Me ha llamado mi tío, un eminente psiquiatra con una exitosa consulta privada. Tiene un chalet enorme. Su mujer ha hecho las maletas, después de quince años casados. Sabe leerse muy bien, dice, que se conoce a sí mismo como si lo escrutara el oráculo de Delfos. Sabe concretar fase a fase la inminente depresión que lo va a asolar. Al teléfono, balbucea algo nervioso, me exige que lo deje pasar dos semanas en mi piso, que como estoy en paro puedo monitorearlo, que me pagará.
Vivo en una barriada y hace mucho calor, hace diez días aparece en mi calleja con su todoterreno lexus, vestido con la típica camisa de catedrático de vacaciones y una bolsa de un supermercado llena de ropa, cargadores y cables incomprensibles y un libro de Ayn Rand, El Manantial.
Se tira en el sillón, jadeando tras remontar las escaleras de tres pisos, y me pide una copa de vino blanco, una marca muy concreta y le digo que si pero lo que le llevo es café. Tiene cincuenta y dos años, diecisiete más que yo. Ha escrito en las revistas más especializadas y lo llaman con frecuencia de universidades Europeas.
Le preguntó por los motivos de la separación y me contesta que lleva un tiempo desatendiendo a su mujer, no por asco ni por el amontonamiento de la odiosa rutina si no porque es incapaz de sentir nada, ha perdido la sensibilidad, su intestino emocional no puede absorber nada.
Me dice que ha visto un Lincoln Navigator aparcado en la calle, lleno de objetos americanos, como un trineo infantil y una caja llena de guantes de beisbol.
Voy a mi cuarto, entorno la puerta y llamo a mi tía, sin rodeo alguno le pregunto por mi tío, me cuenta que lleva un tiempo realizando un estudio amplio sobre la red social Tiktok y que durante el proceso ha ido quemando la chaveta a unos niveles incomprensibles, y se ha marchado porque entre otras razones se ha dado cuenta que lo detesta y que quiere hacer algo significativo con su vida. Con el dinero de tío, claro, le he dicho y me ha colgado.
En el salón mi tío está en calzoncillos y ojea un periódico americano que ha traído enrollado en el pantalón.
Una de las razones por la que vivo en ese bloque y no he vuelto a casa de mi madre, pues no tengo para pagar el alquiler, toca a la puerta. Se llama Andrea, estudiante de Erasmus, italiana, del Piamonte, exuberante actriz de los años sesenta. Utiliza batines de seda semitransparentes a los que a veces olvida echarles el nudo y posee unas pulposas tetas coronadas por unas impresionantes aureolas rosadas.
Quiere que le deje azúcar, que no tiene para el café. Cuando ve a mi tio se le dilatan los ojos, y me dice ese no es Segismundo Peñafort, el ínclito, el afamado creador de la doctrina de la insuficiencia emocional como explicación del auge del capitalismo en las sociedades cerradas.
Le digo que no, que es un mendigo de la calle. Le doy el azúcar, estrecha sus brazos sobre el regazo, juntando el florido melonar.
Mi tio se pone en pie, y le dice, no eres tú @Andreinatitiplus en tiktok?. Ella suelta un gritito y le dice que si y corre a abrazarlo, “he leído todas tus obras” dice ella, “he visto todos tus videos” dice él.
Los dejo a solas y me voy al balcón a fumarme un cigarro. Algo me sacude por dentro, muy fuertemente, tanto que se me cae el cigarro.
Hay un puto Lincoln Navigator aparcado en la calle.
