Aeternitas: La Lucha [Mi nueva novela]

Arawna

Saludos,

os presento un nuevo proyecto de novela en el que he empezado a trabajar recientemente. Algunos me recordaréis por mi anterior novela, Hoy me ha pasado algo muy bestia, que fue íntegramente posteada en este mismo foro. Si os gustó, ésta os va a gustar aún más. Al menos, eso espero :)

Advertencia: se hace uso de lenguaje obsceno y también puede haber escenas de sexo explícito (a partir del 2o capítulo).

Aquí va el primer capítulo:

AETERNITAS: LA LUCHA

Cuenta la leyenda que existen siete inmortales que dominan el mundo y que llevan haciéndolo desde el principio de los tiempos. Se dice que manejan los hilos de todos nosotros desde las sombras, que nadie sabe quiénes son ni donde están, y que los pocos que han conseguido acercarse a ellos han desaparecido sin dejar rastro.

Esta leyenda, este cuento o fábula —dadle el nombre que queráis— hasta hace poco era real, y en parte lo sigue siendo. Tres de los siete ya no se ocultan en las sombras protectoras de sus fortalezas. Dos han muerto recientemente, rebatiendo la parte que mencionaba la inmortalidad, y el tercero va en el asiento trasero de un coche, huyendo de su perseguidor como alma que lleva el diablo. Sabe que no habrá clemencia, como no la hubo para sus hermanos. Nunca la hay cuando existe un contrato de por medio.

Richard

12 de febrero de 2011, 2:23 AM, en algún punto cercano al Pirineo Catalán.

El viento invernal, helado, me da en la cara mientras conduzco a toda velocidad por la autopista. Pero no siento el frío ni me importan los rádares. End of All Hope, de Nightwish, suena a todo volúmen en el estéreo del descapotable que compré no hace ni una semana. Está avanzada la noche y, aparte de mi coche y del que llevo delante, nada se mueve sobre el asfalto. El conductor del Volvo acelera, intentando desesperadamente dejarme atrás. Presiono suavemente el acelerador y la aguja se desplaza hasta marcar los doscientos veinte kilómetros por hora. En el asiento de atrás del otro vehículo observo revolverse la silueta de mi objetivo al acortarse de nuevo la distancia que nos separa y que, por ahora, lo mantiene con vida. La aguja sigue deslizándose por el cuentakilómetros lentamente: doscientos treinta, doscientos cuarenta... Las curvas empiezan más adelante, las veo a pesar de la oscuridad, y el volante empieza a vibrar en mis manos como si me advirtiera del peligro. Nos adentramos en ellas sin reducir la velocidad pero, para mi sorpresa, pronto comienzo a ganar terreno. Deberías haber contratado a un chófer mejor, viejo.

El morro de mi Audi empuja la parte trasera del Volvo y ambos vehículos se agitan con la sacudida. Acelero más y vuelvo a golpearles; esta vez mi objetivo se yergue en el asiento y agita los brazos: no parece muy contento. Menos contento vas a estar en breve. Menos todo. Excepto muerto.

Me despego de mi presa en mitad de una curva e inicio un peligroso adelantamiento por la derecha. El conductor, que no debe ser malo del todo en su trabajo, parece percatarse de mis intenciones e intenta frenar para quedarse atrás y que éstas queden en nada. Aunque ya es tarde. Doy un volantazo y hundo el morro de mi R8 Spyder de doscientos mil euros contra el lateral del otro coche mientras suelto una carcajada de satisfacción. Ambos vehículos, trabados, metal contra metal, comienzan entonces a dar vueltas sobre sí mismos por la calzada de cuatro carriles como si de una pareja de bailarines en una sala de festejos se tratara, pero en lugar de un vals de Chopin suena el enérgico gothic metal de Nightwish.

No levanto ni un milímetro el pie del acelerador durante los segundos que rodamos sobre el asfalto, y me río como un maníaco mientras observo a las dos figuras agitándose impotentes en el interior del Volvo, como insectos atrapados en un bote que está siendo zarandeado con brusquedad. Entonces, de repente, sin dejar de reirme, disfrutando del momento, aparto el pie del acelerador y piso el pedal del freno hasta el fondo a la vez que tiro del freno de mano. Ambos vehículos parecen querer levantar el vuelo por una fracción de segundo, pero el peso es demasiado y, con un crujido estrepitoso, terminan separándose con violencia. Cuando las cuatro ruedas del Spyder vuelven a tomar tierra éste permanece quieto en el sitio. Por el contrario, el otro vehículo sale despedido a gran velocidad hacia el muro lateral de contención de la autopista, donde se estrella de frente, aplastándose como una lata de sardinas y levantándose dos o tres metros del suelo debido al impacto antes de volver a caer. Luego todo queda en silencio y nada se mueve, excepto una mancha oscura, mezcla de agua destilada, aceite y gasolina, que comienza a extenderse por el asfalto alrededor del amasijo de metal.

Con calma, disfrutando de mi pequeña victoria pero consciente de que aún no he ganado la batalla, bajo la palanca del freno de mano y, tras comprobar que el motor aún responde, meto primera y llevo el coche hasta el arcén, donde lo detengo a unos quince metros del coche destrozado. Enciendo las luces de emergencia —las que importan, las traseras, siguen intactas— y me bajo del vehículo. Primero observo los desperfectos de la parte delantera, que no han sido tantos como creí en un primer momento y luego me dirijo al maletero. Lo abro y saco uno de los triángulos reglamentarios que venían con el coche. No pensaba tener que usarlos tan pronto. Un par de minutos después lo dejo junto al arcén al principio de la curva, a unos cincuenta metros del incidente, y de vuelta me enciendo un pitillo con una cerilla. Qué bien saben los condenados en momentos como éste.

Apoyado en la puerta del Spyder, mientras doy caladas al cigarro, contemplo el bosque de abetos que crece junto a la autopista y escucho el sonido del viento, el rozar de sus ramas, y huelo la embriagadora fragancia de la vegetación, de las agujas de los árboles y de la sabia que resbala por sus cortezas. Momentos como este me hacen recordar mi infancia, cuando corría por los bosques detrás de las ardillas o de cualquier otro animal ajeno a todo. Antes de convertirme en lo que soy. Hace tanto tiempo, tanto...

Un crujido metálico me hace volver al presente y me vuelvo con rapidez hacia los restos del coche aplastado. La espera ha terminado. Dejo caer el pitillo sobre el asfalto, a mis pies, y lo aplasto con el tacón de la bota. Otro crujido llega a mis oídos, éste más prolongado, y me parece ver como uno de los laterales del vehículo, donde debería estar una de las puertas, se comba levemente hacia afuera. Inclinándome sobre el asiento del copiloto abro la guantera y saco un objeto alargado envuelto en un pequeño retazo de piel cubierta por antiguos símbolos de poder. Irguiéndome de nuevo, lo sopeso en mi mano izquierda mientras observo doblarse el metal tras el que está aprisionado mi enemigo. Los golpes y chasquidos han acallado todos los sonidos de la noche.

Sin apartar la mirada del vehículo accidentado pronuncio unas palabras en un idioma que ya nadie conoce y los símbolos grabados en la piel parecen prenderse con una luz azulada. Luego extraigo la daga de hueso de su interior y la contemplo mientras una sonrisa psicópata se perfila en mi rostro. Un segundo después, una puerta aplastada en forma de acordeón salta por los aires y cae estrepitosamente en mitad del tercer carril de la autopista. Al fin.

—Dime qué quieres —dice el hombre al salir del vehículo aplastado. Su ropa está hecha jirones pero no hay ni rastro de sangre en ella y, a pesar de haber vivido miles de años, el tipo no aparenta más de treinta.

—Comprobar si de verdad eres inmortal, como cuentan las leyendas.

Él me observa aterrado. Parece que tantos años de vida no le han preparado para la muerte. Luego vuelve a hablar:

—Puedo darte lo que quieras. No hay nada fuera de mi alcance.

—Ya te he dicho lo que quiero.

Entonces, abatido, el hombre se arrodilla en el suelo frente a mí y le oigo llorar, la cabeza gacha y las manos levantadas, abiertas. Parece un jodido vagabundo pidiendo limosna, pero es todo lo contrario. Aún sabiendo lo que realmente es, aquella reacción me pilla por sorpresa: los otros dos habían presentado batalla. ¿Qué cojones le pasa? ¿Éste es uno de los poderosos inmortales que han gobernado a la humanidad desde las sombras durante milenios?

Tendría que haberlo visto venir, pero aquél instante de duda me ha traicionado. De repente, surgida de la nada a través de la oscuridad, la puerta-acordeón me golpea con fuerza en el costado y me lanza por los aires más de cinco metros contra el muro que separa la autopista del bosque,. Mi rodilla izquierda cruje al impactar contra el hormigón, pero consigo caer bien y me vuelvo hacia mi enemigo. Ya me ocuparé luego de lamerme las heridas. Por suerte no he dejado caer la daga. Sin ella lo tendría realmente jodido.

—¿Cómo te atreves a amenazarme, gusano? —exclama el hombre arráncandose los restos de la camisa y dejando a la vista su torso musculado y, sobre su pecho izquierdo, el tatuaje de aquél sol oscuro que ya he visto dos veces con anterioridad — ¡Soy Salvattore Silano! ¡Soy uno de Los Siete! ¡Puedo aplastarte con sólo pensarlo!

