Tiempo de Héroes - Alguien tiene que hacerlo

Arawna

Ya está aquí. Tras semanas de arduo trabajo me complace poder presentaros Tiempo de Héroes. Todo el equipo esperamos que disfrutéis con las historias que os iremos contando :)

Día 1. Concha

Concha era sinestésica. La realidad para ella era una especie de tela de araña en la que todo estaba conectado a través de hilos de colores. Veía líneas que partían de los ojos de la gente y acababan en aquello que miraban. Algunas unían las manos con los objetos que iban a coger. Otras señalaban el camino a recorrer por unos pies o el camino ya recorrido. Su paisaje era una maraña de rayas y flechas que se formaban y borraban ante sus ojos acompañando a los movimientos de la personas, de las cosas, de la vida.
Quizás era el momento de sacar partido a sus facultades extraordinarias. Sentada en la parada, con los pies colgando, Concha tomó la decisión más importante de su vida.
Era capaz de ver en la oscuridad. Siempre y cuando oyera algún sonido. De alguna forma el ruido rebotaba en la materia haciéndole visible los volúmenes de los objetos. Iluminaba para ella una habitación con solo dar una palmada.

También era capaz de representar los sentimientos o las sensaciones. La memoria, el recuerdo, el olvido, el amor, el odio, la sinceridad, el engaño, podían hacerse visibles para Concha mediante figuraciones visuales que creaba su cerebro. Esta era la más clara de sus percepciones y la única que la afectaba. Podía ver las dos caras de la gente mala. Una, tal y como la veían todos; la otra, monstruosa.

Había dedicado toda su vida a su profesión. Era jueza. Cada día se enfrentaba a criminales de todas las calañas. Las percepciones sobrecogedoras eran por tanto frecuentes. No la asustaban. Las enfrentaba. El miedo no se contaba entre sus defectos, pero cada día llevaba peor dejar delincuentes libres por falta de pruebas. Veía sus rostros deformados, sabía de su maldad y, aún así, se veía obligada a soltarlos. Ya no creía en la Justicia.

Poca gente sabía de sus facultades. Era difícil de entender. Cuando su hijo cumplió doce años, trató de explicarle lo que le sucedía:

—Cuando el timbre suena, veo unas formas onduladas de color azul y amarillo que se mueven delante de la puerta. ¿Tú las ves? —dijo Concha.

—No, mamá.

—Bien. Yo veo el tres de color rojo. Siempre. Es como si no pudiera ser pintado de otro color. Si no lo veo así, me pongo nerviosa. ¿A ti te ocurre?

—No.

—Eso es lo normal, hijo. Te sigo contando. Hay olores que son fríos y otros calientes. A mí me entra frío cuando huelo a sardinas. Sin embargo, el puchero huele caliente - le sonrió, el niño la miró con cara de palo- A veces tengo la impresión de que me voy a quemar la nariz. Para que lo entiendas, es como si tuviera cruzados los sentidos. ¿Te haces una idea de lo que digo?

—Te pasan cosas muy raras, mamá.

Aquella conversación supuso un cisma entre ellos. El niño descubrió que su madre no era perfecta y comenzó a pensar que era rara. Muy rara. Concha comprendió que nunca lo entendería y dejó la conversación. Hay palabras que no son para todos los oídos. Vicente creció sin saber que sus facultades abarcaba mucho más que aquello que le había contado. A pesar de todo, su relación fue aceptable, incluso llegó a ser muy buena cuando se emancipó. Su vuelta a casa, con más de treinta años, cuando ya no lo esperaba, los embarcó en la guerra fría en la que ahora vivían.

La jueza, tratando de apartar de su mente los problemas materno-filiales, alargó el brazo para coger las llaves de la mesa del recibidor pero, antes de que le diera tiempo, una mano de humo, larga y negra, las hizo desaparecer. El alzheimer había llegado de nuevo antes que ella. En esta ocasión, disfrazado de mano negra. Se quedó absorta, mirando el lugar donde debía estar su llavero. Por el rabillo del ojo percibía, en forma de líneas rojas y ondulantes, la mirada de su hijo y supo que pensaba, una vez más, que estaba loca.

No era locura lo que padecía sino principio de Alzheimer. Había olvidado dónde puso las malditas llaves. Trató de seguir las huellas del recuerdo, representado mediante flechas parpadeantes en el suelo. Recorrió el pasillo apartando a su hijo de un empujón. No asimilaba su vuelta a casa, su inactividad, su actitud derrotista ante la vida, no tenía edad para empezar a estudiar oposiciones a judicatura. Demasiado tarde. Hasta para estudiar hay una edad.

Las señales del suelo la hicieron recorrer toda la casa. No las encontraba. La mano de humo se las había tragado haciéndolas desaparecer ante sus narices. Su hijo la perseguía sin disimulo, aguantando las ganas de preguntarle qué hacía. Concha no tenía intención de contarle nada. Si le parecía una loca, tanto le daba. Siempre se lo había parecido. Eso era ella para él. Para el resto de los mortales era Doña Concepción Aycar, Juez. O Jueza, como decían ahora.

Desistió. Se dirigió a la cocina y abrió el frigorífico para beber un poco de agua que la ayudara a despejarse. Sobre una bandeja de super, que contenía un conejo despellejado, estaban sus llaves. No recordaba haberlas puesto ahí. No recordaba haber comprado aquello. Ni siquiera le gustaba. Miró la fecha de envasado. Era de dos días atrás. Si su hijo fuera otro, pensaría que había sido él quien lo había traído, pero si de algo estaba segura, era de que no se gastaría un céntimo en llenar la nevera. Cogió las llaves, estaban frías. El animal de la bandeja se removió y saltó hasta su cara atravesando papel transparente que lo envolvía para hacerle burlas. Concha dio un respingo y cerró la nevera de un fuerte portazo dejando al alzheimer burlón dentro.

—Pero, ¿qué haces, mamá? —Vicente no consiguió resistirse a preguntar aun sabiendo que no iba a obtener respuesta.

—Me marcho. Tira el conejo. ¿Me has oído? Tíralo. No lo quiero en casa cuando vuelva —contestó mientras sujetaba con fuerza la cara de su hijo. Le clavó las uñas para asegurarse de que el dolor grabaría bien el mensaje en su mente. Cuando estuvo segura de que obedecería, lo soltó para irse.

—Estás loca —le recriminó él palpándose la zona arañada.

—No más que tú. No más que cualquiera —dijo con la mano ya en el picaporte y un pie en el descansillo —. Tira el jodido conejo.

Cerró de un portazo. Bajó por las escaleras y recogió, al pasar, el periódico de la mesa del conserje. Se encaminó a la parada del autobús y, cuando llegó, se sentó a esperarlo. Ignoró los hilos de luz, los ruidos y las formas que la envolvían por todos lados y fijó los ojos en el escaparate de enfrente. Observó unos instantes su imagen reflejada en el cristal. Le costaba reconocerse en aquella señora mayor, de pelo canoso, carnes menopáusicas y expresión triste a la que no llegaban los pies al suelo. Ella se sentía joven y fuerte. Tenía muchas cosas por hacer aún. Lo último que vio antes de perderse en sus pensamientos, fue el rótulo del comercio. Se descolgó de la pared y cruzó la calle suspendido en el aire hasta situarse a solo dos metros de ella. «Armería». Bendita sinestesia. Le acercaba las ideas.

Quizás era el momento de sacar partido a sus facultades extraordinarias. Sentada en la parada, con los pies colgando, Concha tomó la decisión más importante de su vida. Iba a comprar un arma. Marcharía al olvido dejando más limpia la ciudad. No le temblaría el pulso cuando disparara a los criminales que salieran, sin merecerlo, a la calle. No tenía nada que perder. Ni nada que lamentar. El Alzheimer se comería cualquier amago de remordimiento.

Además. No sería la única que lucharía contra el crimen fuera del aparato del Estado. En Barcelona había otro.

Se golpeó el muslo con el periódico en un gesto cargado de determinación. Sí, era factible. La prueba de ello estaba impresa en su mano y se llamaba «Justiciero del Post-it».

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Arawna

Día 1. Andrés

Querido hermano:

Creo que hoy nos hemos distanciado mucho y por eso voy a rellenar, ahora sí, el diario que nos regalamos uno al otro hace un año. Negro con anillas rojas. Espero lo recuerdes.

Sé que te has enfadado al encontrarme en el piso del barrio de La Latina, en Madrid, revisando los vídeos de mi infancia. No te ha parecido una reacción normal, cosa que entiendo.

Los términos del acuerdo me hacen pensar en el temblor que sentirás cuando leas estas palabras. Te oí llegar y tuve tiempo de ponerme la máscara sanitaria de salir al jardín, la que parece el pico de una tortuga, para no provocarte más sobresaltos.

Cuando abriste la puerta, yo me veía en la pantalla con cinco años, corriendo alocado por los pasillos de la mansión de Segovia, a veces el cuello rígido y las manos inquietas como polillas, a veces con los hombros encogidos como un atleta.

Midiendo los límites de mi jaula.

Querido Iván, en estos momentos me da igual que padre haya muerto en el incendio y que madre se debata en el hospital por su vida. No te imaginas hasta qué punto me da igual. Ni siquiera me complace.

Según nuestro pacto, solo podrás abrir este diario cuando yo muera, o yo solo podré abrir el tuyo cuando tú lo hagas. ¿Escribes desde el principio? ¿No lo harás nunca?

Los términos del acuerdo me hacen pensar en el temblor que sentirás cuando leas estas palabras.

Madre está en la UVI, su cuerpo en carne viva, con los pulmones hechos ceniza, padre en el anatómico forense y yo veo grabaciones de mi infancia. Lo hago muy tranquilo, no por encontrarme en shock, sino porque provoqué el incendio.

¿Lo entiendes?

Párate un momento y lee bien mis palabras, si no lo has deducido, cuando abras este diario, cuando me hayas enterrado, déjame que te lo cuente todo; la parte que desconoces.

El apellido Sicilia siempre ha tenido un peso distinto para ti que para mí, ¿verdad? Yo era el hermano mayor, pero a la vez el hermano enfermo. Yo era el que no podía salir a la calle y se bebía los libros en la mansión familiar; tú eras el que odiaba los libros de los colegios privados y te bebías las calles, tomando todo el aíre lleno de polen y ácaros y dióxido de carbono y microorganismos que a mí me habrían matado.

Al menos, así nos lo contaron, ¿verdad?

¿No es cierto que madre y padre nos dijeron que yo no podía salir de casa porque moriría, que los guardaespaldas de la finca estaban allí para proteger a la familia porque teníamos mucho dinero, que nací en Colombia pero nos vinimos a España por miedo a los secuestros y porque aquí había mejores médicos, para cuidar al primogénito achacoso, el niño elefante, al bebé burbuja? ¿No es cierto que nos lo dijeron, que no fue una sino mil veces, que nos miraban a los ojos y nos acariciaban el pelo y nos decían que papá no hablaba en casa de sus negocios porque era cansado para él, que tú debías cuidar de mí, aunque yo fuera el mayor? ¿No recuerdas que madre nos hablaba del miedo que pasó la primera vez que tuve un ataque? ¿Recuerdas los tarros de pastillas sin etiqueta que fabricaban para mí, los profesores privados con mascarilla, tus mascarillas?

No sé cuántos años tendrás cuando abras este diario, pero, por favor, por tu Dios, dime que lo recuerdas.

Porque todo eso es mentira.

Creo que teniendo yo catorce y tú doce ya compartíamos sospechas sobre las actividades de padre y de los guardias de la mansión. Los hombres de negocios no siempre pueden hablar de sus asuntos, sobre todo si se relacionan con gente poco honrada. Claro; era comprensible. Debías tener quince cuando tú mismo temías que papá fuera el tipo poco honrado. ¡Qué expresión más graciosa! No te lo quise negar. Tampoco te conté desde cuán temprano aquello era una certeza para mí.

Si viviera en el mundo real, Iván, yo sería considerado algo así como un genio. Veía la prensa en internet a la edad con que otros niños ojean libros infantiles. Debido a mis limitaciones impuestas, conozco la mansión quizá mejor que su arquitecto. Acechaba para acceder a documentos, oír conversaciones, extrapolar datos, atar cabos. Durante el tiempo que pasabas entrenando con la espada, saltando muros, huyendo de los municipales o tirándote de los tejados, yo ataba cabos.

Padre era el mafioso, no quien nos defendía de los criminales, sino el criminal del que había que defenderse, aquel que hacía a otras personas, empresarios honrados, políticos o fiscales, necesitar escoltas. Ya sabes, esos hombres que no llevan los brazos y el torso tatuados, esos hombres que no llevan una navaja en la bota y no miran el trasero de las mujeres que pasan cerca de la finca.

Si hubiera sido criado en el mundo real, Iván, yo no tendría estas ojeras de vampiro, esta palidez enfermiza tan impropia de nuestra sangre sudamericana, yo tendría las piernas fuertes como tú, la espalda recta como tú, los pulmones anchos.

¿Sabes?, no creo que nunca me haya dolido demasiado que papá nos mintiera acerca de sus negocios y que mamá hiciera de compinche en eso. No, me hacía sentir especial ser el hijo de un mafioso. Especial, aunque no pudiera compararme con nadie, pero especial al fin y al cabo.

No, eso no es lo que ha costado la vida a padre y la belleza a madre. Eso no es lo que ha provocado que incendie la mansión con la eficacia y sigilo que solo nos es posible a los genios.

Te pedí hace unos días que me enviaras un paquete y luego que fueses a recoger otro a una clínica privada. Sospechabas que me siento incómodo por el tratamiento médico y que quería una segunda opinión. Y tanto si la quería.

No tengo nada, hermano. Soy un joven perfectamente sano. El informe médico dice que necesito algo de vitamina D. Ya sabes, tomar el sol. No tengo ninguna enfermedad inmune, ni autoinmune. Y, lo que es peor, una vez que recibí estos resultados y tras consultar un par de manuales, me jugué el cuello y me hice mis propias pruebas de alergia. Sí, podrías haberme encontrado muerto, lo sé, pero se trata de mi vida y resulta que estoy vivo, Iván.

Estoy sano.

Nuestros padres nos han mentido y me han tenido encerrado desde siempre por un motivo que ahora mismo no sé si quiero averiguar. Me miraban a los ojos, me acariciaban el pelo, pero no podían besarme a través de una mascarilla.

He quemado la casa. Padre ha muerto. Bien hecho. Madre está moribunda. Madre, la que nunca me besó para no matarme por una enfermedad que ella sabía que nunca tuve. Bien hecho.

Somos los herederos de una fortuna con tantas ramificaciones que, con seguridad, deberemos perder dinero para no acabar saliendo en los telediarios. Somos los herederos de un imperio de sangre y mentiras, Iván. Somos unos huérfanos muy ricos, pero no sé cuántos niños habrán quedado huérfanos para que nosotros seamos ahora así de ricos.

Sin embargo, no insultaré tu inteligencia, sé que eres listo aunque intentes parecer un cafre, diciéndote que incendié la casa pensando en los huérfanos que papá haya dejado por el mundo. No, lo he hecho por mí.

En el futuro, cuando leas esto, espero haber llevado una vida en libertad que haga sombra a mi crimen. Recuerda bien lo que te escribo.

Por eso me has encontrado en el piso de La latina, revisando vídeos de mi infancia. Reavivando el dolor por lo que me han quitado para no sentir remordimientos por lo que he quitado yo.

El señor Carneró me ha dicho que aún debemos aguardar un día más para el funeral de padre. Se espera de ti que mañana no aparezcas en chándal.

Mañana.

Cuando acuda al cementerio a la vista de todos, puede que descubra el motivo por el que mis propios padres me han tenido oculto toda mi vida. Espero que sea un motivo egoísta, una vergüenza, un acto horrible de unos monstruos horribles.

Porque ahora mismo, que ya me he desahogado al escribirte, debo reconocer que he actuado movido por un impulso tan irracional como el rugido de una ola.

Y, pensándolo en perspectiva, si averiguo que lo hicieron por una buena causa, que he mandado a mis padres al infierno sin motivo, creo que tendré que acudir a mi laboratorio y prepararme una redoma de veneno.

Pero eso será mañana.

Hoy, por primera vez, soy libre.

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Arawna

Día 1. PekinP



EL LARGO CAMINO DE VUELTA

Me gusta conducir. Prefiero hacerlo antes que tomar un avión y, total, seiscientos kilómetros tampoco son tantos. Estas cuatro o cinco horas me dan dado margen para pensar en mí misma y en lo que me ha ocurrido. No he llegado a grandes conclusiones, pero me siento más calmada.

Todo esto empezó con sangre y dolor, y no puede terminar de otra forma.. Mi ciudad, mi hogar, se extiende ante mí para darme la bienvenida. No pensé que me iba a afectar tanto volver a verla. Según me acerco con el coche, bajo un cielo azul cuajado de pequeñas nubes, reconozco los grandes pabellones que jalonan la carretera y, al fondo, como siempre, esas colinas verdes que he recorrido tantas veces, con sus bosques de pinos. Tomo por la avenida de Sabino Arana, que sigue envuelta en la vorágine de vehículos que entran en la ciudad; custodiada por grandes árboles, me lleva a la Gran Vía y luego, tras un breve serpenteo de calles, hasta la casa de mis padres.

