lunas, él no consiguió averiguar ningún secreto especial.
Pero Magnai era un chico de fe. En su corazón sabía que estaba atado por el destino a una mujer del anochecer, y que ambos lo sabrían cuando se encontrasen.

Magnai pensaba a menudo en su Nhaama y en qué tipo de persona sería. La Llanura es inmensa y hay muchos Xaela. Temía que podría encontrarse en cualquier parte, en cualquiera de las tribus.
Ahora bien, Magnai tenía muchas hermanas, y no eran menos formidables que él. Siempre que descuidaba sus tareas e intentaba escabullirse para jugar, sus hermanas no descansaban hasta que daban con él. Cuando le encontraban, él se quejaba y protestaba, porque no le interesaban los quehaceres domésticos, pero ellas se aseguraban de que las hiciera todas—por eso no le caían bien.
Un día, mientras tendía enfurruñado la lana recién teñida por sus hermanas mayores, empezó a pensar que su luna jamás le gritaría como lo hacían ellas. No, sería una doncella amable y delicada.
Murmullos y un comentario sarcástico.
Sí, esa sería la esposa perfecta.

Más tarde, las hermanas de Magnai le mandaron que trajera de vuelta a casa a un cordero que se había extraviado. Cuando el sol abrasador se hundía en el horizonte, el chico se tropezó con una horda de halgai tan tupidos como la hierba en verano, atraídos por los balidos del cordero que buscaba. Naturalmente, se metió entre las alimañas y salvó al cordero, pero para entonces el cielo ya estaba estrellado, y Magnai se vio obligado a guarecerse entre las rocas con el animal y pasar allí la gélida noche.
Se despertó cuando la creciente luz del Padre Amanecer empezaba a ocultar la de las estrellas. Observó cómo el mundo se transformaba por la gracia de Azim, mientras el cielo se encendía cada vez más, como las mejillas de una sonrojada doncella, y el espectáculo colmó su corazón de júbilo.
Pensó que su luna sería así de hermosa, y mirarla sería como revivir ese momento. Sería una bailarina bajo el rocío de la mañana.
Un gemido seguido de una sonora carcajada.
¡Sí, esa sería la esposa perfecta!

Los años fueron pasando y el joven guerrero se hizo más grande y más fuerte, y cuando tuvo la edad para participar en las luchas amistosas, venció con facilidad y le llamaron el primogénito. Rebosante de poder y orgullo, condujo a los Oronir a la victoria en el Naadam, y sobre él recayeron elogios aún mayores. Nadie era más apropiado para llevar las escamas de medianoche que él, el más radiante de los hijos de Azim, los fieles protectores de los Xaela.
Pero a pesar de todos sus triunfos, de toda su gloria, aún no había encontrado a su Nhaama.
Uno suspira; otro se levanta para orinar en la oscuridad.
Naturalmente, muchas doncellas se le insinuaban. Pero Magnai era exigente—muy exigente. «Ella no», decía, «Ella no», y al cabo de un tiempo ninguna se molestaba siquiera en acercarse.
Uno tras otro, hermanos de su misma edad encontraron sus lunas, mientras Magnai se sentaba en su trono y cavilaba, endureciéndose su estado de ánimo a cada día que pasaba. Viendo esto, uno de los menores hizo una sugerencia.
«Radiantísimo hermano Magnai, fuiste tú quien llevó a los Oronir a la victoria en el Naadam, tú quien subió al Trono del Alba, ¡tú quien se impuso a todos los demás en la Llanura! A buen seguro tenéis el poder de solicitar que las doncellas de estas tierras se presenten ante ti, ¿verdad? ¡Enviemos caballos y yols a los confines de la Llanura y, por la gracia del Padre Azim, regresarán con tu Nhaama!»
Magnai vio que era una sabia sugerencia.