—No. No puedes — replico yo, sonriendo de nuevo —No mientras sostenga esto —. Y levanto la daga de hueso para que la vea bien mientras avanzo con cierta dificultad en su dirección. Parece que me he fisurado la rodilla, pero aguantará. Al menos, eso espero.

De repente, el crepitar de la estática me advierte de que está utilizando de nuevo sus poderes y, mientras salto tratando de llegar hasta él, veo por el rabillo del ojo como lo que queda del Volvo, a mi izquierda, comienza a alzarse temblando en el aire. Al mismo tiempo, Salvattore retrocede alejándose de mí para ganar tiempo. Puedo ver como se le hinchan las venas del cuello y de la frente por el esfuerzo y como en sus pupilas empiezan a aparecer venillas rojas. Además, a medida que la amalgama de metal, aluminio y plástico gana altura, el sol negro tatuado en su pecho parece ir cambiando de forma.

Mi enemigo deja de retroceder, parece que necesita permanecer quieto para mantener el control de las varias toneladas de chatarra con las que pretende aplastarme y que ya flotan a unos cinco metros por encima de nuestras cabezas. Otros veinticinco metros me distancian de él. Demasiados con la rodilla como la tengo. Sólo tendré una oportunidad. Si fallo se acabó.

Salvattore me mira con odio mientras hace levitar aquella mole en mi dirección, sabiéndose vencedor. Sabe que no llegaré hasta él antes de que la suelte sobre mí: cada vez la mueve más deprisa y con más soltura. Sólo tengo unos segundos y, cuando sonríe y empieza a mover los labios para dedicarme unas últimas palabras, la carga mortal levitando ya sobre mi cabeza, decido aprovecharlos, sabiendo que ha llegado el momento que estaba esperando.

Haciendo caso omiso del dolor atroz y del nuevo crujido procedente de la rodilla malherida, salto con todas mis fuerzas a un lado a la vez que lanzo la daga cargada telequinéticamente.

Salvattore no llega a pronunciar ni una sílaba antes de que el arma haya recorrido la distancia que nos separaba, hundiéndose hasta la empuñadura de hueso en el sol oscuro tatuado en su pecho. Un segundo después, a mi lado, se desploma el montón de chatarra y luego, a lo lejos, cae también el hombre que lo había animado, supuestamente inmortal, con los ojos apagados ya sin vida.

Contemplo su cuerpo durante un minuto mientras recupero el aliento, y luego me levanto a pesar del dolor incisivo que recorre mi pierna izquierda. La rodilla está rota, pero no puedo evitar sonreír. No me parece un precio demasiado alto a cambio de la muerte de otro de esos viejos bastardos y del millón de euros que mañana me ingresarán en mi cuenta en Suiza. Para nada.

Dando saltos cortos me acerco al cadáver del inmortal y extraigo la daga de su pecho. Su cuerpo, transcurridos unos segundos, comienza a brillar y a desvanecerse lentamente. Ya he visto el proceso otras dos veces, y es tan hipnótico como observar una buena hoguera, con la ventaja de que luego no te cogen ganas de mear. Decido sentarme en el suelo frente a él, encenderme un pitillo y disfrutar del espectáculo.

También podéis seguir la historia desde el blog de la misma: http://aeternitaslalucha.blogspot.com/

Un saludo y gracias por vuestra atención,

Arawna

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Arawna

Eva

12 de febrero de 2011, 2:53 AM, a diez kilómetros de Carcassonne, sur de Francia.

—Salvattore nos ha dejado.

Al decir esa corta frase, padre adopta una expresión que no consigo interpretar. És una mezcla de pesar y satisfacción, sentimientos encontrados que, al verlos reflejados en su rostro en este instante, no se me hacen extraños pero sí que consiguen asustarme, más incluso que las propias palabras que acaba de pronunciar. Meciendo con suavidad la copa de vino que sujeta entre los dedos de su mano derecha, se vuelve para observar a través del amplio ventanal encarado al sur. En el exterior ha empezado a nevar.

—Está cerca, Eva. Yo soy el siguiente.

Un escalofrío recorre mi espina dorsal al escucharle hacer aquella declaración. No sé qué decir. Lo único que sé es que quién quiera hacerle daño tendrá que pasar antes por encima de mi cadáver.

Se vuelve hacia mí, cubierto únicamente por su bata de terciopelo azul rematada con filigranas de oro, y se lleva la copa a los labios mientras yo le observo desde la cama. La situación, sino fuera por la gravedad que entraña, podría llegar a tener su gracia: no hace ni media hora estábamos haciendo el amor, disfrutando de uno de los mayores placeres de la vida, y ahora estamos hablando de la muerte; de su muerte. Él me observa a su vez, saboreando el delicioso Sauternes de casi cien años de edad.

—Quiero que al amanecer recojas todo y te marches —dice, rompiendo de nuevo el silencio que se ha apoderado de la habitación. Su tono de voz no admite discusión.

—Te matará —susurro, mientras él se vuelve otra vez para mirar por la ventana. Ahora la tormenta invernal arrecia al otro lado de los gruesos muros, cubriendo con su manto inmaculado los campos que se extienden alrededor del castillo—. Ven conmigo. Huyamos lejos y ocultémonos en otro lugar —imploro ahora, abandonando la cama y acercándome a él, completamente desnuda. A pesar del frío intenso que azota el paisaje tras el cristal, la temperatura en aquella estancia es agradable, casi estival.

Él no dice nada. Ha tomado ya su decisión, creyéndola inapelable, y permite, sin moverse, que le acaricie el vello del pecho cuando introduzco mis manos entre uno de los pliegues de su albornoz. Será mejor que cambie de estrategia. Da otro sorbo a su copa mientras mis manos descienden poco a poco por su torso hasta llegar al final de unos abdominales marcados. Entonces, acuclillándome sobre la alfombra de piel, me sitúo frente a él y aparto la bata a los lados, quedando mi rostro a la altura de su miembro flácido. Desde esa posición levanto la vista buscando su mirada, pero él sigue observando la escena que se desarrolla al otro lado de la ventana. Veremos cuánto dura tu interés por la tormenta, papá. Con suavidad comienzo a acariciarle y poco después, sintiendo como se acelera su respiración, observo agradecida como su miembro va creciendo en mis manos. Al fin, cuando adquiere un tamaño aceptable, me lo introduzco muy lentamente en la boca rozándolo con los labios. Mis ojos y los suyos se encuentran entonces y él, excitado, me coge del pelo. A continuación, con las dos manos, empuja mi cabeza hacia adelante y hacia atrás hasta que, pasados unos segundos en que parece olvidar todas sus preocupaciones, se corre en mi boca soltando un gruñido adorable.

Luego, sentada de lado a sus pies, limpiándome la comisura de los labios con el dorso de la mano mientras él me observa complacido, le dedico una sonrisa y digo:

—Deja que me ocupe de él, papá. No te fallaré.

No contesta, pero sé que he ganado esta batalla. No huiremos. Permaneceremos juntos hasta el final, pase lo que pase. Lo veo en su mirada. No hay nada que una buena mamada no consiga.

Despierto poco a poco y, sin abrir los ojos, me desperezo entre las sábanas de satén. Estiro las piernas y luego los brazos como una gata, y giro sobre mí misma buscando su calor. Pero padre ya no está a mi lado. Entonces abro los ojos, me incorporo sobre los codos y observo a mi alrededor, buscando en las tinieblas de la habitación: estoy sola.

—Persianas —digo dando una palmada, y éstas empiezan a subir en silencio tras las ventanas, dejando paso a la luz melancólica de un día gris. Mientras observo el movimiento de luces y sombras pienso que nunca me acostumbraré a vivir en un castillo de más de seiscientos años con tecnología de última generación instalada en todas y cada una de sus estancias.

Me levanto y cruzo la habitación hasta llegar al baño contiguo. Las luces se encienden automáticamente al pisar las cálidas baldosas del suelo refractante, y al entrar en la ducha arrancan las primeras notas de uno de los valses más famosos de Strauss hijo, que reconozco de inmediato como El Danubio azul. Me sitúo debajo del chorro de agua que cae con fuerza y a la temperatura idónea, y cierro los ojos dejando que mi mente vague sin rumbo, tratando de dejar las preocupaciones atrás; pero me es imposible. Por más que lo intento no dejo de ver la expresión compungida de padre mientras se repiten en mi cabeza las palabras «yo soy el siguiente», «yo soy el siguiente»...

Su vida corre peligro. Lo sabemos desde el momento en que todo empezó el pasado Halloween, cuando padre despertó en mitad de la noche gritando, empapado en sudor y tiritando como un bebé recién nacido; nunca antes había tenido que acunarlo en mis brazos, hasta entonces siempre había sido él el que me sostenía en los suyos, acariciándome el cabello hasta que lograba tranquilizarme después de uno de mis ataques. Pero aquella noche, la noche en que murió el primero de ellos, todo cambió. Padre me miró con los ojos desencajados a través de la oscuridad sin poder articular palabra alguna, y un rato después volvió a dormirse. Yo, inocente de mí, atribuí aquello a una horrible pesadilla y no le dí mayor importancia, pero al día siguiente, a media mañana, padre se acercó a mí en el gimnasio mientras hacía mis ejercicios diarios y me pidió que lo acompañara al jardín.