Al ver el portal frente al que tantas veces jugué a la cuerda de niña, siento una fuerte emoción, algo que sube desde mi estómago y humedece mis ojos.

¡Por fin los lugares queridos! Qué sensación tan extraña provoca el regreso.

Mientras aparco, veo por el retrovisor el coche que me sigue desde que empecé el viaje. Me consta que están aquí por mi bien, para protegerme, pero no puedo evitarlo: odio que vengan conmigo a todas partes. No podría contar la de veces que he sentido la tentación de pisar el acelerador y escapar a toda velocidad, o de meterme por una de las carreteras secundarias sin darles tiempo a reaccionar. Sé que los perdería con rapidez. Sería libre.

Qué tontería. Solo planteármelo, solo pensar en quedarme sola y que esos cabrones puedan localizarme y arrastrarme de vuelta a aquel infierno, a matarme lentamente entre torturas y dolor, el miedo me atenaza, me cuesta controlarlo. Por su causa he tenido que parar tres veces en los últimos cien kilómetros. Hasta ahora, nunca creí de verdad que se pudiera morir de terror, de puro pánico. Pensaba que era cosa de la literatura o de las películas, tan truculentas; pero, cuando el corazón se te desboca, cuando el pecho te oprime tanto que ni puedes respirar, cuando las manos te tiemblan apretando el volante de forma incontrolable, la idea de una muerte repentina no resulta tan insólita.

Supongo que es difícil vivir con normalidad después de una experiencia como la mía. Me gustaría poder descansar y borrarlo todo de mi memoria.

No. No es cierto. No quiero olvidar.

Mi nombre es Graciela, Graciela Freire Pascal, aunque la que regresa a casa hoy no es aquella muchacha de provincias que se marchó a los veinticinco años, sin apenas experiencia en el mundo y con un exceso de confianza en los demás y en sí misma. Ahora tengo veintisiete y me llamo PekinP. Siento que me llamo PekinP y que soy alguien muy distinto. Hay muchas marcas en mi cuerpo y en mi alma que lo confirman, cicatrices que jamás van a borrarse y que son como un mapa que conduce a otro mundo: a la oscuridad, al caos, al rugido de la tormenta que vive en mi interior. Ya nada es lo mismo. Nunca volverá a ser lo mismo.

Por eso, es absurdo haberme emocionado tanto con mi vuelta. No me queda nada ni nadie en este lugar, excepto esos paisajes tan amados pero que no me reconocen a mí, porque soy otra. No tengo trabajo y, cuando me miro al espejo, pienso que no volveré a tenerlo nunca. No me quedan amigos ni familia: mi padre murió años atrás y, no hace mucho, mi madre también. No hablaré más de ello, no quiero pensar en lo angustiada que debió sentirse esos últimos días por causa de mi desaparición, en lo sola que la encontró la muerte...

Si me detengo en esa idea, si permito que ese dolor me atraviese como un alfiler a una mariposa, me quedaré paralizada y me alcanzará el alarido de horror que siempre me persigue, ese espanto inmenso que rastrea mis huellas y me ronda en sueños. Me volveré vulnerable y no puedo permitirlo. No puedo. Tengo algo que hacer, algo que es muy importante para mí.

Estoy buscando a alguien.

No sé qué pasará cuando lo encuentre.

De momento, me centro en la búsqueda. Nada más importa. Cuando me faltan las fuerzas, como ahora, me recuerdo a mí misma que tengo una promesa que cumplir: se la hice a Penélope cuando agonizaba en mis brazos, consumida por el dolor. La reafirmé, al jurar sobre su cadáver que la vengaría. No pude evitar que terminara suicidándose, pero no permitiré que sus asesinos queden impunes. Todo esto empezó con sangre y dolor, y no puede terminar de otra forma.

Sonia Ibáñez entra conmigo al portal, va a acompañarme en mi visita a la casa de mis padres. Es policía, como los otros, pero además es psicóloga. Se ve que creen que necesito uno y que además sea mujer. Supongo que tienen razón, porque es la única cuya cercanía soporto durante mucho tiempo. Los hombres me ponen nerviosa. Me revuelven el estómago.

La cerradura chirría, la puerta cruje. Todo se encuentra en penumbra, silencioso. Por lo demás, las cosas han cambiado poco en la casa que me vio crecer. Huele a cerrado y todo está cubierto de polvo, pero me tropiezo con retazos de mi infancia en cada rincón, hay recuerdos luminosos en cada detalle. Mis padres y mis abuelos me sonríen desde las fotografías. La niña que fui me observa, vestida de primera comunión; en una representación teatral del colegio; en el campus de la Universidad; en la boda de una amiga...

Qué incauta me parece esa persona. Qué estúpida.

Sonia se queda esperando en el salón. Yo me dirijo al baño, donde me obligo a mirarme en el espejo y me sobrecoge la misma sorpresa de siempre. ¿Esa extraña del reflejo, soy de verdad yo? No, no puede ser... Una cicatriz atraviesa mi mejilla de lado a lado, es de color rosáceo, gruesa y abultada, desagradable; tengo ojeras moradas bajo los ojos; un rictus amargo deforma mi boca. ¿Qué tiene que ver este rostro con el de la jovencita llena de ilusión que se arreglaba aquí mismo para ir al colegio? La respuesta es sencilla: nada.

Cambio mi camiseta por una limpia, pero antes miro mi cuerpo. Hasta hoy no me había atrevido a estudiarlo así, de frente, en su totalidad. Todo él es un catálogo de señales de tortura. Cada cicatriz me recuerda un tormento y al canalla que me lo infligió. Hace que vuelva a sentir, como un frío que se expande en mis venas, la angustia de la impotencia, esa sensación de desamparo total, de fatalidad, que me consumía tumbada en aquella cama que fue mi prisión; porque, si la agonía física era terrible, más lo era saber que nadie vendría en mi ayuda.

Eso, simplemente eso, hubiera terminado conmigo como acabó con Penélope y con tantas otras; pero a mí me salvó que, un día, de pronto, conseguí no sentir nada.

No sé si sucedió mientras dormía, o si fue algo que llegó sin más, en un antes y un después que pasaron desapercibidos. Ni siquiera tengo claro cómo describirlo. Lo único que puedo decir es que perdí la noción del tiempo y del lugar en el que me encontraba. Era como verlo todo desde un punto lejano, un lugar en el que no podían dañarme, en el que podía mantener la mente fría, atesorar detalles y calibrar alternativas.

Gracias a eso, cada vez que me llevaban a una de aquellas sesiones yo podía centrar todo mi ser, toda mi atención, en observar a mi torturador de turno hasta conseguir adivinar incluso el más mínimo de sus pensamientos. Asimilé cada pequeña particularidad de sus pupilas mientras aprendía a leer en ellas si aquel día necesitaba causarme dolor o solo deseaba satisfacerse. Memoricé el tacto de cada piel que me tocaba, el sonido de cada risa que se burlaba de mi sufrimiento, el modo en que se movía sobre mí cada uno de ellos.

Así, una y otra vez, hasta lograr distinguir a unos de otros incluso por el tufo de su sudor.

Llegué a conocerlos bien, ya lo creo que sí. Incluso ahora, podría saber quién era quién con los ojos cerrados.

Malditos, malditos… No puedo evitarlo y me echo a llorar. Las lágrimas brotan incontenibles, resbalan por mi nariz, por mi mejilla mutilada; mis gemidos resuenan en las paredes de un modo casi animal, ni los reconozco como míos; me da vueltas la cabeza; mi corazón palpita demasiado rápido… ¡Me odio a mí misma! ¡Odio a los hombres! ¡Odio a todo el género humano! Pero sobre todo los odio a ellos, tanto que solo de pensarlo me transformo en algo parecido a una fiera que quiere destrozarlos por completo, matarlos con lentitud, con regocijo, alargando en lo posible su sufrimiento.

Sé que el resto de mi existencia lo dedicaré a buscar a esos cabrones. A encontrarlos y destruirlos, a pisotear sus pequeños mundos perfectos de hijos de la gran puta. Seguro que tienen vidas normales, con familias felices en bonitas casas. Seguro que los vecinos los aprecian, que los compañeros de trabajo los consideran gentes dignas de respeto. Pero, por mucho que se oculten bajo un barniz de civilización, la criatura monstruosa que son realmente, apesta. Y yo puedo olerla.

No hay prisa. Me sobra el tiempo y no me falta el dinero, tengo suficiente: la casa de mis padres aquí y la de la playa que ahora son mías, los ahorros de toda la vida de mi familia, que es un buen pico, y el que les robé a aquellos desgraciados y que he ingresado en un banco en Lisboa.

Voy a declarar contra ellos, como testigo protegido. Sé que es un riesgo, y hasta una idiotez porque la mitad se escapará, pero no me importa exponerme si consigo que, aunque solo sea uno, vaya a la cárcel.

Y a los que se libren ya los encontraré yo misma.

A través de los visillos, veo a mis guardaespaldas. Están allí abajo, en la calle, esperando: Julio Alcántara fuma apoyado contra el capó del coche, Félix Rubín habla por el móvil, sentado dentro.

—¿Estás bien? —me pregunta Sonia. Asiento con la cabeza y me dirijo al dormitorio. He de irme de aquí cuanto antes y aún debo recoger algunas cosas. No sé dónde me llevarán esta vez.

Me esconden, soy un testigo protegido.

Me buscan.

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Arawna

Día 1. Gato

    [i]Diario del Gato.

    Puede parecer una chorrada. Un tipo entrado en la cuarentena y divorciado escribiendo esto. Pero, por absurdo que pueda resultar, esta es la primera entrada de mi diario. Bueno, en realidad no es el mío. Es el Diario del Gato. Si pudierais mirar bajo mi máscara, comprobaríais que he sonreído al escribir esa palabra, Gato. Él es el de las siete vidas. El mote se lo debo a mis compañeros del cuerpo. Creyeron oportuno apodarme así tras sobrevivir a dos tiroteos, distintas heridas de arma blanca, a un atropello y a una caída de más quince metros.

    Si pudierais mirar bajo mi máscara, comprobaríais que he sonreído al escribir esa palabra, Gato. Todos tenemos nuestras motivaciones en esta vida, nuestros sueños. El Castigador fue mi tebeo favorito en la adolescencia. Spiderman era asombroso, pero el Castigador era más real. Batman era también uno de mis favoritos, pero el otro tenía armas de fuego en lugar de cachivaches que no se creía nadie. Podía entenderle mejor. Una tragedia había sesgado las vidas de su familia. Había sido veterano en Vietnam. Era como tener a Chuck Norris y a Harry el Sucio juntos. Me pasaba horas leyendo ese tebeo, imaginaba que me ponía el traje con la calavera blanca, que enfundaba la pistola en la cartuchera y que sentía el peso del rifle en las manos. «Si eres culpable estás muerto».

Para cuando tuve uso de razón, decidí ingresar en el cuerpo de los Mossos d’Esquadra. La paga no estaba mal, pero lo mejor era la adrenalina, sentirse vivo. Servir y proteger. Acabar con los malos. Hermosas palabras. Hasta que te enfrentas con la cruda realidad. El Castigador no me había preparado para aquello. Ni siquiera Harry el Sucio. En los tebeos y en el cine todo es muy bonito. Sabes quienes son los malos, y quienes son los buenos. Sabes a por quién hay que ir. Pero en la vida real es algo muy distinto. Aquí no hay ni buenos ni malos. Entre el blanco y el negro existe una infinita escala de grises. Y os preguntaréis por qué estoy escribiendo este diario. Buena pregunta.

    Aquí empieza una nueva faceta de mi vida.[/i]

La puerta del almacén se abrió con un ligero chirrido de las bisagras. Raúl cerró su cuaderno y cabeceó hacia el fondo de la barra.

—¿Qué es lo que estás escribiendo? —preguntó Miquel.

—Nada, la lista de la compra —sonrió Raúl, mientras apagaba las luces del fondo del local y guardaba el cuaderno en el interior de su bandolera.

Raúl, con cuarenta y dos años, medía alrededor de metro ochenta y tenía una constitución fuerte, con anchas espaldas, aunque en los últimos meses había dejado de cuidarse y había ganado algo de sobrepeso. Sus adicciones al tabaco, negro, y al whisky, no le ayudaban. Pero intentaba cambiar. Por eso, después de algunos años de haberlo abandonado, hacía pocas semanas que subía al ring de nuevo para mantenerse en forma.

Laura Kjoge
Miquel se acercó a la barra y se limpió las manos con un trapo. Raúl recogió las llaves colgadas en la pared y se las lanzó a su amigo.

—Sólo son las doce —señaló Miquel —. Hemos terminado temprano.

—Me voy directo a la cama, mañana tengo cosas que hacer —comentó Raúl, y levantó la persiana. Esperó a que su compañero saliera primero —. Es una buena hora.

—Claro que sí, aprovecha tu día libre. Te quiero en forma para el martes. Por cierto, ¿cómo está Lucía?

—Creo que se ha echado un noviete —respondió, mientras Miquel se agachaba para atar el candado.

—Bueno, ya tiene edad, ¿no? —Miquel cabeceó hacia él sonriente.

—Sí, me parece que voy a tener que empezar a sacarle el polvo a la escopeta.

—Cómo eres… ¿Y qué dice María? —dijo Miquel tras una carcajada.

—No tengo ni la menor idea. Creo que todavía no lo sabe.

— Y qué pasa, ¿que tu hija ahora te cuenta confidencias? ¿Me he perdido algo?

—No —respondió Raúl, mientras abría la pitón de su bicicleta atada a la farola de enfrente del bar —. Pasé por delante del instituto el otro día y la vi andando con un chaval.

—Sí, ya… Lucía es buena chica. No tiene ni un pelo de tonta. Seguro que es un buen chico —dijo Miquel con una sonrisa. Luego se acercó a Raúl y se dieron un apretón de manos a modo de despedida—. Bueno, nos vemos el martes.

—Venga, adéu —se despidió Raúl, montado ya en la bicicleta.

Descendió por las estrechas callejuelas del centro de La Garriga. El macuto golpeaba levemente su cadera cuando se adentró en los baches de la carretera más externa de la población. Había sido un día bastante tranquilo. Estaba contento por haber podido salir un poco más temprano de lo habitual. Miquel, el dueño del bar y su amigo desde hacía años, se había quedado a ayudarle en las últimas horas. Una semana dura en el trabajo. La luna llena le permitió observar, más allá de la calzada, el brillo blanquecino de las copas de los árboles.

Se alejó de la carretera para desviarse por un camino sin asfaltar. Disfrutó de una suave y fresca brisa, pura, que le acarició la cara mientras divisaba en la lejanía la Masía de los Gotanegra. Gracias a Miquel, dos años atrás, después de abandonar la ciudad de Barcelona, la familia le permitió quedarse en el sótano de su gran casa.

A cambio, Raúl se dedicó a poner el que sería su nuevo hogar en orden, a tirar chatarra y convertirlo en una vivienda. Incluso tuvo la oportunidad de dedicarse a restaurar la Triumph que yacía enterrada en el fondo. Una reliquia de los ochenta. Se lo tomó como una señal de agradecimiento a los Gotanegra por dejarle vivir allí. La mecánica siempre había sido uno de sus pasatiempos favoritos. Había planeado bajar a Barcelona el día siguiente a buscar algunas piezas que le faltaban para terminar un trabajo del que se sentía muy orgulloso. Si todo iba bien, por la tarde quizá podría revivir a la vieja máquina de su sueño de casi treinta años.

Una sonrisa se formó en su rostro. La labor de todos aquellos meses llegaría a su fin. Una ocupación que le ayudó a olvidar. A evadirse de los motivos por los que decidió abandonar la capital. En contra de su voluntad, los recuerdos acudieron a su mente. El reproche en los ojos de María pidiéndole el divorcio. El comisario Pereira recogiendo su placa y su pistola. El beso y las lágrimas en los ojos de su hija Lucía. La última vez que cerró la puerta del piso de Gracia para no volver jamás. Y, sobre todo, la comisaría de los Mossos del barrio de Les Corts, el día en que terminó todo. Su esposa jamás se lo perdonó. Raúl apretó la dentadura con fuerza. Se prometió a sí mismo que lo olvidaría. Los gritos de la mujer. Podría haberla matado.

—¿Qué es lo que hiciste Raúl? —preguntó la voz, dentro de su cabeza —No era más que una prostituta.

—Vendía a su propia hija. La puta rumana y su novio. La niña sólo tenía catorce años —Sintió su pulso temblar. Intentó detenerlo agarrando con fuerza el manillar de la bicicleta.

—Y te pareció motivo suficiente para mandarla a la UVI...

—Perdí los estribos, maldita sea, ¡perdí los estribos!

El freno de la bici chirrió. Maldijo entre dientes. La voz de su cabeza calló. Raúl guardó silencio durante unos instantes, escuchando su propia respiración entrecortada. Buscó en el bolsillo de su pantalón. Extrajo un Ducados y se lo llevó a los labios. Al encender el cigarrillo dirigió la mirada hacia el piso de arriba, donde vivía la familia Gotanegra.

