Miguel de Cervantes

P

Siguiendo el ejemplo de bydiox (intentodemod). Os pongo un ladrillo para que veais que soy el más culto.

El cuentro trata de lo de siempre, unos dragones por aqui, unas doncellas por allá y todo acaba como el rosario de la aurora.

MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

El celoso extremeño

No hace muchos años que de un lugar de Extremadura salió un hidalgo nacido de padres nobles, el cual como un otro pródigo, por diversas partes de España, Italia y Flandes anduvo gastando así los años como la hacienda. Y al fin de muchas peregrinaciones (muertos ya sus padres, y gastado su patrimonio) vino a parar a la gran ciudad de Sevilla donde halló ocasión muy bastante, para acabar de consumir lo poco que le quedaba. Viéndose, pues, tan falto de dineros y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvaconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos. En fin, llegado el tiempo en que una flota se partía para Tierrafirme, acomodándose con el almirante della, aderezó su matalotaje y su mortaja de esparto y embarcándose en Cádiz, echando la bendición a España, zarpó la flota y con general alegría dieron las velas al viento que blando y próspero soplaba, el cual en pocas horas les encubrió la tierra y les descubrió las anchas y espaciosas llanuras del gran padre de las aguas, el mar Océano.
Iba nuestro pasajero pensativo, revolviendo en su memoria los muchos y diversos peligros que en los años de su peregrinación había pasado, y el mal gobierno que en todo el discurso de su vida había tenido. Y sacaba de la cuenta que a sí mismo se iba tomando una firme resolución de mudar manera de vida y de tener otro estilo en guardar la hacienda que Dios fuese servido de darle, y de proceder con más recato que hasta allí con las mujeres. La flota estaba como en calma, cuando pasaba consigo esta tormenta Felipo de Carrizales, que éste es el nombre del que ha dado materia a nuestra novela, tornó a soplar el viento, impeliendo con tanta fuerza los navíos que no dejó a nadie en sus asientos. Y así, le fue forzoso a Carrizales dejar sus imaginaciones y dejarse llevar de solos los cuidados que el viaje le ofrecía; el cual viaje fue tan próspero que sin recebir algún revés ni contraste llegaron al puerto de Cartagena.
Y por concluir con todo lo que no hace a nuestro propósito, digo que la edad que tenía Filipo cuando pasó a las Indias sería de cuarenta y ocho años. Y en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su industria y diligencia, alcanzó a tener más de ciento y cincuenta mil pesos ensayados. Viéndose, pues, rico y próspero, tocado del natural deseo que todos tienen de volver a su patria, pospuestos grandes intereses que se le ofrecían, dejando el Pirú, donde había granjeado tanta hacienda, trayéndola toda en barras de oro y plata, y registrada, por quitar inconvenientes, se volvió a España, desembarcó en Sanlúcar; llegó a Sevilla tan lleno de años, como de riquezas, sacó sus partidas sin zozobras; buscó a sus amigos, hallólos todos muertos; quiso partirse a su tierra, aunque ya había tenido nuevas que ningún pariente le había dejado la muerte.
Y si cuando iba a Indias pobre y menesteroso, le iban combatiendo muchos pensamientos sin dejarle sosegar un punto en mitad de las ondas del mar, no menos aora en el sosiego de la tierra le combatían, aunque por diferente causa, que si entonces no dormía por pobre, ahora no podía sosegar de rico, que tan pesada carga es la riqueza al que no está usado a tenerla, ni sabe usar della, como lo es la pobreza al que continuo la tiene. Cuidados acarrea el oro, y cuidados la falta dél; pero los unos se remedian con alcanzar alguna mediana cantidad, y los otros se aumentan mientras más parte se alcanzan.
Contemplaba Carrizales en sus barras, no por miserable, porque en algunos años que fue soldado aprendió a ser liberal, sino en lo que había de hacer dellas, a causa que tenerlas en ser era cosa infructuosa; y tenerlas en casa, cebo para los codiciosos y despertador para los ladrones. Habíase muerto en él la gana de volver al inquito trato de las mercancías, y parecíale que conforme a los años que tenía, le sobraban dineros para pasar la vida, y quisiera pasarla en su tierra y dar en ella su hacienda a tributo, pasando en ella los años de su vejez en quietud y sosiego, dando a Dios lo que podía, pues había dado al mundo más de lo que debía. Por otra parte consideraba que la estrecheza de su patria era mucha y la gente muy pobre, y que el irse a vivir a ella era ponerse por blanco de todas las importunidades que los