Una vez fuera del castillo, mientras paseábamos contemplando las hojas que amarilleaban sobre las piedras del camino, me habló de Arthur Wolfe, el hombre que había muerto la noche anterior, del vínculo que les unía y de aquello que les hacía diferentes al resto de los humanos: su inmortalidad. Yo al principio lo miré con incredulidad, pensando en la posibilidad de que me estuviera tomando el pelo, pero padre no es un hombre dado a bromear; nunca lo ha sido. Y el brillo de su mirada pronto me hubo convencido de que aquello iba muy en serio, aunque pareciera parte del argumento de una novela de ciencia ficción.

Me contó que, además de Wolfe, había otros cinco hombres que compartían con él el don de la vida eterna, y que todos ellos existían desde el principio de los tiempos. Luego me dijo que los primeros días (o meses, o años, o tal vez siglos) aparecían borrosos en su recuerdo, a modo de retazos inconexos en que tan pronto se veía cruzando un desierto como perdido en lo más recóndito de una inmensa jungla, o en la cima de una montaña cubierta de nieve y hielo observando un volcán humeante a lo lejos.

Al llegar a ese punto padre hizo una pausa, la mirada perdida en la campiña que se extendía más allá de la finca. Luego, tras un minuto, dijo:

—Fue mucho el tiempo que pasé vagando por el mundo sin rumbo, simplemente sobreviviendo, pero el destino, o tal vez la casualidad, quiso que nos encontráramos los siete en la cima de una montaña sin nombre, en los albores de la humanidad. Al vernos nos reconocimos como iguales; no fueron necesarias las palabras.

»Permanecimos en aquella cumbre durante siete años, a merced de los elementos, sin comer ni dormir ni buscar refugio, sentados en círculo con las piernas cruzadas, los ojos cerrados y cogidos de las manos. Nuestras mentes se fusionaron y pudimos acceder a los recuerdos del resto y hacer nuestros los conocimientos adquiridos por los demás a lo largo del tiempo. Fue durante ese período en que estuvimos en comunión cuando se forjó el poderoso vínculo que nos une y que ha perdurado hasta nuestros días.

Tras esas palabras padre se volvió hacia mí y me observó con un brillo extraño en los ojos. Abrió la boca para añadir algo, pero ninguna palabra brotó de sus labios antes de que volviera a cerrarla. Entonces comprendí que no me contaría el resto de la historia. No en ese momento.

Luego, tras un instante de duda, dio dos pasos en mi dirección y me acarició el pelo con la mano derecha mientras me miraba a los ojos con ternura. Entonces sentí su voz penetrando en mi mente por primera vez, prometiéndome que me contaría toda la historia más adelante. Después, levantando la vista para observar el antiguo castillo donde residíamos, dijo, esta vez moviendo los labios como el resto de mortales:

—Esta noche, cuando me he despertado dando voces, un dolor como nunca antes había sentido me recorría todo el cuerpo; como si me estuvieran arrancando partes del mismo a mordiscos. Y luego he visto el rostro sin vida de Wolfe y he comprendido, a medida que el dolor se desvanecía, que uno de nosotros, un inmortal, había desaparecido para siempre.

Después de aquello, los seis inmortales que seguían con vida se vieron en un lugar secreto para hablar de la muerte de Arthur Wolfe, pero por lo que dejó entrever padre a su regreso aquella reunión había sido decepcionante.

En diciembre, un mes después de lo de Wolfe, murió el segundo inmortal: esa vez le tocó el turno a Yuri Lébedev. De nada le sirvió el refugiarse en una de sus fortalezas inexpugnables, protegido por el poderoso ejército privado que tenía en nómina.

Hubo una segunda reunión tres días después, pero los resultados y conclusiones a las que se llegaron fueron igual de frustrantes que las obtenidas en la anterior. La mayoría —entre ellos padre— pensaban que alguien —o algo— les estaba dando caza uno a uno, y que sabía cómo dar con ellos y quitarles la vida. Otros, por el contrario, temían que aquellas muertes fueran de carácter natural; tal vez estaban llegando al final de su ciclo vital y no fueran realmente inmortales al fin y al cabo.

De repente, después de milenios, aquellos hombres que habían sobrevivido a todo (a hambrunas y guerras, a epidemias que habían dejado yermos países enteros, a glaciaciones, al paso del tiempo...) habían descubierto que podían morir y, a pesar de la sabiduría acumulada a lo largo de sus miles de años de existencia, ahora se enfrentaban a algo que desconocían. Incluso haciendo uso de todos los recursos de que disponían (superiores a los de cualquier otro mortal), las investigaciones terminaban siempre en un callejón sin salida. Y, como colofón a su desconcierto, estaba el hecho de que no se habían encontrado los cuerpos de los fallecidos, lo que complicaba aún más las cosas: era como si Wolfe y Lébedev nunca hubieran existido.

Han pasado más de dos meses desde la desaparición de Lébedev y padre ha aprovechado esta «tregua» para contarme algunas cosas sobre ellos y sobre su función en el mundo.

—Alguien debe saberlo —me dijo padre unos días después de la muerte de Yuri —. Sino, todo lo que hemos logrado después de tanto tiempo y esfuerzo no habrá servido para nada.

Y, justo anoche, cuando la calma de las últimas semanas parecía indicar que no habría más muertes, Salvattore Silano era asesinado, rompiendo en mil pedazos las vanas esperanzas de los inmortales que aún vivían. Y, ya fuera porque estaban unidos por un vínculo más fuerte, o porque su ejecución tuvo lugar relativamente cerca de nuestro hogar, padre pudo ver en su mente como Silano perdía la vida; su corazón atravesado por una daga de hueso de una antiguedad equiparable a la suya. Luego, por un instante, contempló una silueta que se encendía un cigarrillo junto al cadáver de su hermano. Se trataba del propietario de la daga, eso lo percibió con claridad, y supo entonces que no se trataba de un ser humano normal.

Antes de que el vínculo se desvaneciera para siempre, padre escuchó la voz del asesino, dirigiéndose a él:

«No tengo nada personal contra tí, pero eres el siguiente. Lo especifica el contrato.»

Pronuncio la orden de apagado y las últimas gotas de agua se precipitan en el aire hasta estallar sobre mi piel. Luego, recogiendo una toalla limpia, abandono la ducha y el Adagio en sol menor de Albinoni llega a mis oídos, solidarizándose con mi estado de ánimo. No vas a morir, papá. No lo voy a permitir.

C

molaria que jose mota hiciera una parodia que se llamara Aeternitas: La Hucha y salieran ZP y Rubalcaba solucionando la crisis mediante una hucha. Es que lo he visto clarisimo. Aparte de esto, voy a ver si me lo leo!!!!!

iosp

Leido, no esta nada mal, es entretenido y engancha bastante.

Arawna

Chuchulainn, si al final lo lees, ya me contarás qué te ha parecido, aunque no entiendo tu chiste...
iosp, gracias por tu opinión. Espero que sigas leyendo la historia :)

Y ahora, seguimos:

Arkadiy y los pебята

14 de febrero de 2011, 16:55 AM, sobre el Aeropuerto de Marsella Provenza, sur de Francia.

Iniciamos el aterrizaje dos horas después de lo previsto por culpa de la maldita tormenta. Escucho a los ребята gritando y portándose como animales ahí atrás; están nerviosos, excitados. No están acostumbrados a estar tanto tiempo encerrados. Yo, por mi parte, me siento ansioso por volver a poner los pies en tierra firme, aunque me asquea que sea en suelo francés. No me gusta volar, y menos los franceses.

Oleg, el piloto, se vuelve hacia mí y me hace una seña con la cabeza. Luego pulsa un par de botones en el panel de control y baja una de las palancas que quedan a su derecha, junto a mí; comienza el descenso final. Entonces, sintiendo una pesadez incómoda en la boca del estómago, cierro los ojos y pienso en la muerte del amo Lébedev y en mi misión de venganza; sólo aquellas dos razones podían haber hecho que yo subiera de nuevo a un avión, ocho años después de mi último y accidentado vuelo sobre montañas afganas.

Un par de minutos después, intentando ignorar el traqueteo que sacude el aparato mientras tomamos tierra, enciendo el iPod y las voces de Ilya y Vladi me transportan de vuelta a Moscú, a mi hogar. Allá me esperan mi devota esposa Irina y mis dos preciosas hijas, Dasha y Vika. Las pequeñas se pasaron la noche anterior a mi partida llenando de canciones este pequeño aparato. El recuerdo de sus risas me invade y le pido a Dios que me deje regresar a casa sano y salvo una última vez. No habrá más misiones. Lo juro por lo más sagrado.

La avioneta se detiene al fin sobre la pista. Me desabrocho el cinturón de seguridad y abandono la cabina con rapidez, sin mirar atrás. Cruzo raudo entre los pебята, sin prestar atención a sus juegos, y entro en el pequeño lavabo de cola. Levanto la tapa del inodoro y vacío el contenido de mi estómago. Luego me mojo la cara y las manos y regreso al pasillo. Mucho mejor ahora.

Los pебята ya están bajando de la aeronave alborotando tanto como pueden, ansiosos por entrar en acción. No podría ser de otro modo, han sido adiestrados para actuar así desde que eran prácticamente unos recién nacidos.

Asomando la cabeza en el interior de la cabina me despido de Oleg y le repito sus órdenes:

—Si en quince días a contar desde hoy no tienes noticias nuestras, vuela a Moscú e informa al округ.