Una ligera luz en el ventanal del comedor. Era una noche muy tranquila. Se apeó de la bicicleta y se acercó con ella a la gran puerta de madera del sótano que ahora era su casa. Se detuvo. Vio algo extraño. Avanzó hasta el gran portón de madera. El pasador parecía girado del revés. No lo veía en una posición natural, lógica, de después de cerrar, ¿o sí?

Extrajo las llaves de su bandolera y las acercó a la cerradura. No podría dejar jamás el candado en esa posición después de asegurarlo. Sintió un sudor frío en la espalda. Guardó las llaves en el macuto y se alejó del portal. Se detuvo unos instantes a escuchar, de pie. Oyó las hojas de los árboles mecidas por la suave brisa. El canto de los pájaros nocturnos escondidos en el bosque. No escuchó nada más.

Elevó los ojos hacia el ventanal. Los Gotanegra eran una pareja mayor. Ambos jubilados. Mercè, la mujer de Joan, tenía problemas de oído. Recordó el murmullo del «plasma» que su hijo les regaló a principio de verano, presente cada noche al llegar a casa y aparcar la bicicleta. Hoy no lo percibía. Demasiadas cosas distintas. Se acercó a las escaleras y palpó la pared de piedra, apoyando su espalda en ella. Miró hacia arriba e intentó pisar con firmeza y en silencio sobre la capa de hierba seca. Deseó que no estuviera pasando nada, que todo fuera una falsa alarma, pero la voz en su cabeza le alertaba una y otra vez del peligro.

Ascendió por las escaleras que llevaban a la entrada de la casa. La puerta principal abierta. Forzada. La madera aparecía astillada. La empujó. Los goznes desengrasados crujieron. Su sombra se alargó hacia el interior de las paredes de piedra. El recibidor estaba vacío. Avanzó sigiloso. Algo no encajaba en aquella aparente calma. La única luz provenía del comedor. Se encaminó hacía allí con los puños apretados. Su corazón palpitaba a ambos lados de su cabeza, martilleando sus sienes.

Se detuvo a escuchar ante la puerta. Un fino halo de luz le iluminó la cara a través de la rendija. Una zapatilla en el suelo. Junto al pie descalzo de una mujer. Una anciana. Mercè. El puño se cerró con más fuerza. Raúl abrió de un empujón. Su respiración se cortó de repente.

—¡Mierda!

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Arawna

Día 1. Silvia

EN EL DESPERTAR...

Hace varias semanas que Silvia ha despertado, pero no se lo ha dicho a nadie. Ni siquiera a Josefina, la enfermera que pasa a su lado la mayor parte del tiempo, el ángel que, con grandes dosis de paciencia y cariño le da de comer, la baña, la peina o la saca al jardín. También le habla de continuo, a todas horas, para anclarla a la realidad.
Por eso, sabe cómo distinguir entre los seres humanos y los demonios que se mueven con sigilo por las grietas de ese mundo roto que otros llaman “realidad”.

¡La querida voz de Josefina! Fue la que forjó la senda que trajo de vuelta a Silvia, la que la arrancó de lo que llama “el silencio y la negrura”, ese rincón remoto de sí misma en el que se ocultó cuando tenía diez años.

Pero ni siquiera ha compartido con ella ese secreto y quizá nunca lo haga. No al menos hasta que salgan juntas del lugar donde se encuentran. En el centro psiquiátrico San Simón, el lugar de ángulos blancos en el que está internada, Silvia no confía en nadie. Se siente demasiado confusa tras pasar tanto tiempo escondida.

También asustada, muy asustada. El presente que la rodea le resulta extraño y terrible; el futuro, amedrentador y, el pasado... Ni siquiera quiere mirar en el pozo destrozado que es su memoria, no quiere recordar qué ocurrió la noche que murió su madre, qué hecho terrible quebró su mente y terminó llevándola hasta allí. No, es mejor no decir nada. De momento, aguza los sentidos y aprende. En su habitación o en la sala común o sentada en un banco del jardín con Josefina, como esta tarde tan luminosa, se limita a observar lo que ocurre a su alrededor.

Silvia está ávida de detalles. Los colores la asombran, los sonidos la fascinan; hay algo mágico en los aromas. Deja que su mirada vague sin rumbo por entre los árboles y los setos, sigue el vuelo errático de una mariposa y se pierde en las siluetas de unas nubes. Otros internos pasean por las cercanías, charlan en grupos, juegan y disfrutan del buen tiempo. Varias enfermeras y celadores se mueven de un lado a otro para asegurarse de que todo el mundo se encuentra bien atendido.

Alguien canta bajo el sol. Alguien ríe.

A su lado, Silvia percibe la intensa melancolía de Josefina como una sombra en fuerte contraste con todo lo anterior. Hoy está tan silenciosa... Supone lo que le pasa. Silvia lo sabe, porque se lo ha mencionado muchas veces: que Josefina tuvo una hija y que la perdió en un accidente. ¡Son tan peculiares los lazos que teje la sangre a través del tiempo, nudos extraños y fuertes, capaces de atar por siempre y más allá! Por eso están ahí sentadas Silvia y Josefina, por eso están juntas y solas, dos piezas sueltas que encajan tan bien que sorprende, que se atraen porque se reconocen y se necesitan: una hija sin madre y llena de miedo. Una madre sin hija y cargada con demasiado dolor…

De pronto, Silvia tiene la impresión de que Josefina está conteniendo las lágrimas. No puede soportar la idea, de modo que le envía un impulso mental, un toque ligero como un suspiro para menguar su tristeza. La mejoría es inmediata. Su amiga está casi feliz y Silvia tiene que reprimir una sonrisa. Ojalá fuese siempre tan fácil.

Poco sabe de esa capacidad que posee, ese poder alterar estados de ánimo, explorar las laberínticas conciencias ajenas o incluso influir en sus voluntades. Si la tenía antes, en otros tiempos, no lo recuerda. En lo que a ella respecta, la ha descubierto tras su despertar y por puro azar, cuando quiso evitar que un interno se hiciese daño en la sala común. El hombre respondió a su breve orden mental y se tranquilizó de inmediato. Desde entonces, Silvia ha podido comprobar que funciona solo a veces y no con todo el mundo. Con Josefina sí y le gusta ayudarla.

Pensándolo bien, quizá sí debería decírselo. Eso y lo de los miércoles… Si alguien puede llegar a comprenderlo, es ella. Silvia la ha oído hablar por teléfono en muchas ocasiones, cada día más enfadada. No deja de afirmar que en el San Simón todo es pura apariencia, que más allá del aspecto amable que se muestra al público, del hermoso palacete restaurado, de los cuidados jardines, se esconde una verdad muy distinta. Fármacos bastardos, que aún no tienen nombre ni bendición de ningún sistema sanitario; empleados brutales, más parecidos a carceleros que otra cosa; abusos de todo tipo; terapias experimentales con conejillos de indias que no importan a nadie…

La primera vez que la oyó era miércoles. El primer miércoles tras su despertar. Silvia se sentía intoxicada por el asco y la impotencia y se le escapó una lágrima.

Todo eso es cierto. Y más. Solo hay que tener en cuenta cómo se comporta con los internos la enfermera jefe Zabaleta, por ejemplo. Un mal bicho, el primer demonio que Silvia detectó en el centro y el segundo más poderoso.

Porque, claro, está “él”.

De repente, como si al surgir en sus pensamientos lo hubiese convocado, Silvia divisa al doctor Martínez, el psiquiatra que dirige San Simón. Está junto a la escalera de mármol que conduce a la entrada principal del edificio, dando instrucciones a dos enfermeras.

Asencio Martínez casi resplandece bajo el sol gracias al intenso blanco de su bata y de su camisa. Ronda ya los cincuenta años pero todavía es un hombre más que atractivo y lo sabe. Acude al gimnasio varias veces por semana y procura cuidar mucho su imagen, desde los trajes italianos hasta el excelente corte de su pelo y perilla. Es hábil en las relaciones sociales y muy astuto en su papel de médico de vocación, siempre preocupado por sus pacientes.

Pero a ella no puede engañarla. Aunque Silvia haya olvidado la mayor parte de su pasado, recuerda lo suficiente de las enseñanzas de su madre. Por eso, sabe cómo distinguir entre los seres humanos y los demonios que se mueven con sigilo por las grietas de ese mundo roto que otros llaman “realidad”.

El director Martínez es un demonio. Solo necesita mirarlo a los ojos para saberlo y ella, además, conoce su tacto y su sabor. En las sesiones de los miércoles, a las cinco en punto, tras cerrar con pestillo la puerta del despacho, el psiquiatra saca más provecho que ella del cómodo sofá.

—Eres tan bella, tan bella, mi preciosa muñeca sin mente —repite una y otra vez. Le gusta enredar los dedos en el largo cabello negro de Silvia y la besa, mientras con la otra mano le arrebata el camisón.

El primer día tras recuperar la consciencia, aquello la tomó por sorpresa y estuvo a punto de reaccionar, de forcejear para quitárselo de encima; pero, por suerte, pudo controlarse. Luego, al descubrir su poder, intentó contenerlo sin que se diese cuenta, pero comprobó con amargura que no funciona con él, está más allá de sus posibilidades. Por eso, cuando llega un nuevo miércoles, no le queda más remedio que refugiarse en un punto oscuro y tratar de ignorar lo que sucede.

Aunque su madre, Isabel, le enseñó a distinguir a los demonios, murió antes de explicarle cómo combatirlos.

Pero odia tanto, tanto, sentirle dentro, sentirle encima… ¿Qué hacer?

En el jardín, Josefina se pone en pie de un salto. Con el movimiento parece tirar de un hilo que arranca de forma brusca a Silvia de sus pensamientos. Mira sorprendida al frente, para saber qué ocurre y maldice en silencio, enfadada consigo misma.

Sin darse cuenta, por culpa de la vorágine de emociones que le provoca el doctor Martínez, ha estado emitiendo señales, como un grifo con gotera. Uno, dos, cuatro... Los internos ,que había visto antes pasear por las cercanías, se dirigen hacia ella y se detienen a pocos pasos. Van formando un gran semicírculo y la contemplan con fascinación. Pero no, no están solo ellos. También se ha acercado uno de los celadores.

¿Por qué? ¿Por qué responden a su poder estos y no otros? ¿Por qué no puede afectar a las enfermeras que charlan junto a la fuente, o al propio doctor Martínez?

Silvia fluye sin problema entre las aristas de esas mentes desquiciadas.

Pedrito, que vive una infancia eterna bajo sus canas; la señora Anselma, que se pasa el día hablando con los tres hijos que nunca tuvo; Roberto Peña, en tiempos buen abogado, hasta que su psicosis provocó más de un problema a la gente equivocada; Teresa, que sube y baja por el tobogán eterno de su depresión; Bernardo, el celador, que a veces no está seguro de vivir realmente solo; y tantos, tantos otros...

Son pequeñas marionetas, carcasas que los demonios no utilizan, quizá porque las consideran inservibles. Cicatrices andantes, criaturas llenas de golpes y traumas. Esos son los auténticos seres humanos: los que están rotos en el mundo roto que han creado con su avaricia, sus odios y sus guerras.

—¿Silvia? —pregunta Josefina con esfuerzo. También hay un toque de adoración en sus ojos—. ¿Esto es… cosa tuya…?

Silvia emite una orden. Quiere que se dispersen, pero no obedecen, no todos al menos. Apenas dos o tres dan media vuelta y se alejan unos cuantos metros, con expresiones vacías. Los demás persisten en esa absurda ceremonia y Silvia empieza a sudar. El director sigue en el mismo sitio, junto a la escalera de entrada. Por suerte, está leyendo algo y no parece haberse percatado de cómo se ha organizado la curiosa escena; pero debe sentir su escrutinio, o quizá su miedo, porque de pronto alza los ojos.

Ella casi pega un brinco en respuesta. Trata de impedir que su sobresalto se extienda como una marea de histeria entre los internos, pero es novata en el control de su poder y se le escapan dos mentes. En el semicírculo, Pedrito y Teresa empiezan a gritar a pleno pulmón, arrancándose mechones de cabello y revolcándose por la hierba.

Eso rompe por completo el lazo de fascinación que había unido al grupo y se oyen más gritos. Varias enfermeras acuden corriendo a ver qué pasa; Bernardo parpadea, con expresión confusa, y se une a los que intentan echar una mano. Martínez no tarda tampoco en llegar, dando órdenes. En San Simón están acostumbrados a enfrentar esa clase de situaciones con rapidez y eficacia, así que en pocos minutos, los afectados por la extraña crisis de nervios se encuentran sedados y son conducidos a sus habitaciones.

Martínez empieza a hacer preguntas, pero nadie sabe nada y, en definitiva,tampoco ha sucedido algo inusual. Cuando se vuelve hacia Silvia, con un atisbo de sospecha, ella logra fingir que es la misma muñeca perfecta y vacía de siempre mientras se alegra de que no sea miércoles.

Josefina titubea. Se cruza mejor la chaqueta, porque de pronto empieza a hacer frío. Silvia sabe por qué: los ojos turbios del doctor Martínez han conjurado un viento helado que arrastra las hojas muertas por los senderos de tierra apisonada que recorren el jardín. Josefina se acerca a Silvia, la coge del brazo y tira con suavidad. Ella se deja conducir, como siempre. No le importa la custodia del ángel y siempre es mejor disimular ante los demonios. Martínez no hace nada por impedir que se vayan. Josefina espera a estar lo bastante lejos como para que nadie más que su protegida la oiga.

—No sé qué has hecho, pero me consta que has sido tú y debes ocultarlo. —Se piensa tanto cómo continuar que ya han llegado al edificio cuando añade:— El director Martínez conserva algunos objetos personales encontrados en el dormitorio de tu madre. Me han dicho que incluso hay un diario. Quizá… He pensado que podría ser de mucha ayuda, que puede haber alguna información, algo que nos aclare qué ha pasado hoy y lo que te ocurrió hace años. Intentaré conseguirlo. ¿Te gustaría?

Silvia no contesta. Eso no le importa, pero agradece su preocupación, su evidente deseo de verla curada. Pobre ángel, se ha ganado su cariño. Con ella se siente segura, se siente bien, incluso en el mundo roto.

Casi, casi, está decidida a compartir con ella su secreto. Lo piensa esa noche, mientras Josefina cepilla cien veces su pelo y cuando la arropa y la besa en la frente. Se decide mientras cierra los ojos y se sume en el sueño. Lo hará por la mañana, lo hará sin falta…

Mas al día siguiente, el ángel no aparece. La despierta una figura blanca y pavorosa, un demonio de roce áspero que la alimenta casi atragantándola, la peina provocándole gran dolor y la viste burlándose de ese cuerpo atractivo echado a perder.

La toca, cuando nadie mira, esperando provocar una reacción. Ella no es tonta, se queda muy quieta.

Decide esperar.

Pero, el ángel, no regresa.

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Arawna

Saludos, con este capítulo cerramos la tanda de presentaciones de personajes. ¡Y vaya cierre! Aprovecho para comentaros que BUSCAMOS ESCRITORES PARA LA SEGUNDA TEMPORADA. Si hay algún forero que quiera ser parte de TdH, que nos mande un email a tiempo.de.heroes.2012@gmail.com poniendo en el asunto "ESCRITOR".

Al lío, vamos con Sebastián:

Día 1. Sebastián.

El cuaderno

Las veces que mi padre me libera de trabajo suelo dedicarme a mí mismo, busco por internet contenidos pornográficos y me masturbo. Es un alivio de idiotas, lo sé, pero supongo que me consuela. Además, no me queda alternativa, soy virgen a mis diecisiete años y dudo que deje de serlo. Mi aspecto se encargará de que ninguna chica sea capaz de quererme. Un hombre con unos ojos, pequeños y amarillentos, que podían hacer enmudecer al mismísimo diablo. Esto debería apenarme, pero no lo hace, estoy tan acostumbrado a mi imagen que ya no me afecta. Por eso, a lo mejor, ya ni siquiera el onanismo me satisface por completo y pienso en otros entretenimientos alternativos. De hecho, hace unos días, decidí, por el aquel de cambiar la rutina, seguir el consejo de uno de los profesores a domicilio que paga el viejo, y dediqué el tiempo a otra labor:

—Con lo inmensa que es la biblioteca de Don Sebastián, dudo que hayas leído todos los libros, como aseguras tantas veces. No me lo creo —me dijo.

Aquella frase no pasó inadvertida como tantas otras e hizo mella en mi autoestima. Demostraba que tenía dudas evidentes hacia mi nivel cultural y me obligó a cambiar el placer fácil. Opté entonces por buscar un libro en la biblioteca de mi padre, algo que quisiera releer. Para escarmentar al incrédulo de mi profesor me aprendería de memoria el tomo que seleccionara. La desesperación me abordó al cabo de varias horas de lectura de títulos y sinopsis. Sin embargo otra cosa sí que llamó mi atención: un cuaderno de notas que descansaba tras tres volúmenes enormes. Lo cogí, corrí a mi habitación y lo abrí… Quedé confuso, incluso asustado, cuando exploré su interior.

