Del miedo y del olvido.

Altoresso

Lo poco que sé del alzhéimer lo sé por mi abuela. Hoy he ido a verla, y en este caso verla resume muy bien la ocasión. Hay un pozo en sus ojos que produce canguelo. Me libre de Dios de hablar con ligereza sobre una enfermedad, pero, me he quedado congelado en la idea de que a veces, el cerebro necesita olvidar, le urge borrar por completo, desligarse de recuerdos y seguir ya vacío, en una purga imperfecta, en un intento ciego de preservar la biología.
Esta historia familiar trata sobre el miedo.

En los años cincuenta era mi abuela moza, se tenía huertas y algunos animales y en su pueblo natal se comerciaba con carbón, el cual cargaban en pesados fardos sobre la cabeza, durante kilómetros por caminos escarpados.
Se enamoró de Filo, de Filomeno, su primer marido y al poco de casarse, era tal la situación de necesidad que la mayoría de hombres del pueblo emigraron en lento barcos hacia una desconocida Venezuela.

El pueblo de mi abuela, está enclavado en un macizo de mi isla, bien metido en un valle que lo rodea y en aquellos tiempos el acceso era prácticamente por veredas, al margen de una carretera sin asfaltar que conducía tras muchas curvas a una pista por la que podía irse a la capital.
Habría unas cincuenta casas, una ventilla, la Iglesia con su párroco, Don Josefo, que vivía en el pueblo desde hacía décadas. Trato dejar constancia de que era un mundo aparte, aislado, y que mantenía contactos con otros pueblos de manera ocasional, pero lo común era estar allí, si no tenemos en cuenta los viajes semanales de las carboneras a la capital.
De una manera u otra todos estaban emparentados y si se rastreaba bien, al poco podía uno reconducir el pueblo a cuatro o cinco familias de varias generaciones.

Y luego estaban los Pérez.

La casa más destartalada, las huertas más abandonadas y los niños más sucios eran de los Pérez. La matriarca, tenida por bruja entre las mujeres, Idefa, tenía dos hijos bien crecidos, pendencieros, borrachos y ladrones. Estos no emigraron. Tal era la fama de los Pérez, que Filo, el primer marido de mi abuela, tuvo que dar aviso a un buen amigo suyo del pueblo vecino, para que estuviera al tanto de su mujer.
En el verano en el que todo ocurrió, cuenta mi madre que contó mi abuela, las más viejas miraban las nubes y escupían al suelo. Se mandó al Padre Josefo a hacer misa especial, pero era este rojo y bien leído y no prestaba misas a la superstición.

Comenzaron a oírse gritos en la madrugada, como voces de hombre en lo alto del valle. A veces lo escuchaba una, otro día otro.
La cosa es que muy pocos días después aparecieron ahorcados los dos hijos de Idefa, y la cosa tenía tan poco sentido y tan mal pronóstico, que el comisario solicitó la ayuda de investigadores de la Península. Estaban los dos ahorcados de los barrotes del alfeizar de una de las paredes del campanario, en una parte a la que no se tenía acceso y desde la que resultaba materialmente imposible que se hubiesen terminado ellos mismos. La cosa parecía que los había izado desde abajo, con una fuerza descomunal, pues la altura y el peso de los dos hombretones no dejaba explicación posible.
Un Inspector con mucho renombre en los juzgados de Madrid, accedió a venir por intermediación política. Se paseó durante semanas ora en un cuatro latas ora a caballo, acompañado siempre de dos guardia civiles armados. No se le vio hablar con nadie, visitó los pueblos vecinos y un poco antes de marcharse acudió, solo esta vez, a la casa de Idefa.

Cuentan las mujeres, pues todas estaban al acecho, que el hombre que entró en esa casa no era el mismo que salió. Un tiempo después emitió un informe que no decía nada, y algún lince de la comandancia de la Isla encasquetó el asunto a un hombre que había huido a Venezuela. Según dicen, el inspector murió de una caída en la calle al regresar a Madrid.
Los gritos continúan, gritos desaforados, no hay hombres en el pueblo, ni acuden de los pueblos vecinos. Por último las mujeres acaban agrupándose todas en las mismas casas para soportar los inexplicables aullidos de varios varones en mitad de la madrugada.
Ya empezado Agosto, estando las mujeres saliendo de la misa del domingo, aparece en el pueblo un excursionista. Botas de paseo y una talega amarrada a la espalda, sombrero de calidad. Es algo mayor y algo gordo, por lo que suda profusamente. Se quita los anteojos y saluda educadamente a las mujeres. Tiene un diente de oro. Se excusa y pide hablar con Don Josefo, que al oír el vozarrón del visitante sale corriendo a abrazarlo, bastante nervioso y perdiendo la compostura.

Las mujeres juran que comenzaron a hablar en latín, y no le conocían a Don Josefo la habilidad. Pone el visitante la mano en el hombro del párroco, el cual, al momento se arrodilla y le besa el anillo. El excursionista lo pone en pie rápidamente y dice:

  • Es necesario desde ahora que las mujeres lleven velo en la noche y en el día.

CONTINUARA. si quieren claro, si no lo dejo aquí, es una historia larga.

4
Gravewolf

15 1 respuesta
madaleno

2
LaChilvy

Da para podcast.

n3On

Montate un blog anda

1
JanHansen

A mi me está gustando el crossover entre El Horror de Dunwich y Puerto Hurraco

valko

no desperdicies tu talento para escribir, montate una historia más larga y envia copias a diversas editoriales.

fuNN

No me he leído nada loko hahahhaaha

AlunaGeorge

Podria ser un hilo interesante, donde la gente pudiera compartir su relacion con la enfermedad. Ademas escribes muy bien.

La putada es que eres subnormal y lo has abierto en feda, asi que me he leido la mitad, le he dado like a #2 y next.

2
Valdi23

Buenas lentejas hacía

B

.

B

Miren que mininos más chistosos

1
Rastrojo

Ábrelo mejor en off topic y continua la historia

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