—Así se hará —responde, seco, empleando su habitual tono de voz monocorde antes de volver a centrar su atención en el cuadro de mandos de la aeronave. Maldito autómata. ¡Que te den!

Antes de descender por la escalera, ya en el exterior, dedico un minuto a estudiar minuciosamente la zona que se extiende a nuestro alrededor. Todo parece correcto. Nuestra avioneta ha aterrizado en una pista alejada de las destinadas a los vuelos comerciales, y el edificio más cercano está a unos trescientos metros.

Cuando por fin mis botas pisan suelo francés, lo primero que hago es escupir sobre el asfalto de la pista. Luego observo a los pебята: los nueve están ya en perfecta formación, con sus petates a la espalda, sus mandíbulas bien altas y la vista al frente, esperando instrucciones. Detrás de ellos, estacionada a unos cinco metros, veo una camioneta, y junto a ésta, apoyado en el capó con aspecto despreocupado, el que supongo será nuestro chófer. Mi primera impresión no puede ser peor: aspecto desaliñado, pose de tipo duro... Pero eso no es lo peor, ¡el idiota lleva un estúpido sombrero de cowboy, ебать!

—Kirill, Roman, Gosha, descargad las cajas. Los demás, haced inventario y luego cargad el material en la camioneta —ordeno a los pебята mientras me camino hacia el hombre que nos ha de llevar hasta nuestro objetivo —. Más os vale no dejaros nada si queréis cenar esta noche —. Antes de llegar junto a él, mis hombres ya se han puesto en movimiento sin perder un segundo; además de disciplinados, son rápidos y eficientes; no en vano los he seleccionado personalmente para esta misión.

El vaquero da unos pasos en mi dirección y adelanta su mano derecha para que se la estreche mientras me sonríe. Yo, ignorando el gesto, paso de largo y me planto frente al vehículo.

—¿No había nada mejor? —digo en un francés imperfecto, pero dotando a mis palabras de la mayor gravedad. Luego me vuelvo hacia él. Ya no sonríe. Bien. Guárdate tus aires de suficiencia para otro.

—He traído la camioneta que me pidieron. No entiendo...

Le corto con un movimiento de la mano y doy dos pasos hasta situarme a pocos centímetros de él. Siento sus pupilas clavadas en mi ojo ciego y en la cicatriz que me cruza media cara. Mis calculados movimientos han causado el efecto deseado. Me sigue con la mirada, boquiabierto, sin saber a qué atenerse. Sólo queda por aclarar un pequeño detalle...

—Está bien. Supongo que servirá —digo, retrocediendo un poco para dejar espacio entre ambos, a la vez que le dedico una sonrisa fingida —. Por cierto, espero que no te suponga ningún inconveniente no llevar eso en la cabeza mientras nos haces de guía — añado con cierto desdén, señalando con un dedo el ridículo sombrero.

El hombre se lo quita en el acto y lo aparta de mi vista llevándoselo a la espalda. Observo con satisfacción que su frente está perlada de sudor a pesar de la fría brisa que ha dejado tras de sí la tormenta.

—Estupendo —digo, adelantando, ahora sí, mi mano derecha en su dirección y dedicándole una sonrisa sincera —. Ahora nos entendemos. Mi nombre es Arkadiy, pero si te va a suponer un problema el pronunciarlo puedes llamarme Arkasha.

—Yo soy Sébastien Bergeron, señor —dice, estrechándome la mano con respeto. La autosuficiencia que emanaba de cada uno de sus poros antes de empezar nuestra charla se ha desvanecido por completo.

—Llámame por mi nombre, ahora eres un miembro más de nuestra unidad y nosotros nos llamamos siempre por el nombre que nos pusieron nuestros padres —luego, volviendo la mirada hacia mis hombres, que ya casi han terminado de descargar el material, añado:

»Esos de ahí son los pебята. Son los soldados más duros y disciplinados de este lado de los urales, y sólo me obedecen a mí. No hablan francés ni lo entienden, así que, a menos que sepas ruso o ucraniano, te vas a relacionar lo justo con ellos. Aún así te voy a dar un consejo. Aprovéchalo porque es gratis: mantente alejado cuando empiecen con sus juegos. Son peligrosos para el que no conoce las reglas.

—Esto... Gracias por el aviso —dice Sébastien, mirando a mis hombres como si fueran una turba de apestados. Mientras siga viéndolos así seguirá a salvo y no correremos el riesgo de perderlo antes de tiempo.

Terminadas las presentaciones vuelvo junto a los pебята. Mi sola presencia parece motivarles y llenarles de energía, y en menos de cinco minutos está todo el material cargado en la camioneta. A continuación abandonamos el aeropuerto por la puerta de atrás, la reservada a los VIPs, sin que nos paren siquiera. Si alguien con instrucción militar abriera las cajas que transportamos, se daría cuenta al momento de que llevamos suficientes armas y munición para efectuar un golpe de estado, con bastantes posibilidades de éxito, en casi cualquier país del mundo. Por fortuna, el округ nunca deja nada al azar.

—¿Hacia dónde nos dirigimos? —pregunto a Sébastien cuando entramos en la autopista. Las voces y las risas de mis hombres, que nos llegan desde la caja de carga, me obligan a levantar la voz.

—¡A Montpellier! —contesta él, gritando —. ¡Tardaremos algo más de dos horas!

¿Montpellier? Eso no forma parte del plan. Golpeo tres veces con fuerza la placa de acero que nos separa de la caja donde viajan los pебята con el material y, en cuanto desciende el volúmen de sus aullidos, vuelvo a hablar:

—Las órdenes eran ir directamente al lugar del accidente.

—Esa era la idea antes de que la maldita tormenta os obligara a aterrizar con dos horas de retraso. Pero no te preocupes, el Círculo ha sido informado y ya tenemos reservadas las habitaciones. Mañana al alba saldremos para allá.

Tiene sentido. Ir ahora no sería bueno: llegaríamos avanzada la noche y en la oscuridad no seríamos eficientes. No nos vendrán mal unas horas de sueño antes de ponernos en movimiento. Espero que la tormenta pasada sobre las nubes no suponga ninguna diferencia importante. A Silano ya no llegamos a tiempo de salvarlo, de todos modos.

Me acomodo en el asiento, enciendo el iPod y cierro los ojos, dejando que la música me transporte de nuevo a mi tierra. Un minuto después, maldiciendo mi mala fortuna, me veo obligado a subir el volúmen para evitar que las notas de la música country, que ha empezado a sonar en la radio del vehículo, empañen las grandes voces de Sofiya Rotaru y Nikolai Baskov. Mañana te lo haré pagar, vaquero, de una forma u otra. Ahora no tengo fuerzas ni ganas.

Arawna

Richard

15 de febrero de 2011, 0:16 AM, suite del Hôtel La Faucielle, afueras de Perpiñán, sur de Francia.

Después de tres días ininterrumpidos de descanso total, disfrutando de buenos masajes y de relajantes momentos en la sauna, estoy como nuevo. Y la rodilla también. Una pequeña ventaja de ser lo que soy. Mi Spyder, en cambio, no ha tenido tanta suerte: he tenido que dejarlo en un concesionario cercano. Me dijeron que tardarían entre veinte días y un mes en tenérmelo listo, que ya me avisarían. Por suerte, no tengo prisa; he decidido que voy a seguir aquí por un tiempo. El lugar es tranquilo y agradable, a pesar de tratarse de un hotel de diseño —hoteles que, por norma general, procuro evitar—, con un buen servicio y atención al detalle, y la suite es cómoda y espaciosa; perfecta para pasar unas largas vacaciones.

Tras el enfrentamiento con mi tercer «inmortal» conviene dejar pasar un tiempo. Ahora es importante que todo vaya volviendo a la normalidad, que mi siguiente objetivo vuelva a su vida, a sus hábitos y que recupere la confianza. En definitiva: que se relaje y baje la guardia. Sé que no está intentando huir como hizo el anterior, a pesar de saber que estoy muy cerca de él. Sigue en su fortaleza, y eso sólo puede significar dos cosas: que me está esperando y que no me teme. Así que no voy a correr riesgos. Atacar ahora sería otorgarle una ventaja considerable y la misión podría fracasar. Y el fracaso, en este caso, conllevaría sin lugar a dudas a mi muerte. ¿Y quién quiere morir? Yo todavía no. Además, un profesional no corre riesgos innecesarios si puede esperar al momento oportuno, y yo puedo permitírmelo. En el contrato no figura ninguna fecha límite: tengo todo el maldito tiempo del mundo. Nunca mejor dicho.

Un ligero chapoteo que llega hasta mis oídos desde el baño me devuelve a la realidad, recordándome que no estoy solo esta noche. Mi acompañante aún tardara en salir y a mí no me importa; la noche es larga en esta época del año. Luego, a la luz delicada de la única lámpara que permanece encendida en la habitación, reparo en la música que suena a través del hilo musical y reconozco el inconfundible y evocador saxo de Stan Getz haciendo vibrar el aire a mi alrededor, a un volumen adecuado, ni muy alto ni demasiado bajo, creando un ambiente íntimo y sensual inmejorable. ¡Joder, Getz! Casi cincuenta años después aún puedo oler el aroma de los habanos y cigarros llenando la atmósfera de los tugurios en los que te ganaste el sobrenombre de «El Sonido». ¡Qué tiempos!