No me sorprendió encontrar, ya desde las primeras páginas, la elegante caligrafía de mi padre. Eso sí, por la seguridad de los trazos de cada línea, debió escribirlas muchos años atrás. Ahora los temblores de las manos le harían imposible escribir de ese modo, aunque, a decir verdad, apenas si logro imaginarlo tan joven como para no padecer convulsiones. Para mí, el viejo era aquel ser humano de rala barba y mandíbula fuerte, ese que se movía con lentitud portando un bastón con pomo de oro del que no se separaba nunca, pese a que no se ayudaba de él para caminar. Un hombre con unos ojos, pequeños y amarillentos, que podían hacer enmudecer al mismísimo diablo. Un anciano que había vivido y sufrido una guerra entre hermanos que lo marcó para siempre y que lo convirtió en un depredador hambriento… Y aun así su letra estaba ahí, no había duda, más joven, pero con la misma floritura bohemia.

El cuaderno parecía una especie de diario inconstante que el viejo, en algún momento del pasado, había llenado con preocupaciones. De hecho comenzaba con una de ellas, la que ha despertado mis temores y dudas:

[i]«El tiempo va pasando y mi vida no parece detenerse. Nunca he enfermado, ni siquiera en aquellos años en los que sobreviví aislado bajo los escombros del refugio que se desplomó sobre mí y sobre mi madre. Aparentemente esta inmunidad para constipados, gripes, virus e infecciones no me hace eterno, ya que sigo envejeciendo a cada día que pasa.

Esto provoca que me replantee el camino a seguir a partir de este momento. He conseguido una fortuna considerable y necesito un heredero, eso es evidente. Un legatario de mi dinero y poder para perpetuar la posición que me he ganado durante todos estos años. Alguien con mi sentido de la justicia, fuera de la ética adulterada del resto de los humanos que dedican sus días a justificar sus actos frente a sus leyes de cartón.

Buscaré un sucesor adecuado, espero encontrarlo…» [/i]

Así rezaba la primera página del cuaderno, de la que no pude pasar y eso que casi todo el contenido me resultaba cercano. El viejo había dedicado muchos años a enseñarme cómo llevar el negocio, instruyéndome en los defectos mecánicos de los engranajes del aparato jurídico. Me había justificado nuestra necesaria posición, al margen de cualquier ley, en la sociedad española. Había conseguido que entendiera y compartiera, después de tanto tiempo, cada una de sus aseveraciones, cada tesis.

Sin embargo, de aquella primera página, las frases que citaban la búsqueda de un posible heredero fueron las me perturbaron de verdad e incluso llegaron a asustarme. ¿Buscarlo, dónde? ¿Cómo? Fue tal el miedo que me produjo descubrir las respuestas a esas cuestiones, que no pude hacer otra cosa que cerrar el cuaderno y dejarlo sobre una estantería en mi habitación. Allí aguarda todavía, paciente. No sé si debería abrirlo de nuevo. Han pasado dos semanas desde que lo encontré y sigue ahí, medio escondido, como testigo lejano de la relación que mi padre debió tener con una mujer a la que no conocí.

Creo que pese a la curiosidad que tengo, voy a intentar mantenerme firme para no mirar el cuaderno ¿Acaso se merece papá que espíe sus intimidades después de todo lo que ha hecho por mí? ¿Y si resulta que mi madre me abandonó por las deformidades de mi cara? ¿Podría superarlo si me enterara de algo así o sería mejor ignorarlo para siempre? ¿Y si murió en alguna tragedia, dejando alguna familia lejana o cercana que no conozco? En algunas ocasiones he preguntado al viejo sobre ella y siempre me ha cambiado de tema. Supongo que desea lo mejor para mí y prefiere impedir que sufra.

Intentaré aclararlo con él. La cena puede ser un buen momento para ello, se lo diré mientras degustamos algún manjar maravilloso regado con nuestro mejor vino. Yo mismo me encargaré de cocinarlo como a él le gusta, sin perder ni uno de los jugos de la carne en su guiso, dejándola crujiente por fuera y al punto en su interior. No podrá resistirse a contarme la verdad con un soborno tan adecuado. Así no necesitaré cotillear el cuaderno y podré devolverlo a su sitio, como si nada hubiera ocurrido…

Todavía tenemos en el congelador las piernas de la bestia que vino a amenazarnos hace unos días. El sabor de la carne humana siempre le pone de buen humor.

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Arawna

Día 7. Gato.

Las puertas de entrada a Urgencias se abrieron con un golpe seco. Dos camillas las cruzaron a toda velocidad, empujadas por sus respectivos camilleros, mientras Raúl las seguía de cerca.

—Ahí tiene el mostrador, a partir de aquí es cosa nuestra.

De repente, un leve sonido, casi inaudible, llegó de nuevo hasta él; el de una doblez de ropa batiéndose en el aire . Raúl asintió con la cabeza, mientras miraba en dirección al mostrador de Urgencias. Fue hacia él sin dudar un instante.

—Buenas noches, se trata de dos ancianos de La Garriga, el matrimonio Gotanegra.

—Vamos a necesitar sus datos— le respondió la enfermera—. ¿Ha traído usted sus tarjetas de Salud?

—No, pero creo que ya deberían tenerlos registrados.

—A ver, dígame los nombres.

Los dedos de la enfermera se movieron a toda velocidad por el teclado del terminal. Tras unos breves instantes de búsqueda, se dirigió de nuevo a él:

—¿Qué es lo que ha pasado?

—Les he encontrado a los dos en su domicilio.

—¿Estaban ya inconscientes?

Su mente voló en el tiempo un par de horas atrás. Hasta el preciso momento en que abría la puerta de la casa de los Gotanegra. La estancia estaba en silencio, casi sumida en las sombras. Solo una pequeña lámpara permanecía encendida y yacía tirada en el suelo de piedra. Contuvo la respiración mientras hacía una fotografía mental de la escena. Un procedimiento al que se había acostumbrado cuando servía en el cuerpo.

Mercè estaba sobre el suelo, inmóvil, vestida con una bata y zapatillas. Era pasada la medianoche y, con toda seguridad, se había preparado para irse a la cama. La lámpara, al otro lado de la sala, parecía haber caído desde su lugar en la librería del comedor. Era bastante improbable que hubiera sido Mercè quién la hubiera tumbado. ¿Y dónde estaba su marido?

Raúl se acercó entonces, sigiloso como un gato, al cuerpo de la anciana. Todavía tenía pulso. A primera vista, no parecía presentar ningún signo de violencia. Un ruido le alertó. Un golpe seco, como de madera. Parecía el marco de una ventana abierta que chocaba contra la pared. Cruzó la sala hasta llegar al pasillo que comunicaba con las habitaciones.

En efecto, una ventana estaba abierta, la de la cocina. Una pequeña ráfaga de aire hizo que golpeara la pared una vez más. Fue entonces cuando llegó hasta sus oídos un nuevo sonido, como una pequeña risa contenida. A pesar de la brisa en el bosque la había podido oír con claridad. Estaba convencido de que provenía del interior de la casa.

Abrió un cajón y extrajo de él un cuchillo, con toda probabilidad el que Mercè usaba para cortar el embutido. Lo sostuvo en sus manos, paciente, mientras sin moverse, escuchaba el silencio.

Moviéndose con sigilo regresó al pasillo. La penumbra existente solo se veía rota por la luz de la luna que se filtraba desde el exterior. La hoja de metal brilló, reflejándose en su cara al cruzar el umbral de la puerta de la habitación de matrimonio. Maldijo una vez más.

Joan Gotanegra estaba en el suelo, cabeza abajo y con los brazos extendidos hacia la cama, como si alguien le hubiera arrastrado hasta allí.

De repente, un leve sonido, casi inaudible, llegó de nuevo hasta él; el de una doblez de ropa batiéndose en el aire. Raúl se giró con la velocidad de un agente entrenado.

Una sombra oscureció por un instante la pared al otro lado del pasillo antes de desvanecerse con rapidez. Alguien en la cocina. Corrió hacia la puerta agarrando el cuchillo con fuerza. Luego cruzó a toda velocidad hasta llegar a la ventana abierta. El metal golpeó la madera al apoyarse en el marco con las dos manos.

La brisa nocturna mecía las ramas de los árboles en el exterior, en lo que asemejaba una silenciosa danza. Se asomó y observó los alrededores. El que hubiera saltado desde esa ventana, situada en una primera planta, debía ser alguien muy ágil como para no tener que rodar sobre el suelo antes de empezar a correr. Por rápido que fuera, parecía casi imposible que hubiera tenido tiempo para llegar a cualquiera de las esquinas y esconderse. Los márgenes del bosque aún quedaban más lejos. Raúl tuvo que hacerse a la idea de que no había nadie fuera de la masía, de que lo más probable era que la noche y las sombras reinantes le habían jugado una mala pasada.

El matrimonio Gotanegra volvió a su mente. Cerró la ventana y dejó el cuchillo sobre la mesa de madera para extraer el móvil del bolsillo del pantalón. Mientras hablaba con la operadora del SEM, se dirigió hasta la habitación de matrimonio y comprobó el estado de Joan. También estaba inconsciente, pero con el pulso muy débil. Al igual que su esposa, no presentaba ningún signo de violencia, pero parecía evidente que alguien había arrastrado su cuerpo hasta allí, con toda probabilidad desde el comedor.

Joan era un hombre corpulento y de avanzada edad. Se necesitaba alguien fuerte para arrastrarlo toda esa distancia. Raúl registró los armarios, y todos los rincones de la vivienda. Para cuando llegó la ambulancia, podía asegurar con plena confianza que nadie permanecía escondido en la casa.

—Sí, estaban los dos inconscientes. Los encontré sobre el suelo de su vivienda.

—Sí, aquí les tengo. Joan Gotanegra y Mercè García, su esposa. Con domicilio en La Garriga. ¿Y su nombre cuál es?

La enfermera apartó la mirada del monitor para dirigirse a Raúl. Sus miradas se cruzaron durante unos instantes. Había algo en el rostro de la chica que el maquillaje no podía ocultar a un ex-policía.

—Raúl Fuentes. Soy su inquilino. Vivo en la planta baja.

—Muy bien. A la derecha, al fondo del pasillo, tiene la sala de espera. Le avisaremos por los altavoces.

Raúl miró hacia el lugar que le había indicado la enfermera, para luego observar el exterior a través de la entrada a Urgencias. Fuera había un par de tipos fumando. Se palpó los bolsillos de la chaqueta y extrajo su paquete de Ducados. Antes de dirigirse hacia la puerta, se volvió a acercar al mostrador.

—Disculpa, ¿tienes fuego?

Observó la placa que la chica llevaba en el pecho. Susana Gómez era su nombre.

—No, lo siento, no fumo. Y aquí dentro no se puede fumar.

Raúl pudo ver en ese preciso instante la hinchazón que se escondía debajo del maquillaje, justo entre el pómulo derecho y la oreja de la chica. Algo que intentaba ocultar además dejándose el pelo suelto. Ella reaccionó en seguida, girando la cara.

—No te preocupes. Salgo a la calle.

Atravesó la puerta para volver a mirar a la chica a través del cristal. Sus ojos eran el reflejo del terror que la consumía. Dudaba mucho de que aquél moratón se lo hubiera hecho tropezándose en la cocina. Alguien la había golpeado. De la misma forma que él había hecho con la puta rumana. Los viejos recuerdos que se quieren olvidar siempre acuden con más rapidez que otros.

La luna iluminaba con un fantasmagórico haz blanco los bordes de las nubes en aquel cielo de Septiembre. Oyó una lejana risa de una pareja que se alejaba del hospital. La risa de una mujer. Se parecía mucho a la que escuchó en la masía. También se trataba de una voz femenina, de eso no cabía la menor duda. Pero la de la casa era más joven. Contenida. Raúl estaba convencido de haberla oído y también de haber visto una sombra moviéndose que no tenía la rigidez de las ramas de los árboles. El sonido de la ropa ondeando tampoco pudo ser algo que hubiera imaginado. Allí había alguien.

—Te estás volviendo tarumba, ¿verdad Raúl? —le preguntó la voz en su cabeza—. Ya empiezas a ver cosas extrañas y a oír voces. Estás como una cabra. —Al comentario le siguió una carcajada.

—Déjame en paz.

—Quizá hace demasiado tiempo desde el último trago. ¿Qué haces esperando aquí? Allí delante tienes un bar y está abierto. Solo tienes que cruzar la calle.

Raúl lanzó el cigarrillo al suelo y lo apagó con la suela del zapato.

—Vete a la mierda.

Abrió la puerta de un tirón y pasó frente a otro hombre que fumaba y le miraba con extrañeza después de verle hablar solo.

Sus ojos volvieron a cruzarse con los de Susana, la enfermera que le había atendido. Luego ella desvió un solo instante la mirada hacia alguien que estaba de pie junto al mostrador. Raúl se percató de que se lo estaba señalando de alguna manera. Lo observó durante unos segundos. Aquél era el culpable. La chica estaba pidiendo auxilio a gritos, pero a la vez le suplicaba discreción con sus actos. El individuo en cuestión miraba hacia la sala de espera. Jugaba con una cerilla entre sus dientes. Vestía un impecable traje de color crema. Camiseta sin mangas. Una cadena de oro. Cabello negro como el azabache, engominado y peinado hacia atrás. Tenía todo el aspecto de un matón de discoteca latina. Se volvió y miró a Susana antes de dirigirse hacia la gran sala. Caminó con calma, altivo, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Cuando Raúl volvió la vista hacia la chica, ya no estaba en su sitio. La cortina que colgaba detrás del mostrador todavía se movía. Instantes después apareció otra enfermera y ocupó su lugar. ¿Habría terminado su turno? ¿Estaría realizando un descanso? ¿O quizá había abandonado su sitio para ir a hacer un recado? De todas formas aquello olía a gato encerrado.

La sala de espera estaba medio llena. Unas cuarenta personas bajo la luz fluorescente. La mayoría parecían de origen magrebí. Nada que le sorprendiera; una gran parte de la población de Granollers, donde se hallaba el hospital, tenía el Islam como su religión y su número iba en aumento día a día.

A aquellas horas de la noche, las caras eran todo un poema. Había gente que ocupaba más de un asiento. Dormían echados sobre el plástico de las sillas. El aire acondicionado estaba demasiado alto. Al fondo de la sala, un par de técnicos subidos a una escalera plegable, habían desmontado las placas del falso techo y parecían estar peleándose con un montón de cables.

Un niño de unos ocho años se empeñaba en querer aplastar el botón de selección de bebidas de una máquina de vending. Su padre se le acercó para regañarle. A escasos metros de él, el «Cerillas» se había situado en una hilera de sillas que casi estaba vacía. Se había cruzado de piernas, con toda comodidad, y leía una revista mientras alzaba de vez en cuando la mirada en dirección a la entrada.

Raúl escogió una silla, al final de una de las filas, junto al pasillo. Una pareja árabe estaba sentada frente a él con un niña durmiendo entre los brazos de su madre. El padre le miró a los ojos con la vista fija, protector. Raúl desvió la mirada y contempló el montón de revistas que había en la mesita a su derecha. Manoseó entre ellas y extrajo lo que parecía ser un ejemplar del día de La Vanguardia. En el bar no la recibían. A Miquel no le gustaba aquella publicación, prefería proporcionar a sus clientes El Periódico y otros diarios locales. Presumía de que su clientela era de izquierdas.

Raúl recorrió con avidez los titulares. Aunque, en seguida, una imagen en la portada llamó poderosamente su atención, eclipsando al resto de noticias.

—¿Quién cojones es éste? —se preguntó.

El retrato-robot de un encapuchado. En un primer momento, pensó que se trataba de un activista de ETA. Nada más lejos de lo que rezaba el titular de la noticia.

«El "justiciero" de Barcelona regresa a las calles tras dos meses de ausencia»

Si alguien lee, deciros que se vale comentar, recomendar, criticar... En fin, lo que os dé la gana XD

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kromlir

sinceramente, me encanta. llevo leyendo desde el primer capitulo (voy dejando manitas :P) pero no queria comentar para no romper la continuidad de los posts.

Un trabajo genial me esta encantando la historia

P.D: se que puede parecer raro pero algún mod puede ocultarme el post? asi no rompe tanto la continuidad de la historia

gracias!

Arawna

kromlir, gracias por tu comentario y no te preocupes por la continuidad; esto es un foro, no una novela, y los comentarios se agradecen y ayudan a mejorar ;)

Seguimos:

Día 8. Andrés

Hoy ha sido un día muy duro y entiendo que hayas querido desaparecer.

Espero que vuelvas pronto porque te necesito a mi lado. Lo que pretendo es tan ambicioso y difícil que sólo pensar en los pasos intermedios me provoca cansancio.

Sé que te ha dolido de nuevo mi actitud y cree que lo siento muchísimo, pero tengo mi propio infierno interior, Iván, y por eso no he sido más atento contigo.

En concreto, durante el funeral, me mirabas como si no entendieras mi sangre fría. Parapetado tras las gafas de sol y la inútil mascarilla sanitaria (esa elegante que recuerda al pico de un águila), pocos podían adivinar algo acerca de mis gestos, pero tú, que me conoces bien, sabías que no gesticulaba en absoluto. Mientras llorabas la muerte de padre agarrando la cruz de tu rosario, yo estaba atento a todos y cada uno de los presentes.