pobres suelen dar al rico que tienen por vecino; y más cuando no hay otro en el lugar, a quien acudir con sus miserias. Quisiera tener a quien dejar sus bienes después de sus días; y con este deseo tomaba el pulso a su fortaleza, y parecíale que aún podía llevar la carga del matrimonio; y en viniéndole este pensamiento, le sobresaltaba un tan gran miedo que así se le desbarataba y deshacía, como hace a la niebla el viento. Porque de su natural condición era el más celoso hombre del mundo aun sin estar casado, pues con sólo la imaginación de serlo le comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas, y a sobresaltar las imaginaciones; y esto con tanta eficacia y vehemencia que de todo en todo propuso de no casarse.
Y estando resuelto en esto, y no lo estando en lo que había de hacer de su vida, quiso su suerte que pasando un día por una calle, alzase los ojos y viese a una ventana puesta una doncella, al parecer de edad de trece a catorce años, de tan agradable rostro y tan hermosa que sin ser poderoso para defenderse, el buen viejo Carrizales, rindió la flaqueza de sus muchos años a los pocos de Leonora, que así era el nombre de la hermosa doncella. Y luego sin más detenerse, comenzó a hacer un gran montón de discursos, y hablando consigo mismo decía:
-Esta muchacha es hermosa, y a lo que muestra la presencia desta casa, no debe de ser rica; ella es niña, sus pocos años pueden asegurar mis sospechas; casarmehe con ella, encerraréla, y haréla a mis mañas; y con esto no tendrá otra condición que aquella que yo le enseñare. Y no soy tan viejo que pueda perder la esperanza de tener hijos que me hereden. De que tenga dote o no, no hay para qué hacer caso, pues el cielo me dio para todos, y los ricos no han de buscar en sus matrimonios hacienda, sino gusto, que el gusto alarga la vida y los disgustos entre los casados la acortan. Alto pues, echada está la suerte, y ésta es la que el cielo quiere que yo tenga. Y así hecho este soliloquio, no una vez sino ciento, al cabo de algunos días habló con los padres de Leonora, y supo como, aunque pobres, eran nobles, y dándoles cuenta de su intención y de la calidad de su persona y hacienda, les rogó le diesen por mujer a su hija. Ellos le pidieron tiempo para informarse de lo que decía, y que él también le tendría para enterarse ser verdad lo que de su nobleza le habían dicho.
Despidiéronse, informáronse las partes, y hallaron ser ansí lo que entrambos dijeron. Y finalmente, Leonora quedó por esposa de Carrizales, habiéndola dotada primero en veinte mil ducados; tal estaba de abrasado el pecho del celoso viejo. El cual apenas dio el sí de esposo, cuando de golpe le embistió un tropel de rabiosos celos, y comenzó sin causa alguna a temblar y a tener mayores cuidados que jamás había tenido. Y la primera muestra que dio de su condición celosa, fue no querer que sastre alguno tomase la medida a su esposa de los muchos vestidos que pensaba hacerle; y así anduvo mirando, cuál otra mujer tendría poco más a menos el talle y cuerpo de Leonora, y halló una pobre a cuya medida hizo hacer una ropa, y probándosela su esposa, halló que le venía bien; y por aquella medida hizo los demás vestidos, que fueron tantos y tan ricos que los padres de la desposada se tuvieron por más que dichosos en haber acertado con tan buen yerno, para remedio suyo y de su hija. La niña estaba asombrada de ver tantas galas, a causa que las que ella en su vida se había puesto no pasaban de una saya de raja y una ropilla de tafetán.
La segunda señal que dio Filipo, fue no querer juntarse con su esposa, hasta tenerla puesta casa aparte; la cual aderezó en esta forma: compró una en doce mil ducados en un barrio principal de la ciudad que tenía agua de pie y jardín con muchos naranjos; cerró todas las ventanas que miraban a la calle y dioles vista al cielo, y lo mismo hizo de todas las otras de casa. En el portal de la calle, que en Sevilla llaman casapuerta, hizo una caballeriza para una mula, y encima della un pajar y apartamiento, donde estuviese el que había de curar della, que fue un negro viejo y eunuco; levantó las paredes de las azuteas de tal manera que el que entraba en la casa había de mirar al cielo por línea recta, sin que pudiesen ver otra cosa. Hizo torno que de la casapuerta respondía al patio. Compró un rico menaje para adornar la casa, de modo que por tapicerías, estrados y doseles ricos, mostraba ser de un gran señor. Compró asimismo cuatro esclavas blancas, y herrólas en el rostro, y otras dos negras bozales. Concertóse con un despensero que le trujese y comprase de comer, con condición que no durmiese en casa ni entrase en ella, sino hasta el torno, por el cual había de dar lo que trujese. Hecho esto, dio parte de su hacienda a censo situada en diversas y buenas partes; otra puso en el banco, y quedóse con alguna, para lo que se le ofreciese. Hizo asimismo llave maestra para toda la casa, y encerró en ella todo lo que suele comprarse en junto, y en sus sazones, para la provisión de todo el año; y teniéndolo todo así aderezado y compuesto, se fue a casa de sus suegros, y pidió a su mujer que se la entregaron, no con pocas lágrimas, porque les pareció que la llevaban a la sepultura.