Me sirvo un whisky con hielo, como en los buenos viejos tiempos, y me siento en un lado de la cama a observar el jardín que se adivina entre las tinieblas del otro lado de la ventana. Los focos se han apagado hace unos minutos, pero aún puedo ver las exóticas plantas que crecen en él, cada una de sus hojas, cada tallo, casi como si fuera de día.

Absorto, observando mi propio reflejo en el cristal, me pierdo entre recuerdos y los minutos pasan como si fueran segundos. Cuando me quiero dar cuenta, mi whisky está aguado y mi invitada me observa desde la puerta del baño, adoptando una pose seductora. Como si le hiciera falta a estas alturas. Un minúsculo tanga, unas medias sujetas por un liguero y unos zapatos de tacón de aguja son las únicas prendas que cubren su joven cuerpo y, de su aún húmeda melena negra fluyen delgados y sugerentes hilillos de agua que resbalan con lentitud sobre su piel, recorriendo la curva de sus pechos.

No puedo evitar sonreir al pensar en lo curioso de la situación. En el implacable poder de un instinto primario que debería haberse extinguido hace años y que, contra todo pronóstico, sigue latente en mis entrañas, dispuesto a despertar mis más bajas pasiones ante la visión de una jovencita apetecible y totalmente dispuesta como la que tengo enfrente.

Apartando a un lado mis pensamientos, prendida la llama del deseo, me levanto y camino hasta ella mientras se contonea ligeramente y me dedica una sonrisa pícara cargada de promesas ardientes.

Las tres horas siguientes, colmadas de lujuria y de placer, de gemidos, jadeos y palabras impúdicas susurradas en la oscuridad, de sábanas empapadas en sudor y otros fluidos, son tan sólo un prólogo; ella no lo sabe, pero no la he traído hasta aquí sólo para echar un polvo (ni varios). Cuando abandone la suite al amanecer después de que le haya llamado un taxi, no recordará nada de lo que viene a continuación.

—¿Cómo te llamas? —pregunto junto a ella en la cama, desnudos los dos. Me gusta saber sus nombres aunque no las vaya a ver nunca más, es una manía como cualquier otra. Ella, con la piel brillante, húmeda, los pechos agitándose al ritmo de su respiración entrecortada, se vuelve hacia mí para mirarme a los ojos. Una sonrisa de oreja a oreja le ilumina el rostro al observarme en silencio. Conozco a la perfección lo que significa: es la expresión de una mujer que cree que acaba de hacer el amor con el hombre de su vida. Mañana seré sólo un bonito recuerdo, nada más. Te lo prometo.

—Daphné—dice finalmente acercando sus labios a los míos. Me besa y siento como su lengua se introduce ansiosa en mi boca, pero el deseo ya me ha abandonado. ¡Joder, qué hambre tengo!

Ya no hay tiempo para juegos. Podría perder el control y no sería bueno para nadie, y menos para ella, así que la aparto suavemente pero con firmeza y la miro a los ojos. Daphné me mira sin comprender, e intenta decir algo aunque ya es tarde. Un segundo después, cuando mis colmillos atraviesan la piel y la carne de su cuello buscando la carótida, ya está lejos, en lugar seguro.

Sputnik1

El resumen huele demasiado a los personajes de Sandman, por lo de los siete eternos y su ambigua finitud. No sé si te has dejado llevar o es casualidad, pero para mi gusto es un calco que ya me hace torcer la boca.

Arawna

Hola Sputnik1,

los inmortales de mi novela nada tienen que ver con los Eternos de Sandman y, a pesar de haber leído la colección entera unas cuantas veces (tengo la antigua y ahora me estoy haciendo con los tomos), no había caído en esa similitud. Creéme si te digo que es puramente casual (el número siete se utiliza en mil historias). Dale una oportunidad y te darás cuenta de que esta historia no tiene nada que ver :)

Con lo que sí la han comparado un poco tras leer los primeros capítulos es con el estilo de la novela American Gods, también de Gaiman, pero mi estilo se aleja mucho del suyo (ya me gustaría a mí escribir tan bien como él y tener la mitad de su imaginación XD) y la historia también, ya lo verás :)

Un saludo,

Arawna

iosp

Como han dicho algunas influencias parece tener, pero aun es pronto para valorar.
De momento muy entretenida, y engancha, que es lo fundamental.

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Arawna

Gracias iosp ;)

A continuación os dejo el capítulo cinco, pero antes de que lo leáis debo advertiros de una cosa que os chocará: este capítulo está escrito en tercera persona, y los que le seguirán también. Esto es debido a que he cambiado la perspectiva en que se cuenta toda la historia. En principio tenía pensado usar sólo tres voces (personajes) pero al final otra se ha sumado y ha cobrado protagonismo, y es posible que haya más, y como no me siento preparado para hacer tales malabarismos he decidido cambiar la forma de contar la historia. La historia es la misma exactamente, así que podéis seguir leyendo a partir de aquí.

Si alguien tiene curiosidad por leer los capítulos nuevos, que además han sido corregidos y reescritas algunas partes, puede hacerlo en el blog: http://aeternitaslalucha.blogspot.com/

Ahora sí, allá vamos:

Léon

15 de febrero de 2011, 1:20 AM, bar del hotel Villa Bellagio, afueras de Montpellier, sur de Francia.

Vas a meter la negra, tarugo. Y, en efecto, como había previsto, el tipo metió la bola negra donde no debía. La quinta partida de la noche terminó antes de tiempo, pero los cien euros que acababa de ganar daban para muchas más.

—Si no sabes beber no deberías jugar apostando —dijo Léon a su contrincante, cogiendo los dos billetes que éste sujetaba entre unos dedos temblorosos. Luego dejó el taco en su sitio, se acercó a la barra y se sentó en un taburete cercano a la camarera.

—Tres Jack’s con hielo, preciosa. Ésta ronda la pago yo —le dijo a la rubia de detrás de la barra, sonriendo a la vez que tocaba con dos dedos el ala de su sombrero de la suerte. Luego le guiñó un ojo —. El tercero es para tí.

—Lo siento, pero no me dejan beber en horas de trabajo —respondió ella mientras cogía dos vasos cortos. A él le pareció que estaba sinceramente apenada.

Entonces volvió el cuello de un lado a otro exagerando sus movimientos y, llevándose la mano sobre la frente, como haría un sioux en mitad de la llanura, oteó el local desierto mientras su nuevo amigo, al que decidió llamar «el de la negra» a partir de entonces, se sentaba a su lado. A continuación se encogió de hombros y levantó las manos abiertas, con las palmas hacia arriba, mientras ella lo miraba divertida.

—Sólo estamos nosotros tres, y él ya está como una cuba, ¿a quién le va a importar? —dijo Léon, dedicándole una de las mejores sonrisas de su repertorio.

—Está bien —dijo ella al fin, dejando un tercer vaso sobre la superficie de madera, junto a los otros dos. «El de la negra» y Léon se limitaron entonces a observarla trabajar, maravillados ante la destreza con que cogía los hielos con las pinzas y los dejaba caer en los vasos sin que salpicaran. Si llego a saber que había espectáculo aquí, me habría quedado bebiendo en lugar de perder el tiempo jugando al billar.

La camarera, tras llenar con generosidad los tres vasos, les acercó los dos que les correspondían y, cogiendo el suyo con dos dedos, lo levantó y preguntó, jovial:

—¿Por qué brindamos?

«El de la negra» la observó un instante y luego se volvió hacia él; no parecía estar en condiciones de pensar, ni mucho menos de proponer un brindis. Entonces Léon levantó un poco su sombrero de vaquero y dirigió sus ojos hacia los de ella.

—Por que algún día contemple un amanecer tan bonito como tus ojos —dijo, levantando su vaso.

Golpes en la puerta, insistentes, le despertaron pocas horas después. Por un momento no sabía donde estaba ni qué hacía en aquella habitación. Lo único que sabía es que le dolía la entrepierna. ¡Sacrébleu! ¡Cómo no me va a doler si hemos cabalgado de París a California por lo menos, ida y vuelta! Por si fuera poco, cuando se incorporó en la cama le pareció que su cabeza le iba a estallar. Se encontraba tan mal que el hecho de que su Cenicienta de una noche hubiera desaparecido sin dejar su zapatilla de cristal no le importó demasiado. ¡Maldito whisky y maldita zorra insaciable! ¡Jamás volveré a beber! Tampoco recordaba las veces que se había repetido aquello último.

Los golpes, que parecían haber cesado, volvieron a la carga con mayor potencia, amenazando con derribar la puerta y con hacerle explotar el cerebro, y una voz familiar llegó a sus oídos desde el otro lado:

—¡Vaquero! ¡Abre la puerta de una puta vez o la echo abajo!

Las finas líneas de luz rojiza que se filtraban entre las rendijas de la persiana, en las que reparó en aquél momento, le indicaron que el amanecer estaba ya avanzado y que probablemente debería estar al volante de la camioneta desde hacía un buen rato. Maldijo otra vez y abandonó la cama de un salto, y cubriéndose con una sábana se encaminó hacia la puerta.

—Ya voy. Pero deja de aporrear la puerta, ¡por Dios! —gritó para hacerse oir por encima del estrépito. Cuendo éste desapareció, abrió la puerta.

Arkadiy, Arkasha, o cómo diablos se llamara aquél gigante llegado de las estepas rusas, le miraba con furia desde arriba, el ceño fruncido y los dientes apretados.

—Tienes cinco minutos. Sin excusas —dijo, casi escupiendo las palabras, y desapareció por el pasillo dando grandes zancadas.