Por si no lo recuerdas, el señor Carneró se encargó de avisarlos y, aunque no haya podido concretar el porqué, no me da buena espina. Nunca me la ha dado. No es por la mancha de nacimiento alrededor de la boca, que hacía que nos riéramos de él cuando éramos pequeños y le llamáramos «Bocabruja». ¿Recuerdas que decíamos que podía matarte con un beso? Pero lo cierto es que eso nunca me produjo intranquilidad, aunque sospecho que a ti sí. Lo que sucede… ¡ya estaba ahí cuando éramos pequeños! Ha estado siempre, como si fuera imposible la vida sin su asistencia. Estaba ayer en el funeral de papá, con su traje blanco, como siempre, inamovible, de trato perfecto, mostrándose incluso acongojado cuando era necesario.

Pero… en el fondo, estaba tanto o más alerta que yo. Igual de atento a las miradas de los demás, a las reacciones.

No tuvo la osadía de fingir preocupación porque la mascarilla pudiera ser insuficiente para preservar mi vida. Él lo sabía, Iván, ha sabido siempre que estoy sano, que no había motivo médico para mantenerme enclaustrado en casa.

Bueno, me centraré en lo que quería explicarte.

Nuestros padres me hicieron creer que tenía una enfermedad que me impedía salir de la casa y eso debió ser por algún motivo. Ya te he dicho que incendié la mansión al recibir el resultado de los análisis, que te pedí me encargases.

Mentirme y encerrarme de ese modo, en sí, ya es una putada irracional pero, a pesar de su magnitud inhumana, debía tener algún motivo. Quizá un motivo justificado para ellos. Entonces, al dar la cara en el funeral, a la vista de todos… he intentado provocar aquello que papá y mamá querían evitar a toda costa.

Tras reflexionar, pensé que, si lo hicieron para protegerme, me merecía cualquier cosa que pudiera pasar al exponerme en público.

Si lo hicieron para protegerse ellos… bueno, entonces no tardaría en enterarme de las consecuencias de mis actos.

No sé si te fijaste, pero muchos de los asistentes habían venido desde Colombia y me miraban como si fuese un tigre blanco o un caballo con alas.

El estirado pelirrojo de Carneró no ha podido evitar que se me acerque un anciano muy moreno, el de la silla de ruedas; seguro que lo viste. Se quedó observándome de modo raro, tanto que pensé que yo tenía el sol a mi espalda, pero no era así; estaba haciéndome un maldito examen de fisionomía. Luego sonrió, me señaló con el dedo y dijo: «Fuensanta, cabrón, te hacía muerto». Tenía mucho acento colombiano y parecía un poco ido, pero dos hombres enchaquetados, conducidos por Carneró, se lo llevaron con rapidez.

Tengo que investigar más a fondo a esa gente. He hecho fotos con la mini cámara.

Tengo que investigar el apellido Fuensanta.

En cualquier caso, que asistieran capos al funeral del «Cacho» Sicilia entraba dentro de lo normal; la escena más rara fue la que vivimos al acercarnos a los restos ya apagados de la casa, cercano el mediodía, cuando nos demorábamos antes de visitar a mamá en el hospital. Los que allí nos encontramos no era capos, sino tipos duros, ¿te fijaste? El «Ratón», que siempre pensé que era algo más que el chófer de papá, les dejaba entrar de dos en dos en las ruinas ennegrecidas. Esto es lo que te quería explicar, porque tú no sabes a dónde iban pero yo sí: Estaban visitando una imagen de la Virgen María que papá guardaba en el despacho. No el despacho grande en el que le robábamos la calderilla y las cosas de oficina para jugar. Te hablo de un despacho que está escondido detrás de un estante de la biblioteca. No descubrí su existencia hasta hace menos de un año, pero la cosa entre tú y papá estaba tan mal que no quise echar más leña al fuego.

En ese despacho hay ordenadores encriptados, archivadores bajo llave, una caja de seguridad propia de un banco y una Virgen que lo preside todo. Se trata de María Auxiliadora, conocida por los primeros cristianos como Boetéia y por los asesinos a sueldo de nuestra querida Colombia como La Virgen de los Sicarios.

Sí, hermanito, Ernest Alfredo Chillida, el «Ratón» Chillida, el chófer de nuestro padre, dejaba que los asesinos a sueldo de otros jefes mafiosos entraran a las ruinas de nuestra casa para rezarle a una Virgen que los protege de las balas y de la vista del enemigo.

Para ser más eficientes en su tarea. No estamos hablando de paraísos fiscales, delitos urbanísticos o tráfico de influencia.

Ahora puedes entender por qué preferí esperar antes de contarte más cosas. Tenías bastante con el sentimiento de culpa por haber dado tantos quebraderos de cabeza a mamá y a papá, y yo aún poseía pocas pruebas para aplacar un ataque de justa ira de ti sobre mí.

Quise ahorrarte más mierda por el momento, pero no podía imaginarme lo que nuestra madre, entre la vida y la muerte, arrobada por los remordimientos y la morfina, iba a confesarte esa misma tarde, cuando la visitáramos en el ala de quemados.

Ayer mismo, según yo lo cuento; no sé cuánto tiempo habrá pasado para ti antes de tener acceso a estas palabras. Casi se me olvida que abrirás el diario justo después de otro entierro: el mío.

Bueno, a mamá la mantienen cubierta por ese montón de gasas que tan rápido se empapan de pus y sangre. No sé si te diste cuenta, pero estaba dormida cuando llegamos; lo supe por las constantes vitales. Sin embargo, se despertó a pesar de que nos quedamos quietos sin decir palabra. Con los ojos vendados es difícil reconocer esas cosas, pero su respiración también pareció cambiar y las grietas que son ahora sus labios, se movieron como en una sonrisa.

Si alguna vez tengo un accidente de tráfico quiero ese potingue beatífico que le dan para calmarla.

Sé que tenías ganas de cogerle la mano, pero esas ganas se te quitaron pronto. Nuestra vieja empezó a soltar prenda como si continuara una conversación de media hora. Sin venir a cuento, después de temblar, habló, y recuerdo a la perfección sus primeras palabras:

—El padre Miguel me ha dicho que no quieres parecerte a papá.

No hacía falta ser tan perspicaz como yo soy para deducir, por tu gesto, que estaba hablando de un secreto de confesión. Me iba a entrar la risa, te lo prometo, y por eso me tapé la boca. Perdóname, pero nunca le he tenido respeto a tu fe en Dios y mucho menos en su Iglesia. Mira qué cosas hace la fe con los hombres, incluso darles alivio cuando su oficio es matar a otros por dinero.

Y siguió largando todo lo que el padre Miguel les había contado sobre ti a escondidas. Tus amores y tus odios. Tu sexualidad. Tu rebeldía y la fe en que tú serías ejemplo para nuestra familia y no al contrario; en palabras del propio cura, tus delirios de grandeza. Entonces me salí del cuarto por respeto y para no interrumpir todo lo que, sin duda, merecías saber.

No me imagino de qué más te habrás enterado, pero entiendo que te tomes unos días después de esto. Aún así, por favor, vuelve pronto conmigo.

Te necesito a mi lado.

Tengo planes, como ya he escrito. Debo ocuparme de todo lo legal y enterarme de todo lo ilegal, contando lo menos posible con el señor Carneró. No voy a despedirlo aún, porque no quiero arrojarme a ninguna piscina sin saber si está llena.

Le mostraré confianza por el momento.

Justo antes de escribir esta segunda parte del diario, he tenido varias conversaciones telefónicas. Una empresa de mudanzas para organizar mi traslado a La Latina. La contrata para arreglar la mansión que yo mismo he incendiado. El señor Carneró pidiendo aprobación para las nóminas de los guardaespaldas. Me ha preguntado si despediremos de momento al jardinero y al servicio. Te lo he dicho, es un hijo de puta. Le he respondido que no, por supuesto. Y, aunque no me lo ha preguntado, le he informado de que quiero a Chillida como chófer a partir de ahora.

Creo que en él puedo confiar. Me saludó con respeto cuando lo pillamos colando sicarios en nuestra casa, pero no mostró miedo ni sumisión. Hacía lo que tenía que hacer.

Creo que es un hombre con honor.

Y creo que mi vida corre peligro si no actúo con la prestancia de Julio César al transgredir las Leyes de Roma.

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9 días después
Arawna

Día9 -Gato

El vibrador del móvil zumbó insistente. El hombre del traje color crema, al que Raúl había apodado en su mente como el «Cerillas», comprobó la pantalla. Dejó el periódico sobre la silla, se levantó decidido y caminó directo hacia al mostrador de la entrada.

Soy un maldito Gato hijo de puta al que acabas de conocer con un día de perros. —Let’s rock —murmuró Raúl entre dientes.

El tunante salió al exterior a través de la puerta de urgencias. Esta vez parecía llevar prisa y tener muy claro su recorrido. Raúl salió veloz detrás de él, manteniendo la distancia. El tipo bajó la calle en dirección a la zona antigua del hospital. Cuando llegó a la esquina se detuvo y miró hacia su derecha. Hizo un gesto con la mano y unas luces se encendieron, seguidas por el arranque de un motor. Una ambulancia.

El vehículo entró en el complejo del hospital siguiendo los pasos del «Cerillas». Raúl se ocultó unos instantes bajo la sombra de un ciprés, mientras los observaba avanzar hacia los edificios más antiguos del lugar, hasta que los perdió cuando giraron hacia una de las calles laterales.

Entonces cruzó el patio con rapidez hasta la esquina tras la que habían desaparecido, a unos cien metros. Para cuando la alcanzó, sintió su mano temblar al apoyarla sobre la pared de ladrillo. Un sudor frío le empapaba mientras sentía su corazón golpear contra el pecho.

—¿Ya no soportas la adrenalina cómo lo hacías antes verdad? Sabes que no vas a poder hacerlo solo, chaval —resonó la voz que solía torturarle en el interior de sus pensamientos.

—Cállate.

—Aún estás a tiempo de dar media vuelta y sentarte en la barra de ese bar. Cuando vuelvas seguro que todavía están aquí. Un trago y ya no estarás solo. Me necesitas.

Apretó los dientes con fuerza y asomó la cabeza. EL vehículo se había detenido frente a un portón con persiana metálica, del tamaño de una furgoneta de carga. Junto a ella, una puerta se abrió y pudo ver con claridad a la enfermera que le había atendido minutos antes: Susana Gómez. Mientras el «Cerillas» hablaba con ella, tres tipos bajaron del vehículo para adentrarse en el almacén.

La joven se llevó las manos a la cara para después realizar un gesto de súplica. El matón reía con las manos en los bolsillos. Los secuaces empezaron a sacar cajas marcadas con nombres de laboratorios farmacéuticos del almacén y a cargarlas en la ambulancia. Aquella noche se estaban haciendo con una buena remesa de golosinas.

Con el pulso tembloroso, Raúl apretó el puño con fuerza. Podía oír los sollozos de la enfermera desde su posición. La joven agarró la americana del tipejo. Este la apartó de un empujón, para luego cruzarle la cara. La chica cayó al suelo de rodillas.

—Hijo de… —Raúl hizo el gesto de salir de su escondite, pero dedicó unos segundos a observar a los otros individuos. Se fijó en uno en concreto; su rostro le hizo detenerse. Ahmed El-Asibi. Lo conocía perfectamente. Vivía en La Garriga y era uno de los clientes que frecuentaba el bar de Miquel. Así que este era el pasatiempo al que dedicaba las noches.

Volvió a esconderse tras la esquina, apoyando las yemas de los dedos con fuerza, como si quisiera clavarlas en la piedra. Aquel no era el momento. Podía buscar a Ahmed y encargarse de él en privado. Sabía cómo hacer que le llevara hasta los demás.

—¿Te das cuenta verdad? Ya no eres lo que eras. No tienes cojones, Raúl. Me necesitas —Mientras escuchaba las palabras en su cabeza, su mirada se oscureció durante unos instantes. Alzó la mano y observó como temblaba, sin poder hacer nada por detenerla —. Un solo trago, Raúl. Uno solo.

—¡Qué te vayas a la mierda! —El eco de su voz rebotó por las paredes del gran patio. Había hablado demasiado alto. El «Cerillas», que parecía el líder de aquella cuadrilla, hizo un gesto en silencio a sus secuaces y, mientras él vigilaba en dirección a la esquina tras la que Raúl se ocultaba, los otros tres se apremiaron en terminar de cargar las cajas.

Susana consiguió levantarse a duras penas del suelo, justo a tiempo para ver como los cuatro criminales subían al vehículo. Antes de cerrar el vehículo, el «Cerillas» le ordenó guardar silencio con un gesto, para luego señalarle la puerta de carga que había quedado abierta.

Para cuando la ambulancia alcanzó la salida del complejo, Raúl estaba delante de la del acceso de urgencias, fumando un cigarrillo con el pulso todavía tembloroso. Pudo ver perfectamente al hombre que había pegado a la enfermera mirando en su dirección, observando a todas las personas que se hallaban cerca del hospital. La ambulancia se alejó rumbo Este, hacia las afueras de Granollers, sin levantar sospechas.

—¿Raúl Fuentes? —preguntó alguien a sus espaldas —. Gracias a Dios, le hemos estado llamando por los altavoces.

El sol de la mañana se filtró por las estrechas ventanas de la planta baja de la masía Gotanegra. Los rayos de sol se veían surcados por incontables motas que flotaban en el aire. Solo el polvo y la penumbra acompañaban al estrecho hilo de humo que surgía del Ducados en la mano de Raúl.

Se lo acercó a los labios y le dio una nueva calada. Ni siquiera pestañeó. Motorhead sonaba en la cadena, repitiendo las canciones del CD una y otra vez.

Estaba sentado en la butaca, en el centro de la estancia. La cabeza reclinada sobre el sillón. Sus ojos estaban abiertos, con la mirada perdida en el infinito. Ambos brazos colgaban a los lados. En la otra mano una botella de Tullamore que había ido vaciando en el transcurso de la noche.

Un sinfín de imágenes se repetían en su cabeza. Desde la puta rumana hasta su hija Lucía. La noticia en el periódico. La risa burlona que había oído en su casa. La enfermera maltratada y manipulada. El «Cerillas». Ahmed. Joan y Mercé Gotanegra ingresados en el hospital. Al borde de la muerte. Ambos con un derrame cerebral. Los médicos no se lo podían explicar. Si hubiera tardado una hora más en encontrarles con toda probabilidad hubiera sido demasiado tarde.

El timbre del móvil volvió a sonar por enésima vez. Al igual que las otras ocasiones, hizo caso omiso de la llamada. Alzó la botella de whisky irlandés y le dio un nuevo trago. Oía la voz en su interior. Cada vez más intensa.

Ya no se veía con fuerzas para hacerla callar. Sabía que estaba en lo cierto. La iba a necesitar. Si quería hacer lo que tenía que hacer la iba a necesitar.

—Alguien tiene que hacerlo —decía el viejo conocido dentro de en su cabeza, repitiéndose sin pausa.

Fue entonces cuando se fijó en ella.

La sombra enorme de la cabeza de un felino estirada a lo largo de toda la pared. Deformada hasta que sus orejas puntiagudas se estrechaban para parecer las de un demonio.

La máscara. Estaba apoyada contra el muro, en un rincón de la estantería del mueble del comedor. El haz de luz oblicuo que entraba por la ventana, proyectaba su sombra.

El cigarrillo resbaló de sus dedos. Raúl se levantó con la botella en las manos. Caminó con torpeza, borracho, tambaleándose, cruzando el comedor para acercarse a la máscara.

Extendió su mano hacia ella. Recordaba aquella careta. Llevaba meses en ese rincón, cubierta de polvo. El recuerdo de una cena de cumpleaños con sus amigos en un restaurante chino. Con Miquel, Mirella y los demás. Se trataba tan solo de la cara de un gato. Una extraña sensación le inundó. Las siete vidas. El nombre código con el que le habían bautizado sus compañeros del cuerpo. Todo parecía cobrar sentido. Con la mano libre, la sacó del estante y se la colocó.

Se adaptaba a la perfección a su rostro.

—Gato.

Ahmed El-Asibi descendió las escaleras frente al Forn del Sol. Cruzó el paso de cebra bajo la luz en rojo del semáforo. Un coche le maldijo con su claxon mientras el magrebí aceleraba el paso para evitar el atropello. Eran poco más de las diez de la noche y el ladrón volvía a su casa después de tomar una cerveza en el Bar de La Plaça. No le gustaba ese local, había demasiado ruido. Pero los martes le quedaban pocas opciones. Era el día en el que en su garito favorito se tomaban un descanso.

Escupió en la acera y vio el reflejo extraño de la luna en un charco. Levantó la cabeza para contemplarla durante unos instantes. Aquella noche había adquirido un color infrecuente, tan intenso que el cielo parecía un mar de sangre. Siguió su camino bajando la calle de Can Noguera ajeno a la mirada que le observaba desde la otra esquina.

Raúl Fuentes seguía sus pasos manteniendo la distancia. Llevaba un pañuelo en las manos, sucio por la grasa de su motocicleta. Detuvo su paso al ver que Ahmed se paraba delante de un portal y aprovechó la pausa para terminar de limpiarse las manos teñidas de negro. El magrebí buscaba las llaves en sus bolsillos. No había duda de que aquél era el edificio donde vivía. Raúl se puso los guantes.

—Sabes lo qué tienes que hacer, ¿verdad? Déjamelo a mí. Sabes que yo puedo solucionar esto.