La tierna Leonora, aún no sabía lo que la había acontecido y así, llorando con sus padres, les pidió su bendición, y despidiéndose dellos, rodeada de sus esclavas y criadas, asida de la mano de su marido, se vino a su casa, y en entrando en ella les hizo Carrizales un sermón a todas, encargándoles la guarda de Leonora; y que por ninguna vía, ni en ningún modo dejasen entrar a nadie de la segunda puerta adentro, aunque fuese al negro eunuco. Y a quien más encargó la guarda, y regalo de Leonora fue a una dueña de mucha prudencia y gravedad que recibió, como para aya de Leonora, y para que fuese superintendente de todo lo que en la casa se hiciese, y para que mandase a las esclavas y a otras dos doncellas de la misma edad de Leonora, que para que se entretuviese con las de sus mismos años, asimismo había recebido. Prometióles que las trataría y regalaría a todas de manera que no sintiesen su encerramiento; y que los días de fiesta todos, sin faltar ninguno irían a oír misa; pero tan de mañana que apenas tuviese la luz lugar de verlas. Prometiéronle las criadas y esclavas, de hacer todo aquello que les mandaba sin pesadumbre, con prompta voluntad y buen ánimo. Y la nueva esposa, encogiendo los hombros, bajó la cabeza y dijo que ella no tenía otra voluntad que la de su esposo y señor, a quien estaba siempre obediente.
Hecha esta prevención, y recogido el buen extremeño en su casa, comenzó a gozar como pudo los frutos del matrimonio; los cuales a Leonora, como no tenía experiencia de otros, ni eran gustosos, ni desabridos; y así pasaba el tiempo con su dueña, doncellas y esclavas, y ellas por pasarle mejor, dieron en ser golosas, y pocos días se pasaban sin hacer mil cosas, a quien le miel y el azúcar hacen sabrosas. Sobrábales para esto en grande abundancia lo que habían menester, y no menos sobraba en su amo la voluntad de dárselo, pareciéndole que con ello las tenía entretenidas y ocupadas, sin tener lugar donde ponerse a pensar en su encerramiento.
Leonora andaba a lo igual con sus criadas, y se entretenía en lo mismo que ellas, y aun dio con su simplicidad en hacer muñecas y en otras niñerías que mostraban la llaneza de su condición y la terneza de sus años; todo lo cual era de grandísima satisfacción para el celoso marido, pareciéndole que había acertado a escoger la vida mejor que se la supo imaginar, y que por ninguna vía la industria, ni la malicia humana podía perturbar su sosiego; y así sólo se desvelaba en traer regalos a su esposa y en acordarle le pidiese todos cuantos le viniesen al pensamiento, que de todos sería servida. Los días que iba a misa, que como está dicho, era entre dos luces, venían sus padres, y en la iglesia hablaban a su hija delante de su marido, el cual les daba tantas dádivas que aunque tenían lástima a su hija por la estrecheza en que vivía, la templaban con las muchas dádivas que Carrizales su liberal yerno les daba.
Levantábase de mañana y aguardaba a que el despensero viniese, a quien de la noche antes por una cédula que ponían en el torno le avisaban lo que había de traer otro día; y en viniendo el despensero, salía de casa Carrizales, las más veces a pie, dejando cerradas las dos puertas, la de la calle y la de en medio, y entre las dos quedaba el negro. Íbase a sus negocios, que eran pocos, y con brevedad daba la vuelta y encerrándose, se entretenía en regalar a su esposa y acariciar a sus criadas, que todas le querían bien por ser de condición llana y agradable; y sobre todo, por mostrarse tan liberal con todas. Desta manera pasaron un año de noviciado, e hicieron profesión en aquella vida, determinándose de llevarla, hasta el fin de la suyas; y así fuera, si el sagaz perturbador del género humano no lo estorbara, como ahora oiréis.
