La lluvia cae sobre el cristal de la mampara de la ducha. ¿A qué se debe?, me pregunto con el pelo todavía enjabonado. Nos hemos quedado sin techo. El huracán Carter se ha llevado el techo de uralita. Ahora vuela libre, camino a Michigan.
Y el viento silba: fiuuu, fiuuu. Atraviesa la puerta del baño por sus juntas y entra hasta el salón, donde los muebles danzan envueltos por papel. Mi colección de Reader's Digest es un enjambre de avispas huyendo por la ventana, camino a Texas. Este último quinquenio, pulverizado por el silencio del hombre del tiempo. No pude terminar el búnker.
Siento frío. Tengo miedo. Me llamo Rosaura Paco Smith y soy el mejor intérprete transexual de theremín del mundo. Al otro lado del ventanuco, el tornado grita mi nombre. Me pregunto si moriré esta tarde.
Entonces el muro cruje y la pileta se hace añicos, junto al espejo y el wáter y un armarito y la cesta de la ropa sucia, convertidos ahora en un amasijo de posmodernidad bajo una bulldozer Komatsu D475A-8 de antes de la guerra civil.
"¡Sube!", me grita Perlas.
Desnuda y con mi pene femenino en ristre, trato de hacer caso a mi único amigo, pero resbalo y golpeo el FÖRSIKTIG con la cabeza.
Negro.
Silencio.
Vacío.
Frente a mí aparece el único desierto que he conocido; lo conozco muy bien. Estoy en Murcia, lejos de Michigan. Y Edgard y Elisabeth están aquí conmigo, entretejiendo sus párpados con sal marina y mugre de infartos. Y ese sonido, que acuchilla con su perfectísima armonía el velo de mis orgasmos pero no, no, me digo. Esto es una pesadilla. Yo ya no toco el theremín. Oh, Dios mío, por favor, sálvame de mis demonios, haz que claudique el pasado y dejen de perseguirme sus sombras.
Y oigo mi nombre.
Abro los ojos y aquí está Perlas, el puto Perlas. Su sonrisa sardónica, sus ojos verde esmeralda, el equipo de neurocirugía que siempre lleva encima.
"Matías Prats ha muerto", me dice.