—Buenos días —dijo Léon al fin, hablándole al aire. Luego, soltando un bufido, se dió la vuelta y regresó a las reconfortantes tinieblas que poblaban su habitación. ¡Jodido bolchevique!

Se vistió a toda velocidad, se mojó un poco la cara y se arregló un poco el pelo con los dedos. Luego se tomó un ibuprofeno y cogiendo la bolsa regresó al pasillo. Lo recorrió casi a la carrera, sintiendo a cada paso las consecuencias de la monumental resaca que arrastraba, hasta que llegó a la salida que daba al aparcamiento, donde la luz del día casi le frió los ojos dentro de sus cuencas.

Los chicos y el gran jefe, junto a la camioneta, le observaron con severidad mientras sacaba las Ray-Ban torpemente de la bolsa y se las ponía. ¡Salvado!

—Buenos días, chicos —dijo al acercarse, dedicándoles una sonrisa a pesar de las circunstancias. Sin obtener respuesta, subió al vehículo y arrancó el motor. Arkadiy ocupó el asiento del copiloto y sus hombres montaron detrás sin perder un segundo.

—Si vas a encenderla —dijo el ruso cuando Léon dirigíaun dedo hacia uno de los botones de la radio —, ni se te ocurra poner música del oeste.

La jaqueca que padecía le dijo que no era el mejor momento para empezar una discusión, y decidió hacerle caso. En lugar de encender la radio metió primera y sacó la camioneta del aparcamiento. Poco después, cuando entraron en la carretera, conectó el GPS y la voz sensual de Lucía los saludó. Sin ella, en su estado, era muy capaz de perderse. Y no quería empeorar las cosas.

La primera hora de viaje la pasaron en silencio, Léon compadeciéndose por lo mal que se encontraba y por ser incapaz de recordar algo más que breves retazos de su última noche loca; la cual, por cómo le escocía la entrepierna, tenía que haber sido ser apoteósica. Tendré que hacer otra visita al Villa Bellagio cuando esto haya acabado. Luego, cuando la resaca empezó a remitir, le vino a la mente, como un fogonazo, la llamada telefónica que le había metido en aquél berenjenal.

La llamada tuvo lugar tres noches atrás, mientras regresaba a casa de tomar unas cervezas. Hacía más de un año que no sonaba su segundo móvil, a pesar de que siempre lo llevaba encima, y cuando lo hizo le dio un vuelco el corazón. Detuvo el coche en el arcén de inmediato y contestó. Una voz distorsionada, que parecía de hombre, le habló desde el otro lado de la línea; el Círculo requería de nuevo sus servicios, en aquella ocasión para una operación de máxima importancia. No le dieron detalles, como de costumbre. Todo estaba ya dispuesto y sólo les faltaba el conductor. Si aceptaba, en menos de un mes recibiría un cheque por valor de cien mil euros libres de impuestos. Más de lo que ganaría durante los próximos cuatro años en su lugar de trabajo actual. Y sólo por dos o tres días de trabajo, una semana como mucho. Apartó a un lado los recuerdos oscuros del último trabajito que realizó para ellos y aceptó la misión.

Y allí estaba, conduciendo en silencio hacia un punto en el mapa del que no sabía nada, sin poder ponerse su sombrero de la suerte y con un ruso de casi dos metros con cara de malas pulgas sentado a su lado. Llevaban casi una hora en la carretera y el silencio en el que estaban inmersos le incomodaba cada vez más. Me siento como cuando mamá me pillaba en el baño con la Penthouse de papá. De hecho, hubiera jurado que llevaban en un silencio casi absoluto todo el trayecto y, ahora que estaba más despejado, se dio cuenta de que algo no encajaba.

Se volvió hacia Arkadiy y preguntó, sin tener claro que fuera a obtener respuesta:

—¿Qué les pasa a tus chicos? Están demasiado tranquilos hoy. ¿También salieron de juerga anoche?

El ruso le observó unos segundos con desdén y luego dijo:

—Se preparan.

Después de aquella breve respuesta Léon le miró con cara de no entender, aunque asintió con la cabeza. El líder de la unidad añadió:

—Los pебята lo dan todo cuando alcanzan un objetivo y deben estar bien descansados y concentrados. Conocen las consecuencias del fracaso, y no son agradables. Para nadie.

La fulminante mirada que el ruso le dedicó cuando pronunció la última frase, y el hecho de que acto seguido volviera la vista al frente, parecían indicativo suficiente de que no quería seguir hablando, así que Léon se tragó su siguiente pregunta y se concentro de nuevo la carretera. Le echó un vistazo al GPS y suspiró. Aún les quedaban unos cuarenta y cinco minutos de viaje.

Poco después, sin darse cuenta, comenzó a tararear On the road again. Arkadiy lo miró de reojo y gruñó algo en su idioma, pero Léon, haciéndose el loco, siguió tarareando. No dijiste nada sobre tararear, capullo engreído.

Arawna

Sobre el terreno

15 de febrero de 2011, 9:10 AM, lugar del accidente, en algún punto cercano al pirineo catalán, norte de España.

Los pебята bajaron de la camioneta y se desplegaron por la autopista sin necesidad de que su líder diera una sola órden. Cada uno sabía perfectamente cual era su cometido.

El primer paso era encontrar el lugar donde había sido asesinado Salvattore Silano, pero había un par de inconvenientes que no les iban a facilitar la tarea. El primero de ellos era la vaguedad con que se les había descrito el lugar. Sabían que estaban cerca, ya que el округ había logrado acotar su localización a un tramo de tan sólo cinco kilómetros, pero aún así era mucho terreno por cubrir.

El segundo inconveniente eran los vehículos. No podían detener el tráfico así como así, por mucho poder que tuviera la organización que los había enviado allí. Tenían órdenes de no llamar excesivamente la atención. En resumen: debían trabajar rápido y mal. Nada a lo que no estemos acostumbrados.

Arkadiy, plantado en el arcén cerca de la camioneta , se comunicaba en todo momento con sus hombres a través del equipo transmisor que llevaba sujeto a un lado del rostro. Confiaba en sus hombres, los había visto trabajar infinidad de veces y en situaciones mucho más complejas. Sin embargo, temía que su objetivo desapareciera si tardaban demasiado. Ya les llevaba tres días de ventaja y cada minuto que pasaba podía significar la diferencia entre el triunfo y el fracaso de la misión.

Cuarenta y siete minutos tardaron los pебята en comunicarle que habían dado con el sitio que buscaban. Arkadiy sonrió satisfecho y volvió a la camioneta. Estos son mis chicos.

Poco después, Arkadiy contemplaba el escenario que se desplegaba ante él: el vehículo siniestrado ya no estaba, como no podía ser de otra forma, pero la mancha oscura de aceite y gasolina sobre el asfalto seguía señalando el lugar exacto donde había estado la noche de la muerte de Silano, y el hormigón del muro presentaba varias grietas allá donde había impactado. Unos diez metros más allá observó que, sobre el asfalto de los dos carriles centrales de la autopista, había las marcas de frenada de lo que parecían dos vehículos distintos.

Los nueve pебята a su cargo esperaban instrucciones destrás de él, en el arcén. Sabía que estaban ansiosos, contenidos. Deseosos de que la caza empezara de una vez. Léon, el conductor que el округ había asignado a la unidad, estaba en ese momento bloqueando con la camioneta los dos carriles contiguos al muro que separaba la carretera del bosque.

—Lyosha, Edik, ayudad a nuestro chófer a desviar el tráfico. Gosha, Kirill, Seryoga, los vehículos: marca, modelo, año de fabricación; todo lo que podáis averiguar. Viktor, tú te encargas del asesino: quiero saberlo todo de él, incluso el color de sus ojos. Slava, conecta el sistema de camuflaje de inmediato. Roman, Kostya, vosotros permaneced alerta y alejad a los posibles curiosos. ¡A trabajar!

Dadas las órdenes, Arkadiy se apartó a un lado y dejó a sus hombres trabajar. Estimó que tardarían entre tres y cuatro horas en recopilar toda la información que necesitaban.

Cuatro de los pебята saltaron a la parte trasera de la camioneta cuando ésta aún estaba terminando de colocarse en perpendicular en medio de los dos carriles, y otros dos avanzaron al vehículo y, caminando con calma por el centro, empezaron a hacer señales a los vehículos que se acercaban. Cinco minutos después la zona estaba totalmente bajo control y cada hombre hacía su parte: Lyosha y Edik, colocados los triángulos reglamentarios sobre el asfalto, simulaban estar revisando el motor de la camioneta mientras Roman y Kostya se aseguraban de que ningún vehículo se detuviera o disminuyera demasiado la velocidad; el resto trabajaban tranquilos en el interior del perímetro, invisibles a ojos de los mirones gracias al carísimo sistema de camuflaje de última generación que Slava había desplegado a su alrededor.

Gosha y Seryoga manejaban, sobre el asfalto y junto al muro agrietado, instrumental de investigación al que sólo tenían acceso dos agencias de espionaje en todo el mundo. Tomaban fotos y muestras, medían y hacían cálculos sobre el terreno y, al final, Kirill contrastaba los datos obtenidos en su potente Notebook, conectado en todo momento a través de la red a bases de datos en teoría inaccesibles

Mientras sus hermanos trabajaban Viktor se concentraba, arrodillado en el suelo con los ojos cerrados y los brazos extendidos, ajeno al ajetreo que había a su alrededor; la parte que le correspondía desempeñar aquella mañana era de vital importancia. El éxito de la misión dependía en gran medida de lo que consiguiera en las siguientes horas.