Muchas doncellas de la Llanura respondieron a la llamada de Magnai. Se reunieron muy cerca del Trono del Alba para presentarse ante el randiantísimo, quien las recibió en un lujoso pabellón con la más severa de las expresiones. A su lado se encontraba uno de los menores, quien se inclinó hacia adelante y le susurró al oído.
«Randiantísimo hermano Magnai, os traigo las hermosas doncellas de la Llanura. Estoy seguro de que una de ellas desciende de las lágrimas de la Madre Anochecer y está destinada a permanecer a vuestro lado».
Magnai asintió antes de levantarse de su asiento para inspeccionar la fila de mujeres. Observó de izquierda a derecha, estudiando sus rostros. Algunas le miraron sobrecogidas. Otras lo hicieron inquietas. Otras incluso ofendidas. Pero una de ellas rápidamente atrajo su mirada.
A pesar del velo que usaba para cubrir su boca, su belleza era evidente. No cuchicheaba con las que estaban a su lado ni le miraba a él con miedo. Estaba tranquila y serena, y permanecía callada, aparentemente ajena a su presencia.
Magnai estaba intrigado. «Tú», empezó, dando un paso hacia adelante. La mujer, sin embargo, dio un paso atrás sobresaltada.
Lamentablemente, el radiantísimo apenas había tratado con los Qestir, y no era consciente de que la mujer no tenía interés en él—solo en su pabellón, que seguramente habría atraído a muchos clientes en Reunión.
Un coro de risas, seguido de peticiones de silencio.
Contrariado y enojado, Magnai agarró a la mujer por la muñeca. Ella se quedó petrificada de terror, con los ojos abiertos de par en par.
Ella era débil y él fuerte, y podría haberle destrozado el brazo con facilidad si esa hubiera sido su intención. Él mismo se sorprendió al darse cuenta de ello. Sin embargo, se aferró a la muñeca de la doncella. Era de la misma estatura que sus hermanas, pero la veía elegante, y aún no había escuchado su voz. Notó cómo su corazón latía más deprisa. Se preguntó si podía ser ella.
Magnai se quedó mirándola, como si buscase la respuesta. Observaba el color de sus mejillas, esperando que levantara la cabeza para mirarle a los ojos, revelando así la luna con la que había soñado tanto tiempo. Elevaría mil oraciones a los dioses y ese mismo día empezaría a organizar la boda más fabulosa que la Llanura jamás hubiera visto…
¡Ojalá!
¡Pero la temblorosa doncella, encogiéndose bajo la dura mirada de Magnai, rompió a llorar mientras agitaba enérgicamente su cabeza en señal de negación! ¡Y en ese momento, una emponzoñada voz resonó por toda la Llanura como un trueno!
«¡Jajajaja! ¡Ahí tienes tu respuesta! Y ahora deja que se vaya. A no ser que disfrutes haciendo llorar a las chicas».
Todos se volvieron hacia la mujer que se encontraba separada de las demás. Una mujer vestida con el azul de los eternos había venido no para ofrecerse, sino para presenciar la farsa. Impávida, comenzó a acercarse a grandes pasos, con sus níveos cabellos mecidos por la brisa.
Era Sadu, khatun de los Dotharl, quienes habían luchado en muchas ocasiones contra los Oronir por el dominio de la Llanura.
Sonrisas y gestos de aprobación y respeto.
Con los ojos y las fosas nasales abiertas de par en par, Magnai soltó a la doncella Qestiri, quien inclinó su cabeza como agradecimiento a Sadu y se reunió con las demás, que estaban observando el enfrentamiento desde cierta distancia.

«Así que este es el nuevo khan de los Oronir. Aunque no hemos coincidido en el campo de batalla, he oído historias de tus hazañas… pero ninguna sobre tus otros apetitos. Qué decepción».
«Gedan insolente. No presumas de entender cosas sobre las que no sabes nada. Vete… o únete a las demás si quieres. Puede que el sol aún te sea favorable».
Sadu mostró sus dientes con una sonrisa—como un baras de ojos azules jugando con su presa. Vio a varios hermanos Oroniri acercándose, ¡y en un abrir y cerrar de ojos sacó su bastón y prendió fuego a la tierra!
Los menores se echaron atrás amedrentados y las demás mujeres salieron huyendo. Pero hay que reconocer que Magnai apenas si frunció el ceño.
«¡Vaya, parece que he asustado a todas tus lunitas! ¿O quizás les he servido de excusa?» Estiró los brazos y levantó la barbilla, como si disfrutara del calor de sus llamas. «Tu triunfo no cambia nada. El mundo no se inclinará ante tus caprichos—¡y los Dotharl mucho menos!»
Bajó la cabeza y sus infernales ojos refulgían de júbilo.
Un hermano corrió al lado de Magnai mientras echaba mano de su hacha de guerra, pero volvió a retirarse, porque esto era algo entre el khan y la khatun.
«Un día», se le escuchó susurrar. «Un día te encontraré, amor mío. Mi dama crepuscular. Mi doncella etérea. Mi bailarina bajo el rocío de la mañana».
El combate duró tres días con sus tres noches—lo mismo que habían tardado los Oronir en reclamar el Trono del Alba. Sin embargo, al final ninguno pudo imponerse al otro, y Sadu Khatun regresó a casa para lamerse las heridas y soñar con la venganza.
¿Y el randiantísimo hermano? Él también volvió a casa—con los hermanos cuya felicidad aún envidiaba y al trono en el que se sentaría solo. Completamente solo.
¿Pero quién puede decir lo que depara el futuro?

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