Una de vaqueros.

Altoresso

Ese fatídico reloj había permanecido en la penumbra aguardando su turno y justo veinte años después comenzó a marchar con su pulso demoniaco.

Henry Plummer miró el papel y lo encontró limpio, lo arrojó al inodoro y se subió los pantalones de Sheriff de Polson, Montana. Recorrió con nauseas el largo pasillo que mediaba entra el aseo y el mostrador de la comisaria, pues había vuelto a beber demasiado. No se sorprendió al ver a las cinco mujeres, con las que décadas atrás había cursado el instituto, deambulando nerviosas como gallinas ciegas.

Arthur Plummer, su padre, había sido un hombre difícil. Tenía la mano muy suelta en casa y de los cuatro hermanos, sólo Henry pudo compatibilizar su infancia con la vida. Él entendía al viejo, tragó mierda, mucha y cuando parecía que iba a poder respirar un poco, enterrada ya la placa, se suicidó Bettany, su mujer.
El caso del candil de las vírgenes había conmocionado al País, un destacamento del FBI, varios corpúsculos estatales, el Gobernador e incluso un delegado del Gobierno, en un despliegue que costó cuarenta millones de dolares de la época. Para Polson, Montana, aquello era infinito. Sólo cinco mil habitantes, sin nada más que horizontes y bloques de hielo.
De las diez jovencitas desaparecidas sólo cinco regresaron. No hubo forma de esclarecerlo, y Arthur Plummer resucitado podría dar buena cuenta del esfuerzo y del empuje invertidos para resolver el misterio y aún ahí, como espectador privilegiado de la cuarta dimensión, seguramente seguiría sin poder encajar el asunto.

Pues ahí estaban, las cinco supervivientes, agitadas y punto de quiebra, exigiendo a Henry Plummer que hiciera su trabajo y redimiera el honor de su familia, que limpiara el sucio nombre de Arthur. Apretó los puños y las miró sin decir nada luego respiró y asintió, las hizo marchar con la promesa de llamarlas en unas horas.
Ellas seguían sin recordar nada y a fuerza de misas y benzodiacepinas conseguían arrostrar una vida hecha para el absurdo. Y como si de un acto matemático se tratara fue completándose el cupo a través de llamadas o visitas histéricas de las cinco madres faltantes, en representación de sus cinco hijas.

Henry Plummer caminó hasta la estantería que usaba para decomisos y abriendo con cuidado el objeto de una prueba se sirvió una línea de cocaína que esnifó con ansias, para aplacar la resaca y ponerse con la obra, se dijo.
Los que podían saberlo estaban ya muertos o a punto, pero antes de un Arthur Plummer hubo un Jacob Plummer, quien a su pesar sirvió como Sherrif de Polson por más de treinta años. Su larga guardia le permitió vivir también su ración de locura y perder también a sus cinco niñas. Ese secreto que Arthur vomitó sobre Henry poco antes de morir se resumía en dos ideas: va a volver a pasar, debes permitir que pase. Y como herencia un nombre.
El nombre de un indio americano.

Se internó en los bosques, hasta dar con la pequeña reserva india, y se entrevistó con el anciano, viejo conocido de su padre, y le refirió el nombre que yacía escrito en un papel de la caja fuerte de la comisaría. El anciano se llevó, incomodo, el dedo a la boca en señal de silencio.
Y como si supiera demasiado, el viejo indio, comenzó a llorar. Dijo que había muerto y que no había podido encontrar reemplazo, que las leyes y el capitalismo habían asfixiado su modo de vida y que si bien era fácil instruir a un sheriff trata de levantar a un brujo capacitado en una sociedad como la nuestra y que encima tenga sangre Quapaw.

Estás solo blanquito, dijo no sin algo de cariño el viejo, y tanto que estoy sólo anciano, respondió, que no tengo descendencia.

Se subió a la ranchera, dio buena cuenta de una botella de Bourbon, y se llevó un trozo de tarta de manzana a la boca. Dio marcha atrás y frenó en seco.
Una preciosa nativa americana de unos ¿veinte años? Que tuviera los dientes algo negros no le restaba belleza, ¿De dónde había salido esa mujer? Henry conocía a todo el mundo, pero ella no la había visto. Lo había imaginado, no había nadie y lo achacó a un pico de cocaína en la sangre, una mala jugarreta del polvo blanco.

Volvió a la comisaria. Bueno, ya sabía lo que iba a pasar. Serían siete días infernales y al séptimo aparecerían cinco de las diez niñas. Tragaría su porción de mierda, como un buen Plummer, con la diferencia de que él no tendría ningún ser amado al que joderle la vida, ni hijos, ni mujer.

La perfecta figura del profeta.

CONTINUARA.

Vain92

Edit: Pensaba que estaba en FEDA. WTF.

Borradme el post, plis.

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