Arkadiy se movía alrededor sin acercarse demasiado y observaba a los pебята trabajabar. Formaban un buen equipo; uno de los mejores que jamás había comandado. Esos hombres llevaban ocho años juntos, en la misma unidad, a excepción de Viktor, que se había unido al grupo en la misión anterior seis meses atrás, pero que se había integrado con rapidez. Habían compartido mucho y se conocían unos a otros a la perfección, tanto sus puntos fuertes como sus limitaciones. No eran la unidad más antigua y con menos bajas —tres en todo el tiempo que llevaban operativos— en la nómina del округ por casualidad. Los pебята eran tan buenos que bien podrían trabajar sin supervisión. Y Arkadiy lo sabía. Por eso se consideraba uno más del equipo aunque fuera el que daba las órdenes.

—Arkasha, los tenemos —dijo el pебята llamado Kirill acercándose a él con el Notebook en una mano. Tan sólo habían necesitado una hora —. Nuestro hombre conducía un Audi, modelo R8 Spyder; un deportivo descapotable fabricado a finales del 2010. Y la víctima viajaba en un Volvo XC90 del 2008; el vehículo que chocó contra el muro. Aunque no podemos saber si el que conducía era Salvattore Silano. Hemos encontrado rastros de sangre diluida que creemos podrían pertenecer a una tercera persona —El conductor. Los Siete no sangran —. El asesino se alejó en dirección norte, hacia Francia. Al parecer el descapotable también quedó tocado, pero el motor resistió

A continuación, Kirill le pasó el NetBook a Arkadiy para que pudiera observar la simulación que habían diseñado: el choque entre los dos vehículos en mitad de la calzada a gran velocidad, los giros descontrolados, el frenazo de uno de ellos y por último la línea recta que trazó el otro hasta estrellarse contra el muro de contención. Apartó la mirada de la pequeña pantalla para observar la escena real y asintió.

—Buen trabajo, chicos. Guardad una muestra de la sangre que habéis encontrado, puede que más adelante la necesitemos. Luego despejad la zona. Es el turno de Viktor.

Tres minutos después Viktor se encontraba en el centro del perímetro. Era un hombre alto y muy delgado, rozando la anorexia, y allí, de pie con los brazos extendidos hacia el suelo y embutido en su uniforme negro, con los ojos en blanco, daba bastante grima. A Arkadiy, siempre que lo veía de esa guisa, le recordaba a un bicho-palo de esos que salían en los documentales del National Geographic. Mientras, los restantes miembros del equipo observaban desde una distancia prudencial; sabían que aquella parte podía entrañar peligros para los que no estaban preparados.

Los primeros veinte minutos transcurrieron sin que Viktor moviera un solo músculo; parecía incluso que hubiera dejado de respirar. Luego, sin previo aviso, algo cambió y un temblor casi imperceptible se apoderó de su cuerpo. Sus labios se separaron entonces y lo que parecía un mantra llegó a oídos de los presentes. Ya habían presenciado con anterioridad a su compañero en aquella especie de trance, pero no pudieron evitar que se les erizara el vello de la nuca, e incluso sufrir algún escalofrío, cuando su voz fue haciéndose más aguda a medida que pronunciaba aquellas palabras encadenadas e incomprensibles. Arkadiy se acercó entonces a la cabina de la camioneta y ordenó a Léon que bajara las ventanillas y que subiera el volúmen de la radio. No convenía llamar excesivamente la atención, y aquél espectáculo podía durar un buen rato, lo sabía por experiencia. La voz de Don Gibson, cantando Blue Blue Day, se escuchó entonces a todo volúmen y llenó el aire alrededor, disimulando el extraño soliloquio que acababa de empezar.

Aquello se alargó casi dos horas y Arkadiy empezó a plantearse interrumpir a Viktor, a pesar del peligro que suponía para ambos. Sólo una vez, que recordara, había visto a un mentalista trabajar durante tanto tiempo seguido y, después, tuvo que ser encerrado en un sanatorio. Su cerebro había quedado arrasado. Pero el pебята salió al fin del trance, empapado en sudor y con el rostro mortalmente pálido, casi transparente; se podían apreciar las líneas rojas y azules que trazaban sus venas al recorrerlo bajo la piel. Durante unos segundos, justo después de que finalizara su salmodia y los iris volvieran a ser visibles en sus pupilas, Viktor pareció levitar a unos centímetros del suelo. Luego cayó como un muñeco desmadejado sobre el asfalto.

Arkadiy corrió hacia el hombre caído y Kirill le siguió transportando un botiquín y una botella de agua. Lo demás permanecieron en sus puestos, observando inquietos la escena. Para tranquilidad de todos, Viktor se irguió un momento después hasta quedar sentado y bebió de la botella que le tendían. Luego, mirando a su líder mientras su compañero le pasaba por la frente una gasa húmeda, dijo, con voz débil pero atropelladamente:

—Sé donde está, Arkasha. No está lejos, hacia el norte. —se interrumpió un segundo para dar otro trago de agua —. Pero debemos tener cuidado, hay algo extraño. He visualizado mucho poder aquí, dos poderes enfrentados. No podría decir cual era el más fuerte ni a quién pertenecía cada uno.

—Buen trabajo, Viktor —dijo Arkadiy levantándose. De inmediato se volvió hacia los demás — . ¡Es hora de partir, soldados! ¡Recogedlo todo y borrad cualquier rastro de nuestra presencia! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Ha llegado la hora de la venganza!

Arawna

Ojos de fuego

15 de febrero de 2011, 14:11 PM, a diez kilómetros de Carcassonne, sur de Francia.

Aquellos últimos días, Eva se había sentido abandonada por primera vez en muchos años. Cuanto más intentaba acercarse al hombre que lo era todo para ella, más se alejaba él y más tiempo pasaba solo, encerrado en su despacho. Ya ni siquiera tenía ganas de sexo. La muerte de su amigo le había convertido, de la noche a la mañana, en un hombre distinto, amargado y huraño. Y a ella, en un estorbo.

Abatida, pasó aquellos días vagando por el castillo como un fantasma o dormitando entre las sábanas, sola, compadeciéndose de su suerte. Él no había vuelto a dormir a su lado desde la noche en que había muerto Salvattore Silano, y la rehuía cuando se cruzaban en alguno de los muchos pasillos del edificio.

Eva se daba cuenta de que esperaba como un perrito a que su amo la llamara a su lado, y eso la enervaba. Como lo hacía el hecho de recordar que aquél hombre no era en realidad su padre. ¿Cómo he podido ser tan estúpida todos estos años? De repente había caído la máscara, la función había terminado y su padre se había convertido otra vez en un extraño. Aquél hombre que la había cuidado, que le había dado una educación y que se había asegurado de que nunca le faltara de nada había dejado de existir. Lo había vuelto a reemplazar el desconocido que la había adoptado cuando tenía siete años y que, cuando hubo cumplido los quince, la sedujo y la llevó por primera vez a su cama.

Las circunstancias de los últimos días habían hecho que perdiera el interés por ella. Eva nunca lo hubiera creído posible, pero el hecho de que fuera un ser inmortal clarificaba mucho las cosas. Para él, sólo he sido el juguete favorito de los últimos cinco minutos. ¿Cuántas veces habrá hecho lo que hizo conmigo? ¿A cuántas niñas habrá embaucado con las mismas historias?

Se tumbó en el colchón y lloró de rabia. Y, de repente, sin previo aviso, la sábanas a su alrededor estallaron el llamas. ¡¿Pero qué…?! Eva saltó al suelo, asustada, torciéndose un tobillo en el proceso, y observó con incredulidad como el fuego se extendía con rapidez, devorando todo a su paso, incluido el valioso tapiz que colgaba sobre la cabecera de la cama. Se disparó entonces el dispositivo anti-incendios y una tromba de agua cayó desde el techo, regando la estancia y extinguiendo el fuego con diligencia.

Incapaz de comprender lo que acababa de ocurrir, caminó cojeando hasta el cuarto de baño, empapada y tiritando, y tomando una toalla se detuvo frente al espejo; temía haber sufrido alguna quemadura. Examinó su cuerpo de los pies a la cabeza, recuperando la calma a medida que comprobaba que el fuego no la había rozado siquiera, pero fue al contemplar su rostro cuando creyó estar perdiendo la razón: unos ojos que no eran los suyos, que más bien parecían unas brasas ardientes, le devolvieron la mirada. Y fue en ese instante cuando su mente retrocedió dieciséis años atrás, hasta una noche que creía olvidada para siempre.

