Nació el mismo año que se incorporó la mg-42 al Wehrmacht.
Tuvo seis hermanos y tres hermanas y un padre que descansaba los domingos quince minutos. Con todo la tierra triste de Tenerife no dió para que salieran adelante todos.
En la década de los sesenta sólo, abandonado y al borde la locura alternaba las cabras, la pesca, la construcción y cualquier labor que arrojara unas pesetas.
Son cuerpos muy resistentes los que crea la miseria y la fatiga.
En una verbena conoció a Mariela y juntando perras chicas y permisos se casó, muy alejado de la felicidad. En una casucha de mampostería y tejado de madera rematado con teja, lleno de humedad, sacaron adelante a tres muchachos.
No sin agobios, no sin miseria.
Con el tiempo las tierras le dieron su fruto y los embalses llenos y las subvenciones de Europa ofrecieron un margen y se mandó a los jovenes a la universidad.
Y ellos hicieron su camino y se establecieron. Mariela se fue pudriendo de Alzheimer. Y murió.
Insistían los hijos a Braulio, una retirada digna a un centro para ancianos, un internado con nombre esperanzador.
Las manos octogenarias de Braulio, capaces de romper piedra y árbol, sentenciaron la controversia y quedó determinado su exilio en las últimas de sus huertas de Güímar.
El vino rojo y la labor pausada, un perro chico, su agua, sus brutos recuerdos. Su despedida.
Entonces viene el fuego.
Y un helicóptero del estado, del mismo estado que lo lleva mareando desde la cuna, viene a llevarse su agua, su poquita agua.
Y miró Braulio al pasado y vio a su padre roto y pensó en sus nietos y le dio rabia.
Y cogió una piedra.