Dígame ahora el que se tuviere por más discreto y recatado, ¿qué más prevenciones para su seguridad podía haber hecho el anciano Felipo? pues aun no consintió que dentro de su casa hubiese algún animal que fuese varón. A los ratones della jamás los persiguió gato, ni en ella se oyó ladrido de perro; todos eran del género femenino. De día pensaba, de noche no dormía; él era la ronda y centinela de su casa y el Argos de lo que bien quería; jamás entró hombre de la puerta adentro del patio. Con sus amigos negociaba en la calle. Las figuras de los paños que sus salas y cuadras adornaban, todas eran hembras, flores y boscajes. Toda su casa olía a honestidad, recogimiento y recato, aun hasta en las consejas que en las largas noches de invierno en la chimenea sus criadas contaban, por estar él presente, en ninguna, ningún género de lascivia se descubría. La plata de las canas del viejo a los ojos de Leonora parecían cabellos de oro puro, porque el amor primero que las doncellas tienen, se les imprime en el alma como el sello en la cera. Su demasiada guarda le parecía advertido recato. Pensaba y creía que lo que ella pasaba, pasaban todas las recién casadas. No se desmandaban sus pensamientos a salir de las paredes de su casa, ni su voluntad deseaba otra cosa más de aquella que la de su marido quería; sólo los días que iba a misa veía las calles, y esto era tan de mañana que si no era al volver de la iglesia no había luz para mirallas. No se vio monasterio tan cerrado, ni monjas más recogidas, ni manzanas de oro tan guardadas; y con todo esto no pudo en ninguna manera prevenir ni excusar de caer en lo que recelaba; alomenos en pensar que había caído.
Hay en Sevilla un género de gente ociosa y holgazana a quien comúnmente suelen llamar gente de barrio; éstos son los hijos de vecino de cada colación, y de los más ricos della, gente baldía, atildada y meliflua; de la cual, y de su traje y manera de vivir, de su condición y de las leyes que guardan entre sí, había mucho que decir; pero por buenos respectos se deja. Uno destos galanes, pues, que entre ellos es llamado virote (mozo soltero, que a los recién casados llaman mantones) asestó a mirar la casa del recatado Carrizales, y viéndola siempre cerrada, le tomó gana de saber quién vivía dentro; y con tanto ahínco y curiosidad hizo la diligencia que de todo en todo vino a saber lo que deseaba. Supo la condición del viejo, la hermosura de su esposa, y el modo que tenía en guardarla. Todo lo cual le encendió el deseo de ver si sería posible expugnar, por fuerza o por industria, fortaleza tan guardada. Y comunicándolo con dos virotes y un mantón sus amigos, acordaron que se pusiese por obra, que nunca para tales obras faltan consejeros y ayudadores.
Dificultaban el modo que se tendría, para intentar tan dificultosa hazaña; y habiendo entrado en bureo muchas veces, convinieron en esto: que fingiendo Loaysa, que así se llamaba el virote, que iba fuera de la ciudad por algunos días, se quitase de los ojos de sus amigos, como lo hizo, y hecho esto, se puso unos calzones de lienzo limpio y camisa limpia; pero encima se puso unos vestidos tan rotos y remendados que ningún pobre en toda la ciudad los traía tan astrosos. Quitóse un poco de barba que tenía; cubrióse un ojo con un parche, vendóse una pierna estrechamente, y arrimándose a dos muletas, se convirtió en un pobre tullido tal que el más verdadero estropeado no se le igualaba. Con este talle se ponía cada noche a la oración a la puerta de la casa de Carrizales, que ya estaba cerrada, quedando el negro, que Luis se llamaba, cerrado entre las dos puertas. Puesto allí, Loaysa sacaba una guitarilla algo grasienta y falta de algunas cuerdas y como él era algo músico, comenzaba a tañer algunos sones alegres y regocijados, mudando la voz por no ser conocido. Con esto se daba priesa a cantar romances de moros y moras a la loquesca, con tanta gracia que cuantos pasaban por la calle se ponían a escucharle, y siempre en tanto que cantaba, estaba rodeado de muchachos; y Luis el negro, poniendo los oídos por entre las puertas, estaba colgado de la música del virote, y diera un brazo por poder abrir la puerta y escucharle más a su placer; tal es la inclinación que los negros tienen a ser músicos. Y cuando Loaysa quería que los que le escuchaban le dejasen, dejaba de cantar y recogía su guitarra y, acogiéndose a sus muletas, se iba.
Cuatro o cinco veces había dado música al negro (que por solo él la daba), pareciéndole que por donde se había de comenzar a desmoronar aquel edificio, había y debía ser por el negro, y no le salió vano su pensamiento; porque llegándose una noche, como solía, a la puerta comenzó a templar su guitarra, y sintió que el negro estaba ya atento. Y llegándose al quicio de la puerta, con voz baja dijo:
-¿Será posible, Luis, darme un poco de agua que perezco de sed y no puedo cantar?
-No -dijo el negro- porque no tengo la llave desta puerta, ni hay agujero por donde pueda dárosla.
-Pues ¿quién tiene la llave? -preguntó Loaysa.
-Mi amo -respondió el negro-, que es el más celoso hombre del mundo. Y si él supiese que yo estoy ahora aquí hablando con nadie, no sería más mi vida; pero ¿quién sois vos, que me pedís el agua?
-Yo -respondió Loaysa- soy un pobre estropeado de una pierna que gano mi vida pidiendo por Dios a la buena gente; y juntamente con esto enseño a tañer a algunos morenos y a otra gente pobre. Y ya tengo tres negros esclavos de tres veinticuatros a quien he enseñado de modo que pueden cantar y tañer en cualquier baile y en cualquier taberna, y me lo han pagado muy rebién.
-Harto mejor os lo pagara yo -dijo Luis- a tener lugar de tomar lición, pero no es posible, a causa que mi amo, en saliendo por la mañana, cierra la puerta de la calle y cuando vuelve hace lo mismo, dejándome emparedado entre dos puertas.
-¡Por Dios! Luis -replicó Loaysa (que ya sabía el nombre del negro)-, que si vos diésedes traza, a que yo entrase algunas noches a daros lición, en menos de quince días os sacaría tan diestro en la guitarra que pudiésedes tañer sin vergüenza alguna, en cualquiera esquina; porque os hago saber que tengo grandísima gracia en el enseñar, y más que he oído decir que vos tenéis muy buena habilidad; y a lo que siento, y puedo juzgar por el órgano de la voz, que es atiplada, debéis de cantar muy bien.
-No canto mal -respondió el negro-; pero ¿qué aprovecha? pues no sé tonada alguna, si no es la de La estrella de Venus y la de Por un verde prado y aquella que ahora se usa que dice:
A los hierros de una reja
la turbada mano asida.
-Todas ésas son aire -dijo Loaysa- para las que yo os podría enseñar, porque sé todas las del moro Abindarráez con las de su dama Jarifa y todas las que se cantan de la historia del gran Sofí Tomunibeyo, con las de la zarabanda a lo divino, que son tales que hacen pasmar a los mismos portugueses; y esto enseño con tales modos y con tanta facilidad que aunque no os deis priesa a aprender, apenas habréis comido tres o cuatro moyos de sal, cuando ya os veáis músico corriente y moliente en todo género de guitarra.
A esto suspiró el negro, y dijo:
-¿Qué aprovecha todo eso si no se cómo meteros en casa?
-Buen remedio -dijo Loaysa-; procurad vos tomar las llaves a vuestro amo, y yo os daré un pedazo de cera donde las imprimiréis de manera que queden señaladas las guardas en la cera, que por la afición que os he tomado, yo haré que un cerrajero amigo mío haga las llaves, y así podré entrar dentro de noche y enseñaros mejor que al preste Juan de las Indias, porque veo ser gran lástima que se pierda una tal voz como la vuestra, faltándole el arrimo de la guitarra, que quiero que sepáis, hermano Luis, que la mejor voz del mundo pierde de sus quilates cuando no se acompaña con el instrumento, ora sea de guitarra o clavicímbano, de órganos o de arpa. Pero el que más a vuestra voz le conviene es el instrumento de la guitarra, por ser el más mañero y menos costoso de los instrumentos.
-Bien me parece eso -replicó el negro- pero no puede ser, pues jamás entran las llaves en mi poder, ni mi amo las suelta de la mano; de día y de noche duermen debajo de su almohada.
-Pues haced otra cosa, Luis -dijo Loaysa-, si es que tenéis ganas de ser músico consumado; que si no la tenéis, no hay para qué cansarme en aconsejaros.
-Y ¡cómo si tengo gana! -replicó Luis- y tanta que ninguna cosa dejaré de hacer, como sea posible salir con ella, a trueco de salir con ser músico.
-Pues ansí es -dijo el virote- yo os daré por entre estas puertas, haciendo vos lugar, quitando alguna tierra del quicio, digo que os daré unas tenazas y un martillo con que podáis de noche quitar los clavos de la cerradura de loba con mucha facilidad, y con la misma volveremos a poner la chapa, de modo que no se eche de ver que ha sido desclavada; y estando yo dentro encerrado con vos en vuestro pajar o adonde dormís, me daré tal priesa a lo que tengo de hacer que vos veáis aún más de lo que os he dicho, con aprovechamiento de mi persona y aumento de vuestra suficiencia; y de lo que hubiéremos de comer no tengáis cuidado que yo llevaré matalotaje para entrambos, y para más de ocho días, que discípulos tengo yo y amigos que no me dejarán mal pasar.