Los gritos y las risas de las niñas que compartían habitación con Eva la ensordecían. Todas eran mayores que ella y sus insultos y burlas la torturaban, como tantas otras veces. «¡Meona! ¡Meona! ¡Cerda meona!», coreaban todas a una mientras se colocaban en cuclillas y hacían ver que meaban en el suelo. De repente, la luz del pasillo se encendió, iluminando la habitación a través de los delgados barrotes de la mirilla. Las niñas callaron y corrieron a ocupar sus camas, excepto Eva, que permaneció en un rincón llorando, con los ojos cerrados con fuerza y cubriéndose los oídos con sus pequeñas manos. No pudo escuchar el sonido metálico de las llaves de la celadora ni ver como se abría la puerta; tampoco los pasos que se acercaron a ella después. El silencio se apoderó del lugar por unos segundos. Tal vez las otras niñas se habrían cansado de humillarla, pensó, y cuando estaba a punto de abrir los ojos la sorprendió un brutal bofetón que casi le desencajó la mandíbula. Cayó al suelo con tal violencia que se rompió la muñeca. El chasquido resonó por toda la habitación, haciendo que el resto de niñas se estremecieran en sus camas, y el dolor que sintió fue terrible, pero de los labios de la pequeña no surgió ni un sonido. Permaneció tendida sobre su propio meado, con la mano derecha en una posición imposible y al borde de la consciencia, pensando en que no lo había hecho queriendo; en que al menos aquella vez no había mojado la cama. La celadora la levantó entonces sin miramientos, sujetándola del camisón, y acercando su rostro al de Eva susurró:

—Eres una sucia meona. Estoy harta de tí, y como castigo vas a limpiar todo esto con la lengua. Cuando termines te llevaré al baño para que puedas volver a hacer pis como una señorita educada.

Dicho esto, la arrojó de nuevo sobre el charco maloliente y permaneció en pie, con los brazos en jarras y con una sonrisa torcida cruzándole la cara, esperando a que la pequeña acatara sus órdenes.

Entonces la noche se incendió. Eva sintió primero un odio irracional hacia la celadora y deseó que su horrible mueca desapareciera para siempre. Un instante después, unas llamas salidas de la nada prendieron el uniforme de la mujer con virulencia y la envolvieron, y ésta empezó a gritar y a manotear como una loca. Luego salió corriendo de la habitación pidiendo socorro y golpeándose con las paredes, cayendo al suelo y volviéndose a levantar, hasta que desapareció de la vista. Cuando los alaridos de dolor casi se habían desvanecido en la distancia, Eva volvió su atención hacia las niñas que la observaban boquiabiertas y con los ojos como platos, incorporadas en sus camas, aterrorizadas. Nunca más, se dijo. Nunca más se burlarían de ella.

Los siguientes meses los pasó incomunicada en una celda, habiendo olvidado por completo lo sucedido aquella terrible noche, y después fue trasladada a otro orfanato, donde también estuvo encerrada y apartada de los demás internos todo el tiempo que duró su estancia. Hasta que, una mañana gris de invierno, un desconocido la fue a buscar y se la llevó para siempre de aquel lugar horrible.

—¿Estás bien? —La voz de aquel desconocido, del hombre al que llamaba padre, la hizo volver al presente. Él la miraba desde arriba con gesto preocupado. Eva estaba en el suelo, en un rincón. Había estado llorando y temblaba agarrándose las rodillas —Perdóname, mi vida, no debí dejarte sola todos estos días —dijo, arrodillándose frente a ella y acariciándole las mejillas húmedas. Luego la abrazó con fuerza —. Nada ni nadie me va a separar de ti nunca más, te lo prometo.

iosp

Ya va tomando algo de forma, y se empieza a vislumbrar que quizas, todos tengan un papel importante en la trama, pese a parecer espectadores al principio.

Arawna

Gracias, iosp, parece que eres el único que lee la historia, pero se agradece :)

Te dejo otro capítulo:

8. El asedio

15 de febrero de 2011, 17:25 PM, en el exterior del Hôtel La Faucielle, afueras de Perpiñán, sur de Francia.

Léon observaba, con asombro, el —a sus ojos— desmesurado despliegue a través del cristal empañado de la ventanilla de la camioneta. Sabía que el Círculo era poderoso, pero hasta esa tarde no había sido consciente del alcance de sus tentáculos. Hacía un rato que había empezado a nevar y fuera hacía un frío doloroso; sin embargo, podía ver a Arkadiy moviéndose entre los coches policiales, ajeno a las inclemencias del tiempo, dando órdenes con energía a los agentes mientras el pебята llamado Viktor se mantenía a cierta distancia, observando la entrada del edificio sin moverse apenas, con la cabeza ladeada en una posición extraña. ¡Dios, qué grima da! ¡Parece una jodida mantis religiosa aguardando la llegada de una presa! Sus compañeros, aún en la parte trasera del vehículo, esperaban a que les llegara el turno.

Hacía más o menos una hora que el grueso del cuerpo de policía de la ciudad había llegado al lugar, y unos veinte minutos que había llegado el grupo de Arkadiy. Se habían acordonado las instalaciones y en ese momento estaban evacuando a los huéspedes y al personal del hotel. A todos excepto al hombre que se alojaba en la suite número 3. Nadie le había visto salir y, según los recepcionistas que habían sido interrogados, no había abandonado su habitación desde la noche anterior. El director del hotel gesticulaba, alterado, mientras discutía con un oficial de policía cerca de la camioneta desde donde Léon no perdía detalle de la operación. Poco después el edificio quedó vacío; las estrellas titilaban ya en el cielo de una noche precoz y Hometown Blues empezó a sonar en el estéreo cuando vio llegar a los GIGN.

Sin perder un minuto, Arkadiy se acercó a grandes pasos al equipo de operaciones especiales francés mientras estos descendían con agilidad del vehículo blindado en que habían llegado; parecían equipados para ir a una guerra y ganarla sin demasiados problemas. El gigante ruso les mostró algo —una identificación, supuso Léon— y uno de ellos se adelantó y entablaron una conversación mientras los demás revisaban las armas y el material que habían llevado con ellos. Unos minutos después, los GIGN se adentraron en el hotel por la puerta principal y los pебята abandonaron la camioneta para acercarse a su líder. A su vez, los agentes de policía se parapetaron detrás de los vehículos apuntando con sus armas en dirección al hotel. Parecían nerviosos. Léon, que lo observaba todo con atención, no sólo lo parecía. ¿Qué diablos está pasando aquí? Me da en la nariz que esto se va a poner feo de cojones…

Cuando Arkadiy hubo reunido a todos sus hombres, Léon apagó la radio y bajó la ventanilla a pesar del frío; quería saber qué se estaba cociendo. Nadie le había contado nada y no creía que la cosa fuera a cambiar. Le trataban como lo que era, el conductor de la misión, y en su profesión una de las máximas era no preguntar nunca qué aguardaba al final del trayecto ni esperar explicación alguna. Pero, a pesar de que ya había trabajado para el Círculo en tres ocasiones, nunca había presenciado tal despliegue de medios. Aquello tenía que ser algo gordo. Parecía una redada para acabar con una célula terrorista, aunque algo le decía que no iban por ahí los tiros.

Arkadiy se dirigió a sus hombres en lo que parecía ruso y Léon, al no entender ni una palabra, murmuró una maldición en la cabina; seguiría in albis un rato más. No había contado con que se hablaran entre ellos en su lengua materna. Volvió a subir la ventanilla y a encender la radio. Luego soltó un suspiro resignado y siguió observando la escena, atento al desarrollo de los acontecimientos.

Los pебята, después de escuchar en completo silencio las instrucciones de su líder, asintieron y se desplegaron alrededor del edificio. Unos cinco minutos después, sólo Viktor y Arkadiy —y los agentes de policía que seguían apuntando al vestíbulo del hotel— quedaban a la vista. Sea quién sea el pobre cabrón al que hemos venido a buscar, lo tiene jodido. Esto va a ser peor que el asedio de Troya. Arkadiy y su subordinado intercambiaron unas palabras y Léon percibió inquietud en sus movimientos. Entonces se dio cuenta de que las luces del hotel se habían apagado y, cuando vio que el gigante ruso se acercaba a decirles algo a los agentes que tenía cerca, volvió a apagar la radio y bajó la ventanilla con rapidez. A pesar de la distancia, alcanzó a escuchar la voz del ruso, que preguntaba en su francés imperfecto:

—¿Cuánto hace que los de operaciones especiales no informan?

—Dos minutos —dijo el policía al cargo de las comunicaciones con cara de aburrimiento, y se encogió de hombros.

Arkadiy miró al hombre con rabia y, por un segundo, Léon pensó que le arrancaría la cabeza con sus enormes manazas. Entonces le gritó, soltando espumarajos por la boca:

—¡Dos minutos es demasiado, maldito inútil! ¡Tenías que avisar! —Justo en el instante que siguió, mientras el enorme ruso tomaba aire, un estruendo de cristales rompiéndose en añicos llenó la noche. Al volverse en la dirección de la que partía el estrépito, todos vieron a dos de los GIGN atravesar volando la pared acristalada del vestíbulo, para luego caer sobre los parterres que había en el exterior.

—Es él —dijo Viktor, señalando la silueta de un hombre que parecía observarles desde las tinieblas que poblaban el interior del edificio.

—¡Disparad! —ordenó Arkadiy, alzando la voz para que todos pudieran escucharlo —¡Disparad, maldita sea!

Y la noche se encendió, haciendo retroceder la oscuridad y ensordeciendo a todo aquél que estuviera a menos de cincuenta metros del lugar.

iosp

Una pregunta que me acaba de surgir,
¿Tienes planteada ya la duracion de la novela? Parece que en el proximo capitulo van a ocurrir muchas cosas, pese a no ser adivino, se puede atisbar que pasara, o eso creo.
Si me dices que queda para rato me haces feliz, me ha enganchado completamente, ¡Sigue asi!

Arawna

Tranquilo que hay historia para rato ;)

Esto no ha hecho más que empezar...

Un saludo,

Arawna

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