Andaba preguntándome el otro día, por qué ya cierto usuario no nos deleita con sus relatos sexuales, a pesar de que siga participando en el foro.
Y es por ello, que me voy a animar a postear un hecho real que me sucedió hace un tiempo. Así, no decae el ánimo y podéis seguir con vuestras pajas.
Por supuesto, redactado con la delicadeza y elegancia que siempre ha de tener cualquier mujer.
Sin más, procedo:
En un intento persistente que había durado años, nos encontrábamos en una lucha contra las circunstancias de la vida que nos impedían estar juntos como deseábamos, especialmente porque vivíamos en ciudades diferentes. A lo largo del tiempo, tuvimos cuatro encuentros previos, siendo el último de ellos bastante intenso.
Llegó el quinto, esta vez, todo parecía finalmente alinearse, como tantas otras ocasiones que nunca llegaron a concretarse. Habíamos hablado del momento repetidas veces, imaginándolo con detalle, compartiendo nuestros gustos y deseos más profundos. El escenario prometía ser perfecto: Solos en un hotel, sin interrupciones ni distracciones. Pero, como siempre, la realidad tenía otros planes.
Las obligaciones laborales de él (un trabajo que no le permitía organizarse con antelación), habían sido la principal razón de estos desencuentros anteriores. Dos años y once meses habían transcurrido desde la última vez que nos vimos.
Esta vez, el tiempo que teníamos volvía a ser limitado y nada seguro. Tras conversaciones dubitativas sobre si podríamos vernos o no, finalmente pudimos concretar el nuevo encuentro.
Yo me marchaba a mi ciudad, y a él le esperaba un viaje de 5 horas, rumbo a Francia. Propuso recogerme del hotel para llevarme al aeropuerto. Yo me conformaba con verlo únicamente, aunque fuesen cinco minutos. Así que accedí a su invitación.
Me enfundé en un vaquero largo adornado con tachas y elegí una blusa verde de tirante ancho, con lazo en los hombros. Las zapatillas blancas completaban el conjunto.
Él me recogió en la puerta del hotel, vistiendo con unas clásicas Adidas con el logo en verde, vaqueros cortos y una camiseta blanca con un dibujo rojo (Que yo ya había visto previamente, porque me la enseño al comprarla).
El primer contacto fue un tanto formal, marcado por dos besos cordiales. Con cortesía, él cargó mi equipaje en su coche mientras yo me acomodaba en el asiento del copiloto. Nos saludamos con sonrisas tímidas y comenzamos a hablar.
Acordamos ir a tomar algo rápido, antes de marcharnos, aunque antes había que pasar por un cajero. Durante el trayecto, él colocó su mano en mi pierna, un gesto que transmitía cercanía y comodidad en medio de la tensión del momento.
Encontramos una zona residencial llena de edificios. Aparcamos y nos dirigimos hacia la calle paralela, una amplia avenida adornada con frondosos árboles y algunas terrazas: la Avenida de los Andes. Nos sentamos en la terraza del bar Manto Oyster, y yo opté por un Nestea y él por un Aquarius de limón. Allí, conversamos y bromeábamos.
Al regresar al coche, me inundó la melancolía y se lo hice saber. A modo de consuelo, él me apartó un mechón de pelo del rostro y depositó un suave y sensual beso en mi cuello, intentando aliviar mi tristeza, y haciéndome sentir un escalofrío que me recorría todo el cuerpo.
Entre risas y chistes ligeros, nos montamos en el coche nuevamente, listos para dirigirnos al aeropuerto. La realidad del tiempo limitado se interponía en el encuentro, pero en medio de las risas, encontramos un breve consuelo.
Seguimos hablando, pero las palabras se volvieron un mero susurro en comparación con la creciente intensidad de las acciones. La mano de él comenzó en mi rodilla, una caricia suave que ascendía lentamente, explorando territorios con cada centímetro ganado. Cada roce, cada caricia, era un testimonio silencioso de nuestro deseo compartido. Nos mirábamos y yo me derretía.
Su dedo meñique, con una delicadeza embriagadora, acariciaba mi entrepierna. En ese instante, el tiempo parecía detenerse, dejando solo espacio para la conexión ardiente que sentíamos.
Él me besó, suavemente al principio, en la mejilla, cada roce llevando consigo una promesa silenciosa. Sus labios se acercaron cada vez más a las comisuras de mi boca. Hasta que, finalmente, llegó el momento esperado. Los besos llegaron, apasionados y llenos de deseo.
- ¡Joder, qué boca tiene! ¡Cómo besa!, pensé.
La intensidad del momento crecía con cada caricia, sus manos desabrocharon mi pantalón, mientras nuestros labios continuaban buscándose.
Alrededor, los edificios erguidos, llenos de ventanas indiscretas, parecían observar en silencio el encuentro apasionado. Yo me sentía nerviosa, abrumada por la excitación y la anticipación. Pero mi mente, era incapaz de concentrarse en algo más que las caricias y besos ardientes, dejándome llevar por el momento, entregándome a las sensaciones que me envolvían por completo. Estábamos inmersos en un mundo aparte, donde solo existíamos nosotros dos y la pasión desenfrenada que nos consumía.
Él metía la mano por dentro del pantalón, se mojaba los dedos y los chupaba. Así tres veces.