-De la comida -replicó el negro-, no habrá de qué temer, que con la ración que me da mi amo, y con los relieves que me dan las esclavas, sobrará comida para otros dos. ¡Venga ese martillo y tenazas que decís! que yo haré por junto a este quicio lugar por donde quepa, y le volveré a cubrir y tapar con barro que puesto que dé algunos golpes en quitar la chapa, mi amo duerme tan lejos desta puerta que será milagro o gran desgracia nuestra, si los oye.
-Pues ¡a la mano de Dios! -dijo Loaysa- que de aquí a dos días tendréis Luis todo lo necesario, para poner en ejecución nuestro virtuoso propósito; y advertid en no comer cosas flemosas, porque no hacen ningún provecho sino mucho daño a la voz.
-Ninguna cosa me enronquece tanto -respondió el negro- como el vino, pero no me lo quitaré yo por todas cuantas voces tiene el suelo.
-¡No digo tal -dijo Loaysa-, ni Dios tal permita! bebed, hijo Luis, bebed y buen provecho os haga, que el vino que se bebe con medida, jamás fue causa de daño alguno.
-Con medida lo bebo -replicó el negro-; aquí tengo un jarro que cabe una azumbre justa y cabal; éste me llenan las esclavas sin que mi amo lo sepa, y el despensero a solapo me trae una botilla que también cabe justas dos azumbres, con que se suplen las faltas del jarro.
-Digo -dijo Loaysa-, que tal sea mi vida como eso me parece, porque la seca garganta ni gruñe, ni canta.
-Andad con Dios -dijo el negro-, pero mirad que no dejéis de venir a cantar aquí las noches que tardáredes en traer lo que habéis de hacer para entrar acá dentro, que ya me comen los dedos por verlos puestos en la guitarra.
-Y ¡cómo si vendré -replicó Loaysa-, y aun con tonadicas nuevas!
-Eso pido -dijo Luis-; y ahora no me dejéis de cantar algo, porque me vaya a acostar con gusto; y en lo de la paga, entienda el señor pobre que le he de pagar mejor que un rico.
-No reparo en eso -dijo Loaysa-, que según yo os enseñaré, así me pagaréis; y por ahora escuchad esta tonadilla, que cuando esté dentro veréis milagros.
-Sea en buenhora -respondió el negro.
Y acabado este largo coloquio, cantó Loaysa un romancito agudo, con que dejó al negro tan contento y satisfecho que ya no veía la hora de abrir la puerta. Apenas se quitó Loaysa de la puerta, cuando con más ligereza que el traer de sus muletas prometía, se fue a dar cuenta a sus consejeros de su buen comienzo, adivino del buen fin que por él esperaba; hallólos, y contó lo que con el negro dejaba concertado; y otro día hallaron los instrumentos tales que rompían cualquier clavo como si fuera de palo.
No se descuidó el virote de volver a dar música al negro, ni menos tuvo descuido el negro en hacer el agujero por donde cupiese lo que su maestro le diese, cubriéndolo de manera que a no ser mirado con malicia y sosopechosamente, no se podía caer en el agujero. La segunda noche le dio los instrumentos Loaysa, y Luis probó sus fuerzas, y casi sin poner alguna, se halló rompidos los clavos y con la chapa de la cerradura en las manos; abrió la puerta y recogió dentro a su Orfeo y maestro; y cuando le vio con sus dos muletas y tan andrajoso y tan fajada su pierna, quedó admirado. No llevaba Loaysa el parche en el ojo, por no ser necesario, y así como entró, abrazó a su buen discípulo y le besó en el rostro, y luego le puso una gran bota de vino en las manos, y una caja de conserva y otras cosas dulces, de que llevaba unas alforjas bien proveídas. Y dejando las muletas, como si no tuviera mal alguno, comenzó a hacer cabriolas; de lo cual se admiró más el negro, a quien Loaysa dijo:
-Sabed, hermano Luis, que mi cojera y estropeamiento no nace de enfermedad, sino de industria; con la cual gano de comer, pidiendo por amor de Dios, y ayudándome della y de mi música, paso la mejor vida del mundo; en el cual todos aquellos que no fueren industriosos y tracistas morirán de hambre; y esto lo veréis en el discurso de nuestra amistad.
-Ello dirá -respondió el negro-; pero demos orden de volver esta chapa a su lugar, de modo que no se eche de ver su mudanza.
-En buenhora -dijo Loaysa, y sacando clavos de sus alforjas, asentaron la cerradura de suerte que estaba también como de antes; de lo cual quedó contentísimo el negro, y subiéndose Loaysa al aposento que en el pajar tenía el negro, se acomodó lo mejor que pudo.
Encendió luego Luis un torzal de cera, y sin más aguardar sacó su guitarra Loaysa, y tocándola baja y suavemente suspendió al pobre negro de manera que estaba fuera de sí escuchándole. Habiendo tocado un poco, sacó de nuevo colación y diola a su discípulo, y aunque con dulce bebió con tan buen talante de la bota que le dejó más fuera de sentido que la música. Pasado esto, ordenó que luego tomase lición Luis, y como el pobre negro tenía cuatro dedos de vino sobre los sesos, no acertaba traste, y con todo eso le hizo creer Loaysa que ya sabía por lo menos dos tonadas, y era lo bueno que el negro se lo creía, y en toda la noche no hizo otra cosa que tañer con la guitarra destemplada y sin las cuerdas necesarias.