—Lo sé.

Extrajo la petaca de su bandolera y tomó un largo trago. Ahmed abrió la puerta. Al desaparecer bajo el umbral, Raúl se esforzó en cruzar la calle con rapidez mientras guardaba la petaca. El alcohol ardía en sus entrañas. Extrajo la máscara de la bolsa. Alcanzó la puerta un instante antes de que se cerrara. Gato sonrió. Se ajustó la careta. Accedió al interior de la escalera. Miró hacia arriba. Pudo ver la mano de El-Asibi deslizarse por la barandilla.

—¡Ahmed!

El magrebí se detuvo para mirar por el hueco. Sus miradas se cruzaron. El ladrón maldijo en su propia lengua. Empezó a subir las escaleras de tres en tres después de ver a aquel tipo y su extraña máscara. Gato hizo lo propio mientras sentía como la adrenalina inundaba sus venas. La mente de Raúl había terminado por nublarse por completo. Era Gato quien subía aquellas escaleras.

El africano alcanzó el rellano de su apartamento en la tercera planta. Con el aliento entrecortado, consiguió acertar la cerradura y hundir la llave en ella. Empujó la puerta con fuerza, el espacio suficiente para deslizarse con rapidez dentro de la vivienda. Los pasos de su perseguidor ascendían pesados pero veloces.

Pudo ver su sombra abalanzarse sobre él en el preciso instante en que intentaba cerrar la puerta. Un impacto contundente. El golpe desplazó el cuerpo del maleante mientras intentaba repelerlo con sus piernas. Las apalancó contra la pared al otro lado del pasillo. Apretó con todo su peso.

Una mano enguantada se deslizó por la rendija en el mismo instante en el que Gato pareció ceder en su esfuerzo. Ahmed empujó con todas sus fuerzas. El sudor empañaba su cara desfigurada por el esfuerzo. Al otro lado, el tipo de la máscara maldecía mientras la puerta le aplastaba el antebrazo.

—¡Vas a abrir la puerta, cabrón!

Gato profirió un rugido mientras con su brazo impedía que la puerta se cerrara. Apartó el hombro para volver a cargar contra la madera. Un segundo impacto desequilibró a Ahmed. Con el tercero, se abrió la puerta de par en par. El ladrón se vio lanzado de espaldas contra la pared del recibidor.

Aturdido en el suelo, pudo ver los ojos por los orificios de la careta de felino. La mirada inyectada en sangre. Las pupilas dilatadas por la subida de adrenalina. Intentó detener las zarpas que se lanzaban hacia su cuello. Le agarraron del pecho de la camisa y le alzaron mientras los botones saltaban desgarrados.

Se vio lanzado a través de la puerta del lavabo. La madera cedió y las bisagras se vieron arrancadas del marco. Su espalda golpeó el suelo de nuevo. Con una contusión que le castigaba el omóplato como un destornillador oxidado atravesándole el músculo, maldijo mientras intentaba escabullirse de nuevo de las manos que se acercaban a su cara. Impactó con sus piernas en su agresor, intentando derribarlo, pero le pareció que golpeaba el tronco de un árbol.

—¿Quién eres, hijo de puta? —gritó.

Gato le agarró del pelo mientras forcejeaban. Desesperado, Ahmed intentó deshacerse, entre arañazos y mordiscos, de los brazos que le aprisionaban. Su cabeza terminó por impactar en la encimera del lavabo. La oscuridad se apoderó de su mente. Cayó al piso a punto de perder el sentido. Un chorro de sangre brotó del corte que cruzaba su frente.

—¿Quién soy? —respondió el otro abriendo el grifo al máximo —. Soy un maldito Gato hijo de puta al que acabas de conocer con un día de perros.

Las puertas del vagón se cerraron después de la señal de aviso. El tren arrancó breves instantes después para seguir su ruta hacia Vic. Lucía cerró la tapa del móvil de nuevo. Había llamado a su padre una docena de veces y él ni siquiera se había molestado en descolgar el móvil.

Miró a su alrededor. La estación estaba flanqueada a un lado por las montañas del parque natural del Montseny y, por el otro, por las calles de La Garriga. La chica resopló.

No sabía la dirección de la casa de su padre. Ni tan siquiera conocía aquel condenado pueblo. Estaba segura de que iba a ser tan pequeño que no tendrían ni un autobús para ahorrarse caminar.

En el andén había tres personas de pie, al otro lado de las vías. Seguro que esperaban el tren de vuelta a Barcelona. Quizás no sería mala idea esperar y subirse a él para volver por donde había venido, después de todo. No, se dijo a sí misma. Ya era una adulta y debía comportarse como tal. Si había tomado aquella decisión debía seguir con ella. No era momento de echarse atrás.

Una chica pasó andando muy cerca de ella. Parecía más o menos de su misma edad. Llevaba los cascos puestos y vestía con ropas góticas. No le recordaba para nada una chica de pueblo. Era atractiva, tanto por sus formas opulentas, como por su salvaje cabellera rubia. Lucía dudó en preguntarle. Si no era de los alrededores quizá no sabría donde se encontraba la masía Bota Negra. Se decidió y avanzó hasta ella deteniéndola al tocarle el hombro. La desconocida se volvió y la miró extrañada, con unos intensos ojos azules que casi hicieron que se mareara.

Tras unos segundos de desconcierto, Lucía recuperó el habla y preguntó:

—¿Perdona, eres de por aquí?

—Claro.

—Ah, bueno, así perfecto, quizá puedas ayudarme. Busco la masía Bota Negra.

—Gotanegra —le respondió la chica, divertida —. Se llama Go-ta-ne-gra.

Lucía la miró extrañada. La otra le regaló una sonrisa encantadora.

—Claro que sé donde es. De hecho me coge de camino, está al norte del pueblo. Si quieres puedo mostrarte cómo se llega.

Lucía también sonrió.

—Creo que estaría muy bien. Muchas gracias. Por cierto, me llamo Lucía.

—A mí me puedes llamar Áurea. Encantada.

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8 días después
Arawna

Día 10 - PekinP

LO QUE SIENTO

Me siento prisionera.

Siempre se oían gritos y llantos. Y risas, también esas risas inhumanas… Esta habitación huele a humedad y la cama se hunde por el peso de los que la han ocupado antes. No sé dónde estamos, aunque por pequeños detalles puedo imaginarlo. Quisiera no estar aquí, pero supongo que es un mal menor. A veces me pregunto si algún día podré recuperar mi vida.

Mis escoltas jamás me dejan sola. No me quejo tampoco, porque me consta que si aún sigo viva, seguro que es gracias a ellos. Siempre son tres: Julio Alcántara, Félix Rubín y Sonia Ibáñez, la psicóloga. Desde que comenzó esta situación, Alcántara y Rubín han sido sustituidos a veces por otros agentes, en cambios de turno que les dejan un par de días libres, pero Sonia siempre ha permanecido a mi lado, siempre. Un día le pregunté si no tiene vida propia y me dijo que sí, pero que en estos momentos lo único que importa soy yo y mi capacidad de establecer un vínculo de confianza. Me sorprendió. Que piense que puedo llegar a confiar otra vez en alguien, algún día, tiene su mérito.

Me alegro de que estén conmigo. Los tres son bastante jóvenes y parecen bien entrenados, incluso ella. Yo no hablo apenas, pero da igual, porque Sonia llena los silencios; de algún modo, esa normalidad me conforta. Supongo que también en eso está aplicándome alguna clase de terapia. Me ayuda a enfrentarme al siguiente minuto y sostiene mi mano en los momentos en los que me paraliza el pánico. Sé que cobra un sueldo por hacerlo, pero se lo agradezco igual. Estoy segura de que en otra época hubiéramos podido ser amigas.

Por su parte, Alcántara y Rubín se dedican más a vigilar la casa y los alrededores. La mayor parte del tiempo, procuran estar fuera de mi vista pero lo bastante cerca para poder actuar en caso de alarma. Se lo agradezco. Saben que incluso su presencia me altera.

Esta casa tiene dos pisos y un garaje. No es antigua, aunque necesita arreglos urgentes. Entiendo que la eligieran como escondite, porque se trata de un lugar tranquilo, situado en una zona poco frecuentada. Nadie cuida el jardín, rodeado por un grueso muro apenas visible bajo la hiedra que lo cubre. Creo que ese lugar es un fiel reflejo de la vida, del mundo. En algún momento del pasado, alguien plantó flores y organizó con cuidado el espacio. Vano intento, sin sentido, como ocurre con todo lo civilizado. En cuanto se abandona el esfuerzo del orden, la naturaleza retorna al origen: lo salvaje. Ahí, en ese jardín, todo es brutal, todo crece sin medida o respeto, de forma caótica y desmesurada. En un rincón hay un rosal muerto, quizá asfixiado por las malas hierbas.

A veces, como ahora, lo contemplo y pienso en la supervivencia del más fuerte. En el hambre de la bestia. En lo frágil. En lo bello.

Estoy sentada en la cocina, con un café y una tostada que apenas he probado. Tengo la sensación de llevar horas mirando ese jardín. Intenté leer el periódico. Sonia me lo trae cada día, supongo que cree que lo necesito como refuerzo, que voy a la deriva de forma peligrosa y no debo cortar amarres con la realidad. Pero es que cuentan lo de siempre, las mismas miserias de siempre, algo que acrecienta la furia de esa tormenta que vive en mi interior. Así que lo he dejado sobre la mesa y miro, distraída, por la ventana. Intento no pensar, pero pienso mucho. De momento, es lo único que hago.

—Graciela, ¿estás preparada? —dice Sonia. Entra en la cocina mientras se ata una coleta de caballo, sin prestar demasiada atención a cómo pueda quedar. Es lo bastante guapa como para poder permitirse algo así. Yo nunca he sido especialmente guapa, pero hubo un tiempo en que tampoco fui un monstruo. Me doy cuenta de que estoy acariciando la cicatriz de mi mejilla y aparto la mano—. No creo que tarden en llegar.

—No me llamo Graciela, te lo he dicho cien veces. Soy PekinP y si no me llamas así no te contestaré, ni siquiera a ti.

—Cierto. Perdona. —Sé que no se le ha olvidado, que llamarme Graciela forma parte de su intento de normalizar mi identidad, por decirlo a mi manera. Deja caer el nombre y espera que algún día ya ni me dé cuenta, y lo acepte como si nada, como lo lógico. No entiende que ya no hay, ni habrá nunca, nada de normal en mí y que la parte de mi identidad que sobrevive, es la mala hierba dispuesta a abrirse paso, a costa de lo que sea—. Pero termina, por favor.

—¿Quién viene?

—Te lo dije ayer. Van a tomarte declaración. —El corazón me da un vuelco. Oh, sí, ahora lo recuerdo. Viene un juez a escuchar todo lo que tengo que decirles. De pronto estoy nerviosa. Me pregunto si traerán papel suficiente para contener todo, todo, todo eso. Si me saldrán las palabras, si seré capaz de verbalizar la tormenta o solo se oirá el bramido de su viento huracanado, cuando abra la boca... Debo mostrar un aspecto muy sombrío, porque Sonia me mira con más atención.

Parece preocupada y se explica:

—Pero solo si te sientes preparada para algo así. No hay ninguna prisa, PekinP. —Usa ese nombre para hacerme sentir segura y apoyada, que sepa que tengo el control en esa decisión. Odio sentir que no es espontánea, que la nuestra no es una relación normal; que intenta manipularme, aunque sea por mi bien. Es una psicóloga y está aquí para ayudarme, soy un caso profesional, su trabajo. A pesar de todo en mi interior, se lo agradezco—. ¿Quieres que les diga que es mejor dejarlo para otro día?

Ojalá pudiera. Ojalá fuese posible olvidar todo esto y poderme marchar, convertirme en alguien anónimo y sin pasado. No quiero volver a recordar todo aquello. Pero soy un monstruo. Mi destino es rugir por siempre mi odio y mi miedo.

—No, está bien. Cuanto antes lo hagamos, mejor.

—Estupendo. —Sonia me coge la taza sin preguntar y va hacia el fregadero, donde empieza a lavarla. No me importa, el café que queda está ya frío —. Entonces, date prisa, anda. Están al llegar y por lo que sé, el juez dispone de poco tiempo.

Salgo de la cocina y me dirijo a mi habitación. Tengo pocas cosas, total, da lo mismo. Me pongo los vaqueros, una camiseta y me calzo unas deportivas, todo en un minuto. Me cepillo los dientes, me peino sin demasiado entusiasmo y miro un segundo al espejo para comprobar el efecto general, antes de apartar la vista. No soporto verme, esa imagen reflejada me espanta y más aún la idea de fijarme en mis ojos. Para lo que necesito, ese vistazo rápido es más que suficiente. Nada ha cambiado en mi cara desde ayer, como no sea que ha desaparecido el cansancio.

Nuestros visitantes son dos hombres. Apenas puedo enfrentarlos sin sentir en el pecho un peso que me agobia y me quita la respiración, una presión que casi llega a hacer daño. Pero compongo un retrato aproximado de ellos con la ayuda de miradas de reojo, con el sonido de sus voces o la impresión que me da el modo en que se mueven… El mayor tendrá unos sesenta años, un caballero elegante, muy cortés, aunque está acostumbrado a que se haga su voluntad, se nota en su tono. Es curioso el contraste entre su pelo oscuro y su barba blanca. Se presenta como Ernesto Clavé y es juez. Nada más llegar, saca un reloj de esos de bolsillo y mira la hora; parece estar comprobando el tiempo del que dispone. Debe ser verdad que tiene prisa.

El otro se llama Aitor Vidal. Es el Secretario del juzgado o algo así. Se trata de alguien bastante más joven, tendrá unos treinta y cinco años, y está muy pálido. Me inspira cierta simpatía, quizá porque lleva un corrector en los dientes y gafas. Pobre diablo. No controla su vida y forcejea para conseguirlo, como me ocurre a mí misma.

Cuando Sonia nos presenta, Clavé alarga la mano para estrechar la mía, pero retrocedo. No quiero que me toque, no me gusta que me toquen. Quizá se lo han dicho porque es él quien murmura una disculpa. Vamos al comedor, es la mesa más grande de la casa. Me siento en un lateral y el juez lo hace en el contrario, quedamos frente a frente. El secretario enciende una videocámara y se dispone a seguir nuestras palabras y cada movimiento a lo largo de la conversación. Esto me molesta, no lo esperaba. No me gusta que me graben. Se lo digo, pero él asegura que es necesario.

—Vamos a hablar tranquilamente de lo que le ha sucedido, Graciela —me dice el juez, para centrar la situación y hacer que me olvide de la cámara —. En el centro geriátrico donde trabajabas… —Duda un segundo y su ayudante le señala algo sobre un papel —, Años Dorados, denunciaron tu desaparición hace semanas. Yo fui el juez que llevaba el caso desde que me pidieron autorización para entrar en tu piso... Has aparecido cerca de Huesca y hay quien piensa que deberían tomarte declaración en aquella audiencia provincial…, pero he peleado para seguir ocupándome yo. Los dos sabemos que demasiados peces han escapado de la red en Huesca, ¿verdad, Graciela?

—Me llamo PekinP —le digo, brusca. Él me mira con expresión de sorpresa, comprueba sus documentos. Algo titila en sus pupilas y asiente.

—Entiendo. Discúlpeme, PekinP, lo recordaré. ¿Ese nombre significa algo en concreto? —Me limito a encogerme de hombros. No quiero hablar de eso. Ni siquiera le incumbe y lo comprende, así que prosigue con su tarea—. Bien, señora PekinP, si se siente en condiciones, me gustaría que me cuente con detalle lo que le ha sucedido. Por favor, tómese el tiempo que necesite. —Ese comentario es de agradecer, sobre todo porque sé que tiene cierta prisa. Pero ya he dicho que es un hombre cortés. Da la impresión de que de verdad desea ayudarme—. Si quiere, puede intentar hacerme un resumen y luego juntos vamos ampliando datos.

Asiento, sin poder evitar un profundo suspiro. Enorme, de verdad. Como cogiendo aire antes de arrojarme a una piscina de aguas negras y pesadas.

—Conocí a un hombre en Años Dorados —empiezo. Y mi memoria regresa a aquellos días, a aquella normalidad que ahora me resulta tan sorprendente y extraña. Al rostro de Tarín, sonriendo en la sala de la tele. Siempre bromeaba con algún vejete. Tan alegre. Tan falso—. Venía a ofrecer productos para atender a los ancianos. Era representante de distintas marcas. Se llamaba… bueno, supongo que se llama, Tarín y es checo. Él… —No puedo evitar un estremecimiento de asco—. Me parecía guapo, me atraía. Además, era simpático y me hacía mucha gracia lo mal que hablaba el castellano. Por eso, casi sin darme cuenta, empezamos a salir. Me trataba bien y me gustaba. Me gustaba mucho…

—¿Se encuentra bien, señora PekinP? —pregunta el juez. Lo miro sorprendida y entonces me doy cuenta de que me estoy haciendo daño, completamente rígida, apretando los apoyabrazos de la silla. Tengo los nudillos blancos.

—Sí. —No. Nunca voy a volver a sentirme bien. Ni siquiera aunque consiga mi objetivo. Pero tengo que hacerlo, igual que tengo que contestar estas preguntas y recordar todo ese horror.