- Vaya, qué egoísta, no has compartido. Le dije con una sonrisa.
- Y aprovechando el “descanso”, añadí: ¿Por qué no vamos a otro sitio con más intimidad?
Así, sin más palabras, cedimos. La temperatura había subido, las caricias se volvieron más intensas y no había marcha atrás. A pesar de que no era exactamente como habíamos imaginado y hablado, las ganas y la urgencia nos impulsaron a dejarnos llevar.
Decidimos aparcar en otro lugar, buscando un rincón apartado donde pudiéramos tener un poco de privacidad. Y cuando llegamos, le sugerí con timidez, sentarnos en los asientos traseros.
Él asintió con una sonrisa, entendiendo mi deseo. “Claro, vamos”. Rápidamente, colocó un parasol y una chaqueta en la ventanilla delantera del copiloto, creando una pequeña barrera visual. Los cristales de atrás estaban tintados, proporcionando una sensación de seguridad frente a miradas indiscretas.
En ese espacio íntimo y protegido, nos sumergimos nuevamente en el calor del deseo compartido, dejándonos llevar por la pasión que nos unía.
Mientras tanto, me apresuré a desabrocharme el cinturón, que aún tenía puesto. El momento de intimidad había llegado por fin. Sorprendentemente, tenía muchos menos nervios que en otras ocasiones; esta vez, me sentía confiada y segura, más que nunca.
A pesar de eso, intenté quitar su pantalón, pero la urgencia y la tensión, dificultaron mis movimientos. Él, comprendiendo mi deseo, y me ayudó, liberando su miembro. Me arrodillé y empecé a comérselo como tanto había soñado. Pero tristemente, me apartó rápido.
En ese instante, la conexión se volvió más tangible que nunca. Estábamos perdidos en el momento, entregándonos el uno al otro sin restricciones ni inhibiciones, explorando los límites.
Me tumbó suavemente en los asientos y, con una pasión irresistible, abrió mis piernas. Sus movimientos eran precisos y decididos, su lengua trazando un camino de fuego sobre mi piel. Lamía, succionaba y chupaba con una destreza que solo él había logrado dominar. Sus dedos se deslizaban dentro de mí, explorando cada rincón de mi ser, mientras, yo me transformaba en un mar de emociones desenfrenadas.
Yo no podía reprimir mis gemidos, perdida en el éxtasis del momento. Fue entonces cuando él, atento a las necesidades, bajó el volumen de la radio, diciendo que quería escucharme mejor. El sonido ambiente se desvaneció, dejando solo el susurro de los gemidos que llenaban el espacio entre nosotros.
Él continuó su tarea con intensidad, esta vez cambiando de posición y mirando hacia el lado contrario. Su mano se apoyó con firmeza en mi pubis, aplicando una presión perfectamente calculada. El resultado fue un torrente, un chorro que mojó hasta mi propia cara, mis brazos y el interior del coche por completo.
- ¿Quieres que te la meta? Me preguntó.
- Sí, métemela, porfa. Contesté tímidamente.
Mientras empujaba me agarraba del cuello, hacía círculos con el pubis, me abofeteaba y me escupió en la boca sin previo aviso, no por ello, desagradable, al contrario.
- ¡Qué zorra eres! Me decía.
- Joder, llevaba esperando años este momento. Que no acabe nunca. Pensé. ¡Qué cerdo! Cómo me gusta. Le dije.
Yo estaba en un estado de éxtasis absoluto, consciente de que todo formaba parte del juego que compartíamos. No dejaba de chorrear y gemir. Él, decidió cambiar de posición, cogiendo mis piernas y colocándolas sobre su cuello. Sin embargo, no tardamos en cambiar nuevamente.
Me senté encima de él, dándole la espalda. Él me agarraba las caderas, ayudándome a profundizar en los movimientos. Cambiamos de posición una vez más, esta vez sentándonos cara a cara, directamente.
Llegó el momento de hacerlo disfrutar a él, de escucharlo gemir. Quería grabar ese sonido en mi memoria para siempre. Bajé la cara a la altura de sus caderas y comencé a lamer sus genitales, mientras con habilidad lo estimulaba con la mano. Él se retorcía de placer, incapaz de contener sus gemidos que llenaban el espacio íntimo del coche.
Yo continuaba con dedicación y habilidad, disfrutando no solo del placer que le brindaba, sino también de su sonido, que se estaba convirtiendo en un recuerdo imborrable.
Él estaba perdiéndose en el éxtasis del momento, su rostro reflejando intensidad. La tensión en el aire era palpable cuando, entre gemidos entrecortados, me suplicó que parase unas cuantas veces. Pero yo estaba decidida, era lo que había estado esperando hacer durante tanto tiempo: hacerlo llegar al clímax con mi boca. Con determinación, seguí, ignorando sus ruegos.
"Córrete", le dije, susurrando con voz suave pero firme mientras continuaba la tarea. La excitación creció, la pasión alcanzó su punto culminante y, finalmente, llegó. Llegó al final, y lo miré con una sonrisa juguetona, enseñándole su premio antes de tragármelo, consumando así el momento íntimo que pudimos compartir.
Antes de marcharme y poner fin, me gustaría deciros que ya tuvimos el sexto encuentro, mejor que el anterior, pero ese lo dejaremos para otro momento.
Agradecida con los que habéis llegado hasta aquí.