Durmieron lo poco que de la noche les quedaba, y a obra de las seis de la mañana bajó Carrizales y abrió la puerta de en medio, y también la de la calle, y estuvo esperando al despensero, el cual vino de allí a un poco, y dando por el torno la comida, se volvió a ir y llamó al negro que bajase a tomar cebada para la mula y su ración, y en tomándola, se fue el viejo Carrizales, dejando cerradas ambas puertas, sin echar de ver lo que en la de la calle se había hecho, de que no poco se alegraron maestro y discípulo.
Apenas salió el amo de casa, cuando el negro arrebató la guitarra y comenzó a tocar de tal manera que todas las criadas le oyeron, y por el torno le preguntaron:
-¿Qué es esto, Luis? ¿de cuándo acá tienes tú guitarra, o quién te la ha dado?
-¿Quién me la ha dado? -respondió Luis-. El mejor músico que hay en el mundo, y el que me ha de enseñar en menos de seis días más de seis mil sones.
-Y ¿dónde está ese músico? -preguntó la dueña.
-No está muy lejos de aquí -respondió el negro-; y si no fuera por vergüenza y por el temor que tengo a mi señor, quizá os le enseñara luego, y a fe que os holgásedes de verle.
-Y ¿adónde puede él estar que nosotras le podamos ver? -replicó la dueña- ¡si en esta casa jamás entró otro hombre que nuestro dueño!
-Ahora bien -dijo el negro- no os quiero decir nada, hasta que veáis lo que yo sé, y él me ha enseñado en el breve tiempo que he dicho.
-Por cierto -dijo la dueña- que si no es algún demonio el que te ha de enseñar, que yo no sé quién te pueda sacar músico con tanta brevedad.
-¡Andad! -dijo el negro-, que lo oiréis y lo veréis algún día.
-No puede ser eso -dijo otra doncella- porque no tenemos ventanas a la calle para poder ver, ni oír a nadie.
-Bien está -dijo el negro-, que para todo hay remedio sino es para excusar la muerte; y más si vosotras sabéis o queréis callar.
-Y ¡cómo que callaremos, hermano Luis -dijo una de las esclavas-, callaremos más que si fuésemos mudas! porque te prometo, amigo, que me muero por oír una buena voz, que después que aquí nos emparedaron, ni aun el canto de los pájaros habemos oído.
Todas estas pláticas estaba escuchando Loaysa con grandísimo contento, pareciéndole que todas se encaminaban a la consecución de su gusto, y que la buena suerte había tomado la mano en guiarlas a la medida de su voluntad.
Despidiéronse las criadas con prometerles el negro que cuando menos se pensasen, las llamaría a oír una muy buena voz; y con temor que su amo volviese y le hallase hablando con ellas, las dejó y se recogió a su estancia y clausura. Quisiera tomar lición, pero no se atrevió a tocar de día, porque su amo no le oyese, el cual vino de allí a poco espacio, y cerrando las puertas, según su costumbre, se encerró en casa. Y al dar aquel día de comer por el torno al negro, dijo Luis a una negra que se lo daba que aquella noche después de dormido su amo, bajasen todas al torno a oír la voz que les había prometido, sin falta alguna. Verdad es que antes que dijese esto, había pedido con muchos ruegos a su maestro que fuese contento de cantar y tañer aquella noche al torno, porque él pudiese cumplir la palabra que había dado de hacer oír a las criadas una voz extremada, asegurándole que sería en extremo regalado de todas ellas. Algo se hizo de rogar el maestro de hacer lo que él más deseaba; pero al fin dijo que haría lo que su buen discípulo pedía, sólo por darle gusto sin otro interés alguno. Abrazóle el negro y diole un beso en el carrillo, en señal del contento que le había causado la merced prometida, y aquel día dio de comer a Loaysa, también, como si comiera en su casa, y aún quizá mejor, pues pudiera ser que en su casa le faltara.
Llegóse la noche, y en la mitad della, o poco menos, comenzaron a cecear en el torno, y luego entendió Luis que era la cáfila que había llegado; y llamando a su maestro, bajaron del pajar con la guitarra bien encordada y mejor templada. Preguntó Luis quién y cuántas eran las que escuchaban. Respondiéronle que todas sino su señora, que quedaba durmiendo con su marido, de que le pesó a Loaysa; pero con todo eso quiso dar principio a su disignio y contentar a su discípulo, y tocando mansamente la guitarra, tales sones hizo que dejó admirado al negro y suspenso el rebaño de las mujeres que le escuchaba. Pues ¿qué diré de lo que ellas sintieron, cuando le oyeron tocar el Pésame dello, y acabar con el endemoniado son de la zarabanda, nuevo entonces en España. No quedó vieja por bailar, ni moza que no se hiciese pedazos, todo a la sorda y con silencio extraño, poniendo centinelas y espías que avisasen si el viejo despertaba.