Sin consultar, Sonia me acerca un vaso de agua. Lo agradezco y bebo un sorbo.

—Un día… —prosigo, aunque mi voz suena tan débil que me enfurece. Carraspeo y lo intento con más fuerza—. Un día me propuso ir a pasar un fin de semana por ahí. No llevábamos mucho tiempo saliendo, pero sí el suficiente, así que me pareció bien. Yo confiaba en él…. En un hotelucho de esos de carretera tomamos un café y después… —Trago saliva, al llegar a la parte oscura—. Bueno, cuando desperté estaba atada a una cama, en un lugar desconocido. Tarín no estaba, no he vuelto a verle más. Permanecí mucho tiempo en un pabellón donde había otras chicas. —Me remuevo en la silla, porque me siento como una olla a presión. No quepo dentro de mi cuerpo. No quepo en esta habitación, en esta maldita casa—. ¿Tengo que contarle lo que nos hacían?

—Me temo que sí. Pero tenga en cuenta que yo no soy su enemigo, señora PekinP. Al contrario. Solo estoy aquí para intentar ayudarla. Ha sufrido usted mucho, es algo que resulta evidente. —Me mira con compasión. Cómo lo odio—. Ayúdeme y juntos haremos que lamenten lo que hicieron.

Me cuesta respirar. No creo que sirva de nada, pero debo obligarme a seguir los trámites. Si el sistema no funciona, yo sí que haré que lo lamenten. Asiento.

—¿Le hago la descripción completa o la abreviada?

—Eso, lo dejo en sus manos. Cuéntemelo como mejor prefiera. Pero recuerde que, cuantos más datos nos dé, mejor. Todo puede sernos útil.

—Bien. —Tardo unos minutos en continuar. Es que mi mente tiende a perderse en las sombras de aquel lugar. —Había poca luz, pero aprendí a conocerlo bien en el tiempo en que estuve allí —. Hacía frío, mucho. Los suelos eran de baldosas, tan sucias que nunca supe cuál era su auténtico color. Las paredes eran de cemento áspero. El techo quedaba muy alto. Siempre se oían gritos y llantos. Y risas, también esas risas inhumanas… La vida allí era un infierno. Pero lo peor no es eso que ustedes están imaginando, no éramos nosotras. Había niños, ¿lo entiende? —Clavé palidece más aún—. Sí, niños. Niños pequeños. Los veíamos, cuando los trasladaban de un lado a otro del pabellón, y luego escuchábamos su llanto aterrado. Golpes. Gemidos. Las risas de esas bestias. —Clavé parpadea. Vidal ha olvidado su cámara. Sé que Sonia está intentando contener las lágrimas, aunque no la tengo a la vista—. Después…

—¿Después?

Me encojo de hombros.

—Los niños desaparecían, no volvíamos a verlos. Resistían menos que nosotras. —Apoyo la cabeza en el respaldo de la silla. Me siento agotada—. Aquellos hombres eran como fieras, no tenían compasión.

Clavé hace una mueca, medita algo y toma nota en sus papeles. Mientras, pregunta:

—¿Podría reconocer a sus secuestradores? ¿O quizá usaban alguna máscara u otra cosa para evitar que los vieran?

Eso casi me hace reír.

—No, no usaban nada. No tenían miedo a ser recordados porque no pensaban dejarnos con vida. Podría reconocerlos, sí. —Clavé me observa, como si intentara estar seguro de que hablo en serio—. Búsquenlos y yo les diré si son ellos y lo declararé en un juicio. Encuéntrenlos, porque si no lo hacen, lo haré yo.

—Señora PekinP, puedo entender cómo se siente, pero…

—No, usted no entiende nada, señor —le corto, con brusquedad—. No sabe cómo me siento. Ni de lejos se imagina cómo me siento. Ni se atreva a insinuarlo.

Clavé es un hombre inteligente: Se muestra avergonzado.

—Lo que quiero decir es que entiendo que ha sufrido mucho. De verdad que sí. Pero no puedo aprobar que alimente la idea de la venganza, porque no es bueno, en ningún sentido. No debe pensar en venganza, debe pensar en justicia, y en tratar de evitar que otras jóvenes tengan que vivir esa misma situación. Encontrar y castigar a esos hombres sin escrúpulos no es su tarea, señora PekinP, es la mía. Es mi obligación. No puedo hacerlo sin su ayuda, por eso estamos aquí, hablando; pero usted no debe hacerlo sin la mía. Por favor, confíe en mí. Deje que la ayude en esto. Colaboremos.

No puedo negarlo: casi me ha convencido. Habla con tanta determinación, tanta aparente sinceridad, que me pregunto si puedo confiar en él. En todo caso, no pierdo nada por concederle un tiempo.

—Puedo ayudarles haciendo un retrato robot de cada uno —le digo y él asiente, agradecido—. Ya declaré en su momento que eran cómplices todos ellos. Disfrutaban juntos, aunque se turnaban, a veces para mirar, a veces para torturar ellos mismos. Siempre trataban de inventar cosas que fueran más salvajes que las de los otros, en una especie de competición que los hacía reír a carcajadas. Para ellos no éramos personas, ni siquiera éramos reales, supongo. No soy capaz de imaginar qué piensa alguien que se divierte de ese modo. Los he visto torturar y matar sin que les tiemble el pulso. Lo que nos hacían era solo un entretenimiento… —tras un momento de ahogo, mi voz recupera fuerza y pasión—. El mayor, el que parecía llevar la voz cantante, era bastante calvo y tenía en el cráneo una mancha con forma de champiñón, de color marrón. Otro siempre llevaba un colgante con una cruz de oro muy peculiar y un nombre grabado: Elisa. Tenía los dedos muy extraños y pisaba mal, de hecho alguna vez le vi cojear. El más violento conmigo era un pelirrojo, de unos cuarenta y cinco años. Él..., usaba una moneda de oro que cortaba, cortaba como un cuchillo…, y su boca era asquerosa, rodeada por una mancha oscura. —Suspiro, intentando superar las náuseas—. Todos los hombres desnudos tienen alguna peculiaridad. Claro que podría señalarlos, mil veces, en mil juicios, escogiéndolos de entre una multitud de millones. Reconocería sus manos, sus ojos, el olor de su aliento, en cualquier parte. —Me pongo en pie con brusquedad—. Ustedes busquen las pruebas y yo haré que sirvan.

Voy corriendo al baño. Mientras vomito, oigo la puerta. Se van. Sonia se reúne conmigo me dice que el juez no ha querido molestarme más, que si necesita volver a entrevistarme concertará otra reunión. Me alegro.

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12 días después
Arawna

Día 11 - Concha

Olía a tabaco aunque ya no se permitía fumar tampoco allí. El olor que tanto tiempo había vestido aquel despacho había impregnado hasta el recuerdo y, aunque hiciera meses que no se viera pasear el humo por su aire, lo cierto era que olía a tabaco.

Vio las cenizas de su esposo moverse formando una serpiente que giraba sobre sí misma. Concha cerró el estuche con rapidez. No se molesta a los muertos. Una chica joven, a la que no conocía, vestida con vaqueros y camisa de cuello duro, la hizo pasar y la invitó a sentarse en el sofá de la sala de espera. El mismo que Concha había mandado tapizar hacía lustros. No era agradable que te recibieran como una extraña en tu casa. Aunque ese despacho nunca había sido suyo, sí que fue el de su marido. La nueva secretaria no le cayó bien.

Después de veinte minutos de espera. Cuando su paciencia y consideración estaban llegando a su fin, oyó abrirse una puerta al fondo del pasillo. Emilio apareció, pocos segundos después, azorado y serio:

—Acaban de avisarme de que estabas aquí, perdona, no te hubiera hecho esperar —Le tendió el brazo para ayudarla a levantarse. Ella lo hizo sin ayuda. Solo cuando estuvo de pie ante él, aceptó el apoyo.

—No te preocupes, estas cosas pasan. No la vayas a reñir —dijo apretando con cariño la mano áspera de su amigo.

—Algo tendré que decirle —contestó él con muestras evidentes de enfado —. Vamos dentro.

—Vamos.

Atravesaron el frío corredor y entraron en la habitación que había al fondo, junto al patio de luces. Era la más pequeña y humilde pero resultaba acogedora. Una elegante mesa de caoba, estilo Luis XV, separaba el sillón del abogado de dos pequeñas butacas; detrás, una librería cargada de volúmenes, vestía la pared. En ella había libros vivos, Concha percibió su calor.

La jueza tomó asiento. Emilio superó el escritorio, se recostó en su sillón y la miró fijamente. Ella sorteó la pregunta muda que le hacían aquellos ojos y fijó su atención en la única foto que adornaba el espacio. Se vio a si misma, sonriente y joven, abrazando a dos chicos. El de la derecha, fue su marido. El de la izquierda, era el hombre que tenía enfrente. Una línea roja unía la instantánea con los dedos de su amigo. Supo que, no hacía mucho, el abogado había sostenido aquel marco entre sus manos. Sonrió por dentro y rompió el silencio:

—¿La has conseguido? —preguntó sin circunloquios. Nunca se andaba por las ramas.

—Sí —contestó él sin mover un músculo.

— ¿Me la vas a dar? —Estaba claro que la quería ver suplicando. Lo haría. Era un coste bajo para el favor que estaba a punto de hacerle.

—No lo sé. Antes, quiero saber para qué quieres una pistola limpia.

—Para hacer cosas sucias —La jueza se rio de su propia broma.

—Evidente. Formulo de nuevo la pregunta: ¿qué cosas sucias quieres hacer?

—Sabes que no voy a responderte, Emilio. Fue lo primero que te dije: «Te voy a pedir un favor, si quieres me lo haces, si no, no; pero no me hagas preguntas». No puedo contestarte. No querrías conocer la respuesta, créeme.

—Me preocupo por ti —contestó él. Su cara ya reflejaba la derrota. Abrió un cajón de su mesa y la sacó.


Una hora más tarde, Concha se dirigía a su casa con una pistola envuelta en un trapo dentro de su bolso. Aún llevaba la nariz impregnada de olor a limón. Sin duda, el amor huele bien. Emilio la quería. Nunca se lo había dicho, ni siquiera ahora que era viuda. Siempre sería la mujer de su amigo para él. Era mejor así. Además, ahora iba a estar muy ocupada matando criminales y buscando técnicas que la ayudaran a sortear la trampa del olvido.

Paró un taxi que la dejó en la puerta del edificio donde vivía, a las ocho en punto. Era posible que su hijo no estuviera en casa a aquella hora. Subió por la escalera y, una vez en el rellano, introdujo la llave en la cerradura invocando a la suerte. Un fuerte sonido a hueco le llenó los oídos. No había nadie. Olía a frío, eso significaba que hacía mucho que Vicente se había marchado. Debía encontrar un escondite deprisa. Volvería pronto. Como no se le ocurría nada, se dedicó a recorrer la casa encendiendo luces. A veces las cosas venían solas hacia ella, y así ocurrió. La melodía que tanto le había costado ahogar, volvió a oírse. Se dirigió al salón y se paró frente a la vitrina en la que guardaba la vajilla y algo más: lo que quedaba de su esposo.

La urna la miraba. No. Allí no podía guardar la pistola. Cierto era que aquel mueble era el único que podía cerrarse con llave de toda la casa, pero una urna fúnebre no era un lugar apropiado para guardar nada que no fueran cenizas. Podría usar la sopera grande de porcelana de La Cartuja. Descartó la idea. En realidad Concha sabía que no podía luchar contra sí misma. Algo dentro de ella creía que la pistola estaría segura junto a las cenizas de su difunto y su sinestesia no la dejaría ocultar el arma en otro lugar. Claudicó.

Habían elegido en la funeraria un recipiente especial. Se asemejaba a un arcón pequeño, de madera tallada. Constaba de dos compartimentos, en uno se depositaban las cenizas, en el otro algún recuerdo del fallecido, un objeto querido por él, fotos o lo que fuera.

Iban a ir al cementerio del pueblo de los abuelos a enterrarlo, pero no habían encontrado el momento adecuado. Al principio, Concha y su hijo miraban el estuche con cierto respeto, pero el tiempo le fue quitando importancia al muerto y acabaron olvidando que las cenizas estaban allí.

Se acercó al mueble, giró la llave en la cerradura. Volvió a escuchar la música que salía del cofre. Con dedos temblorosos sujetó uno de los tiradores. Contaba con el cincuenta por ciento de posibilidades de encontrarse mirando restos mezclados de ataúd y hombre o un espacio vacío. Por segunda vez aquel día, invocó a la suerte y tiró del pequeño pomo. En esta ocasión, no le sonrió la fortuna. Vio las cenizas de su esposo moverse formando una serpiente que giraba sobre sí misma. Concha cerró el estuche con rapidez. No se molesta a los muertos.

El otro compartimiento sí estaba vacío. Sacó la pistola del bolso, sin miedo ni respeto, y la guardó. Después cerró la vitrina, echó la llave y se la colgó al cuello, junto con el búho de oro, regalo de su padre, que siempre llevaba consigo. La música cesó. La jueza se desplomó en el sofá. En ese instante, la puerta de la calle se abrió y Vicente cruzó el umbral. La saludó levantando la barbilla y marchó a su dormitorio. Desde donde estaba, Concha pudo oler el alcohol y el tabaco. También vio la marca caliente de unas manos en su cuello, en su culo y en su paquete. Había que felicitarle. Gordo, calvo y en paro, todavía ligaba.

Concha se acostó pronto y durmió de un tirón. Despertó descansada y eso era una novedad. Los últimos meses habían sido un suplicio. Luchaba contra dos frentes: el alzhéimer y Vicente. No podría decir cuál de ellos era la peor enfermedad.

Vicente se presentó sin avisar un año atrás. Con una maleta pequeña de ruedas y una mochila cargada al hombro. Llamó al timbre y cuando ella abrió le dijo: «Felicidades, mamá. Te ha tocado un hijo parado de vuelta a casa». Concha se quedó con la boca abierta y el corazón pesado. Sintió mucha lástima por él. Vio el fracaso dibujado en su cara y su autoestima haciendo aguas a su alrededor.

Trató de que se sintiera cómodo en casa. Cambió la colcha de flores, que había puesto en el cuarto de invitados, por una más masculina y vació el armario de abrigos para que pudiera disponer de él.

Un año después de que la madre le tendiera la mano, se había comido hasta el hombro y Concha estaba harta de trabajar en casa para un hijo que no hacía más que ensuciar, comer y escuchar heavy metal a todo volumen.

Aquella música le daba dolor de cabeza y hasta de estómago. Le cortaba la digestión. Los vecinos habían llamado quejándose en repetidas ocasiones pero él no hacía caso y ella se comía la vergüenza hasta que un día aparecieron en su puerta dos policías a las once de la noche. Concha les abrió en camisón y bata. Ellos la reconocieron. Casi todos los policías conocen a los jueces, antes o después pasan por todos los juzgados para declarar en los procedimientos en los que han colaborado. No pudieron ocultar las sonrisas, supo que al día siguiente su nombre estaría en boca de todos en la comisaría.

Los despachó cómo pudo y hecha una furia irrumpió en el dormitorio de su hijo. Estaba tumbado en la cama mirando al techo. Sin dirigirle la palabra, ella arrancó del enchufe el cable del equipo de música que tenía sobre la mesa, lo levantó entre sus brazos y se lo llevó al baño. Antes de que a Vicente le diera tiempo de quejarse, había puesto el tapón a la bañera y abierto el grifo. Fue el inicio de las hostilidades entre ellos.

Concha no volvió a hacerle la cama ni a ordenarle el cuarto. Dejó de recoger su ropa sucia y devolvérsela planchada a sus cajones. Se desentendió del enorme apetito de su hijo y regresó a sus verduras y filetes a la plancha. Pasaron a ser solo compañeros de piso.

Vicente se vengó de ella violando la norma de no fumar en casa. Empezó a hacerlo en todos sitios, incluido el baño. Pocas cosas más podía hacer por molestarla que no hiciera ya antes. Esparcir un poco más su ropa sucia, dejar el fregadero hasta arriba de platos y vasos sucios esperando que ella los lavara. Entrar y salir sin avisar. Sus pocas luces aún no le habían dado para encontrar algo con que pudiera fastidiarla de verdad, aunque Concha intuía que andaba en su busca pero, por el momento, se toleraban y la tensión entre ellos había bajado de intensidad. Estar enfadado es un trabajo demasiado costoso como para hacerlo eterno.

Tras una ducha rápida y una pasada fuerte de cepillo por el pelo, la jueza se dispuso a salir. Ni siquiera ver que su hijo seguía durmiendo, la puso de mal humor. Al pasar por delante de su habitación, se decidió a entrar y, aguantando la respiración, levantó la persiana hasta que los topes chocaron contra el marco, descorrió las cortinas y encendió la radio. Después se acercó a la cama y miró al joven en que se había convertido su niño. No era mal chico, solo un poco tonto. Lo besó en la frente y se marchó.