Cantó, asimismo, Loaysa coplillas de la seguida con que acabó de echar el sello al gusto de las escuchantes que ahincadamente pidieron al negro les dijese quién era tan milagroso músico. El negro les dijo que era un pobre mendigante, el más galán y gentil hombre que había en toda la pobrería de Sevilla. Rogáronle que hiciese de suerte que ellas le viesen, y que no le dejase ir en quince días de casa, que ellas le regalarían muy bien y darían cuanto hubiese menester. Preguntáronle qué modo había tenido para meterle en casa. A esto no les respondió palabra; a lo demás dijo que para poderle ver hiciesen un agujero pequeño en el torno, que después lo taparían con cera; y que a lo de tenerle en casa, que él lo procuraría.
Hablólas también Loaysa, ofreciéndoseles a su servicio, con tan buenas razones que ellas echaron de ver que no salían de ingenio de pobre mendigante. Rogáronle que otra noche viniese al mismo puesto, que ellas harían con su señora que bajase a escucharle, a pesar del ligero sueño de su señor, cuya ligereza no nacía de sus muchos años, sino de sus muchos celos. A lo cual dijo Loaysa que si ellas gustaban de oírle, sin sobresalto del viejo, que él les daría unos polvos que le echasen en el vino que le harían dormir con pesado sueño más tiempo del ordinario.
-¡Jesús válgame! -dijo una de las doncellas-. Y si eso fuese verdad, ¡qué buena ventura se nos habría entrado por las puertas, sin sentillo y sin merecello! No serían ellos polvos de sueño para él, sino polvos de vida para todas nosotras, y para la pobre de mi señora Leonora su mujer, que no la deja a sol, ni a sombra, ni la pierde de vista un solo momento. ¡Ay, señor mío de mi alma, traiga esos polvos, así Dios le dé todo el bien que desea! Vaya, y no tarde. Tráigalos, señor mío, que yo me ofrezco a mezclarlos en el vino y a ser la escanciadora; y pluguiese a Dios que durmiese el viejo tres días con sus noches, que otros tantos tendríamos nosotras de gloria.
-Pues yo los traeré -dijo Loaysa-; y son tales que no hacen otro mal, ni daño, a quien los toma sino es provocarle a sueño pesadísimo.
Todas le rogaron que los trujese con brevedad, y quedando de hacer otra noche con una barrena el agujero en el torno, y de traer a su señora para que le viese y oyese, se despidieron, y el negro, aunque era casi el alba, quiso tomar lición, la cual le dio Loaysa, y le hizo entender que no había mejor oído que el suyo en cuantos discípulos tenía, y no sabía el pobre negro, ni lo supo jamás, hacer un cruzado.
Tenían los amigos de Loaysa cuidado de venir de noche a escuchar por entre las puertas de la calle y ver si su amigo les decía algo, o si había menester alguna cosa. Y haciendo una señal que dejaron concertada, conoció Loaysa que estaban a la puerta, y por el agujero del quicio les dio breve cuenta del buen término en que estaba su negocio, pidiéndoles encarecidamente buscasen alguna cosa que provocase a sueño para dárselo a Carrizales, que él había oído decir que había unos polvos para este efecto. Dijéronle que tenían un médico amigo que les daría el mejor remedio que supiese, si es que le había, y animándole a proseguir la empresa y prometiéndole de volver la noche siguiente con todo recaudo, apriesa se despidieron.
Vino la noche, y la banda de las palomas acudió al reclamo de la guitarra; con ellas vino la simple Leonora, temerosa y temblando de que no despertase su marido; que aunque ella vencida deste temor no había querido venir, tantas cosas le dijeron sus criadas, especialmente la dueña, de la suavidad de la música y de la gallarda disposición del músico pobre, que sin haberle visto le alababa y le subía sobre Absalón y sobre Orfeo, que la pobre señora, convencida y persuadida dellas, hubo de hacer lo que no tenía, ni tuviera jamás en voluntad.

Saludos desde el otro lado...

B

#1 wtf?

www.cervantesvirtual.com

M

Me lo acabo de leer, muy interesante sip sobre todo el final.

eL_aiRMax

#1 aki puedes leer informacion sobre tu problema:
http://es.wikipedia.org/wiki/Envidia

Scerin

Resumen----> Al final mueren todos.

SkiNeT

¿Has pensado #1 dedicarte a esto del copy&paste profesionalmente?

Krakken

#5

En el clavo xD

_-DyN4MiC-_

Copy&Paste. Por tanto no vale la pena leerlo.

iru_cs

zi primo

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