El autobús ya estaba en la parada cuando Concha llegó, tuvo que acelerar el paso para no perderlo. Se sentó donde siempre, justo detrás del conductor y se perdió en sus pensamientos durante el recorrido. Vio el edificio de los juzgados acercarse y se preparó para bajar. Entró por la puerta principal, pasó el bolso por el escáner y sonrió al guarda de la puerta. El ascensor la dejó en la cuarta planta y se dirigió a su Juzgado. La antigua puerta de madera, que daba acceso al mismo, estaba abierta y, tras ella, había una sala en la que se apiñaban cinco mesas, cinco funcionarios y miles de expedientes. Traspasar aquel umbral era como hacer un viaje en el tiempo a los años 70. Las librerías de metal, los cerramientos de las ventanas, las paredes, las caras, las manos, los corazones, todo era gris.

Las líneas rojas que partían de los ojos de las personas, y que enmarañaban el espacio de la habitación, se ordenaron en una sola dirección y se concentraron en ella. Concha saludó sin reconocer a nadie y atravesó la estancia hacia su despacho. Quedó paralizada al ver lo que había detrás de la puerta. Sentada en su sillón estaba Julia. Una compañera jueza, más joven que ella, con fama de trabajadora. Se sorprendió al verla, sus ojos se hicieron más grandes. Se levantó presta y la saludó:

—¿Qué pasa, Concha?, ¡qué alegría verte por aquí otra vez! ¿Puedo ayudarte en algo?

Las palabras llegaron a sus oídos envueltas en sorpresa. Las acompañaban un fuerte golpe de viento gris que tiró las carpetas que había sobre la mesa del despacho. Los papeles comenzaron a volar por la habitación sin que su compañera diera muestras de verlos. Concha manoteó ante su cara para evitar que los folios se le quedaran pegados a ella. Tardó pocos segundos en reaccionar, estaba en su antiguo juzgado, había olvidado que hacía cinco años que la habían trasladado a la planta de arriba. En el momento en que comprendió lo que sucedía, los papeles volvieron a su sitio.

—Nada, Julia, solo venía a preguntarte cómo estás y qué tal va todo por aquí —consiguió decir controlando el galope de su corazón.

—¡Pero si estuviste aquí la semana pasada!, ¿ya no te acuerdas? Creo que con la edad te estás volviendo nostálgica ¿Echas de menos esta cueva? ¡Si arriba hay más luz!. Creía que estabas contenta.

—Y lo estoy, lo estoy, Julia. Bueno, me voy ya. Un día de estos tenemos que tomarnos un café —dijo Concha y agarró con fuerza el picaporte antes de salir.

—Cuando quieras, compañera, cuando quieras —respondió Julia sentándose de nuevo y volviendo a zambullirse en los papeles que tenía sobre la mesa. Bajo su nariz, antes de irse, Concha alcanzó a ver una sonrisa suave.

Se dirigió a su juzgado actual y se alegró de que estuviera aún dormido. La mitad del personal andaba desayunando. La otra mitad de charla. Hasta que no dieran las diez y media —cuando aparecían por allí los abogados o los citados a declarar— no estarían funcionando a pleno rendimiento. Su equipo pondría su mejor cara de palo para atender a los ciudadanos. Cuando ella estaba presente fingían amabilidad, pero sabía que en cuanto desaparecía, volvían a poner las caras de vinagre. Por eso nunca cerraba la puerta. Aquel día era diferente. Cruzó la sala sin saludar y se encerró en su despacho.

Sentada en su sillón giratorio, miró los montones de expedientes que se elevaban sobre su mesa formando dos columnas. Los de su izquierda, aún sin juzgar, esperaban a ser repasados por la Jueza antes del juicio. A los de su derecha, solo les faltaba la sentencia. Tan importante un montón como el otro.

De aquellas carpetas marrones se escapaban los papeles como lenguas burlonas. Era imposible mantenerlos ordenados. No cabían. Declaraciones testificales, pruebas periciales, informes privados. Era un milagro que no se traspapelaran.

Bajo los que esperaban el dictamen final, Concha había escondido una enorme carpeta. Con cuidado, fue apartando los expedientes que la ocultaban. No podía retrasar más la resolución aunque quisiera, se agotaba el plazo. Creía que se enfrentaría a ese momento con gran desazón, sin embargo lo hacía con valor y sin pena. Dictaría una sentencia favorable al imputado. Recordó su cara deforme en el juicio, una enorme raja le recorría toda la mejilla derecha, dejando a la vista la dentadura amarilla y formando una macabra sonrisa. Era culpable pero no había pruebas. Concha veía aquella carpeta envuelta en llamas, por eso la había apartado de su vista. El fuego se le clavaba en los ojos hasta el punto de hacerla llorar. No le tembló el pulso cuando puso la palabra INOCENTE. De saber lo que le esperaba, aquel hombre habría deseado salir culpable.


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Arawna

Día 12 - Sebastián

La cena

No funcionó. Sí que se puso de buen humor, al menos el tiempo que no le hablé de mi madre, pero en el mismo instante en que la mencioné, la sonrisa desapareció de su afilada cara y cambió los cumplidos hacia mi destreza culinaria por el silencio más incómodo que recuerdo.

Continuó masticando con todo el ansia que su hambre le producía, así me demostraba su desdén. Verlo comer era un espectáculo que poca gente había podido contemplar o, por lo menos, que lo hubiera hecho y continuara vivo. Desencajaba la mandíbula a voluntad para conseguir imprimir a cada mordisco una fuerza sobrehumana, tanto, que era capaz de fracturar huesos de un solo bocado. A mí ya no me sorprendía ni me impresionaba por más que el viejo lo intentara. Había visto hacer cosas increíbles a mi padre, pero siempre cuando era esclavo de su sino, de su insaciable apetito. Quizá por eso había pasado desapercibida esa nota en el cuaderno en la que aseguraba no enfermar nunca. Lo cierto era que yo no le había conocido dolor o indisposición alguna, aunque tampoco le había dado importancia. Cuando eres un niño siempre ves a tu progenitor con una salud de roble, inmune a los males, imperecedero; eterno. Sin embargo, como en el caso de tantos y tantos críos, por más que yo hubiera visto al viejo como algo inmortal, él moriría. Don Sebastián Alenda Cobarro, con su grandeza, la diñaría como todo el planeta. No pude evitar sonreír al pensarlo.

—¿Se puede saber de qué te ríes?

—De nada importante papá —mentí mientras trataba de deglutir un trozo de carne y le mostraba otro pedazo trinchado en mi tenedor —. Tan sólo recordaba al tipo al que le pertenecía todo esto…

—No se debe presionar a los Alenda, hijo. Eso es algo que se debe aprender pronto en este negocio —dijo sin parar de masticar —. Tenemos un nombre y una posición que mantener. Si alguien osa amenazarnos debe pagar de inmediato. Si no lo hace, otros vendrán con la misma cantinela.

—Lo sé, padre. Me has instruido bien —atajé y añadí esa frase que tanto me repetía —. Que el hambre se pueda leer en tu mirada.

Él siguió a lo suyo mientras yo rememoraba el episodio vivido apenas unos días antes.

Yo había abierto la puerta cuando llamó, como en tantas otras ocasiones. Todo el que entraba en la casa me tomaba por alguna suerte de mayordomo deforme, de hecho yo interpretaba el papel con soltura y obedecía al viejo sin ofrecer réplica.

­—Nadie debe saber que eres mi hijo o los que me quieren ver muerto irán por ti —me había dicho muchas veces. Yo me mostraba aun más dócil para interpretar ese papel de sirviente. Abría puertas, mostraba caminos y atendía todo tipo de llamadas y encargos. Mi padre no solo me lo permitía sino que, además, me animaba a continuar para que estableciera lazos y contactos con las fuentes.

—No es más poderoso quien más tiene, sino quien más conoce —me había repetido una y otra vez. Yo lo creía, no en vano él era quien era gracias a su gigantesca red de confidentes y chivatos.

La enorme visita llegó envuelta en aires de soberbia y la mirada cargada de vanidad inútil. Entró como un maremoto irrumpe en una localidad costera… No quedó florero, mueble o marco de puerta que quedara en pie tras su paso furioso. Yo seguí su camino desde la entrada mientras imaginaba al viejo ya en el refugio de la urna de cristal blindado. También me reí entonces. No pasaría demasiado tiempo hasta que el pobre iluso decorara con su gigantesco cuerpo la alfombra india del salón.

Pude escuchar el estruendo de su puño al golpear la mampara mientras llegaba a la sala de grabación. Desde el sistema cerrado de video podía contemplar cada rincón de nuestro hogar incluidos los más nimios detalles. Cuando alcancé mi silla, advertí el gesto de confusión de aquella cara embrutecida, musculosa. Sin duda no le gustaba lo que el viejo le debía estar diciendo. Puse el sonido y escuché.

—Devuélveme la pasta que te di y no te mataré —dijo la visita.

—Cuando viniste en busca de información, ya me pareciste idiota —replicó mi padre mientras clavaba su mirada en las pupilas de aquel ser humano colosal —. Aunque nunca creí que tu estupidez llegara tan lejos.

Nuestro invitado reculó. Dio un paso atrás mientras apartaba la mirada de papá. Pude leer entonces, en las aristas de aquel rostro, la incertidumbre que precede a la elección equivocada.

—No solo te mataré, anciano. Sino que te haré sufrir hasta que supliques una clemencia que no te daré —gritó el hombre al tiempo que golpeaba el cristal de nuevo, con ambas manos en esta ocasión. La urna aguantó la embestida sin moverse un ápice y mi padre se levantó para responder.

—Acabas de firmar tu sentencia.

Los cristales comenzaron a separarse justo al pronunciar la última palabra. Yo ya había visto esa escena decenas de veces: el viejo se levantaba del sillón, pulsaba en el lugar que debía para abrir la urna y se ponía una máscara de gas sobre la boca y nariz. Antes de que pudiera sufrir un ataque el invitado ya había perdido el conocimiento.

Aquel sistema lo consideraba nuestro seguro de vida y no había mes que no me sometiera a la prueba del sillón; un examen profundo de cada botón o palanca que debía conocer al dedillo y manejar con discreción durante las conversaciones que mantuviera.

Seguí deambulando por mi memoria de días atrás unos segundos cuando un sonido que ya conocía quebró los recuerdos y me devolvió a la realidad. El portero automático zumbaba con insistencia y el viejo me miraba interrogante desde el otro extremo de la mesa.

—Ve a recibir a quien sea. Yo guardaré esto. Si ves que puede ser peligroso activa la urna para que pueda recibirlo seguro.

Cuando llegué al telefonillo, encendí la cámara. Al otro lado de la verja que rodeaba la casa se encontraba un tipo alto que vestía un traje entallado. Tenía rasgos atractivos, con las líneas de la mandíbula y pómulos bien definidas. Sus ojos eran grandes y oscuros. Miraban de un lado a otro, inquietos, hasta que mi voz sonó a través de la línea.

—¿Quién es?

—Disculpe. Me gustaría hablar con Don Sebastián Alenda —dijo acercándose al micrófono con una voz juvenil que me cogió desprevenido —. ¿Podría recibirme?

—Dígame de qué asunto se trata y se lo comunicaré al señor —respondí.

—Le traigo información que será de su interés.

Corté la conversación. Aquel hombre no era uno de nuestros informadores aunque nunca estaba de más ampliar la red. Por eso le abrí para guiarlo luego hasta el salón con una bandeja de plata en una mano y un cutter en el bolsillo. Cuando mi padre recibía a las visitas sin protección yo ejercía de guardaespaldas mientras fingía ser el mayordomo.

—¿Señor Alenda?

—El mismo —respondió mi padre.

—Me llamo Julián Salmerón y vengo a ofrecerle algo que no podrá rechazar, señor. Su casa está en una ubicación privilegiada y le interesa a una promotora inmobiliaria de gran capacidad económica. Queremos comprársela.

—Lo lamento, pero no está en venta.

—Lo estará señor Alenda, aunque no lo esté ahora, estamos dispuestos a pagarle más de dos millones de euros por su propiedad —insistió el hombre, que sonreía creyéndose ganador en aquella negociación inesperada. El viejo sin embargo se levantó y comenzó a alejarse de él.

—Márchese, no quiero seguir hablando con usted. La casa no está en venta a ningún precio.

—No le aconsejo que rechace nuestra oferta, señor Alenda. Mi empresa sabe ser muy persuasiva —dijo altivo el comercial.

—Espero que no me esté amenazando porque no suelo llevar muy bien esas cosas —dijo quieto, desde la puerta, sin molestarse en girarse siquiera.

—Nosotros no amenazamos, señor. Ofrecemos oportunidades y si nos rechazan, actuamos en consecuencia.

—Lárguese de aquí antes de que le arranque la lengua, señor Martínez. El servicio le acompañará hasta la puerta de nuevo. No vuelva nunca.

Acompañé al tipo de la inmobiliaria a la salida sin ofrecerle siquiera una mirada. En el fondo había tenido suerte, aunque él no lo supiera.

—¿No cree posible que ceda el señor Alenda? —me preguntó.

—Lo dudo. No necesita su dinero.

—Quizá no hablemos solo de eso.

—Es posible, pero el señor no le permitirá que hable de nada más. Nunca volverá a recibirlo —le advertí mientras continuaba mirando hacia el recibidor, al fondo del pasillo.

—No hará falta —me dijo y mientras me mostraba un sobre blanco continuó —. ¿Sería tan amable de darle esta carta para que pueda estudiar en detalle nuestra oferta?

—La tirará sin abrirla.

—¿Se la dará de todos modos?

—Se la daré si insiste —mentí.

—¡Perfecto! Aquí tiene entonces —me ofreció dos sobres —. El primero es para el señor Alenda, el de debajo es para usted —agregó mientras cruzaba el soportal y ponía rumbo a la salida.

No esperaba aquello y me dejó confundido sin permitirme reaccionar, lo que provocó que el comercial cruzara el jardín con premura y alcanzara la puerta antes de que pudiera preguntarle nada. Todavía me recuperaba del giro de la conversación cuando comenzó a sonar el interfono. No quise cogerlo sabedor del humor que gastaría papá tras una visita tan inútil. Descolgué con cautela mientras sostenía los dos sobres y la bandeja de plata en la mano contraria.

—¿Se puede saber por qué has dejado pasar a ese carroñero?

—Perdóname padre. Dijo que tenía información para Sebastián Alenda, pero no pensé que fuera de ese tipo.

—¿Pero acaso viste que encajara en el perfil de nuestros confidentes? —me recriminó con ironía permitiendo que su ira se derramara sobre cada palabra.

—Lo lamento de veras papá. Debí hacerle un interrogatorio de primer grado para decidir si era digno de ser recibido en tu salón.

—A lo mejor quien no está a la altura de este negocio eres tú —me respondió duro.

—¡Si me permitieras salir de esta puta cárcel podría decidir qué negocio prefiero!

Colgué sin pensarlo, no quería escuchar más. Estaba cansado de que tan solo pudiera reflejarme en el cristal del espejo que mi padre me ofreciera. Corrí a mi habitación donde me encerré y me tumbé en la cama. Deseé acariciarme, como siempre, y dejar la mente del mismo color que los dos sobres que tenía aún en la mano.

Sin embargo me venció la curiosidad y me puse a intentar adivinar el contenido de las cartas al trasluz. No logré distinguir nada. Dudé, pero decidí abrirlos. Cuando saqué la carta que contenía el primero me acordé del cuaderno que todavía descansaba escondido en un lugar que solo yo conocía. ¿Tendría valor para volver a hojearlo? No lo sabía así que me centré en lo que estaba y comencé a leer.

«Estimado señor Alenda,

Si ha recibido usted esta carta es porque ha decidido rechazar la oferta que le ha ofrecido nuestra promotora inmobiliaria. Quizá usted desconozca el valor del suelo en el que reside y, por eso, ha desestimando nuestra, más que generosa, propuesta económica. No obstante, si así lo deseara, le podríamos hacer un estudio objetivo de valor para que comprendiera la oportunidad que le hemos presentado.

Disculpe que le insistamos en este tema pero somos una empresa ambiciosa a la que no le gusta recibir negativas. Cuando no se quiere contar con nuestra profesionalidad buscamos nuevos caminos para conseguir hacernos entender. Esperamos, de hecho, que estas breves líneas le ayuden a comprendernos y acepte nuestra asesoría inmobiliaria, así nos evitaremos el mal trago que nos supondría tener que acudir a la comisaría más cercana a ofrecer nuestro testimonio jurado de las últimas cosas que hemos presenciado a las puertas de su hogar. No nos gustaría vernos en la obligación de informar a la policía de que ese miembro del cuerpo que ha desaparecido recientemente entró en su domicilio hace un par de semanas.

Somos una empresa honrada que solo pretende la satisfacción de sus clientes, por eso le evitaríamos este aprieto innecesario frente a los cuerpos de seguridad del estado, si accede a negociar el precio de su casa. Sin duda solo la casualidad llevó a aquel guardia de paisano a la puerta de su propiedad la noche en la que no se supo más de él, con lo cual sería mejor olvidarlo.

Esperamos reconsidere nuestra oferta de nuevo. Nos encantaría poder contar con su amistad lo que, sin duda, nos proporcionará sendos beneficios a todos.

Sin más, se despide atentamente Julián P. Salmerón.» 

—¿Será hijo de puta? —me dije en voz alta mientras dejaba la otra carta sobre la mesilla de noche.

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