Vivo en un tercero y hoy ha sido el día.
Siempre, siempre, cuando entro a casa de noche y apago la luz del recibidor, al darme la vuelta para echar la llave, echo un vistazo por la mirilla de la puerta. Costumbre estúpida. Se que no voy a ver nada, y nunca lo hago, pero la contemplación del rellano en penumbra a través de esa óptica distorsionada me hace imaginar que hubiera alguien allí. Al final la tapo y me doy media vuelta, medio corriendo hacia la cama con el "y si pasara alguien justo ahora que no miro".
Hoy ha sido el día. Entro y cierro, doy la luz, me descalzo en la cocina y vuelvo para cerrar con llave. Tres vueltas de muñeca. Llave echada y apago la luz. Ese es el momento. Mirar un rellano a oscuras con la luz de dentro encendida hace que no veas nada. Ahora ya no es así. Tengo apagado en casa y la luz del rellano ya se ha apagado desde que pasé por ahí. Las dos oscuridades se equilibran. Destapo la mirilla y pego mi ojo al vidrio. Negrura casi total. La luz de una alta farola consigue mediocolarse por la ventana de la escalera, que da a la calle. Estoy a punto de darme la vuelta como siempre cuando veo una figura bajar del cuarto. Pasa por el rellano y enfila el siguiente tramo de escaleras hacia el segundo. Durante un instante la curvatura del cristal a través del que miro hace que parezca que está muy cerca mío. Enseguida comienza a bajar una segunda figura. Para entonces ya estoy temblando. He bajado mil veces a la calle por las escaleras y en cada rellano se enciende la luz gracias a los sensores de movimiento. Aquí eran dos y el rellano seguía en penumbra. El segundo no siguió bajando. En un momento dado se paró en seco en mi rellano y giró la cabeza. A, B, C y D. Cuatro puertas. Y la mirada fue dirigida a la A. A la mía. Miró directamente hacia mí. Fue un segundo. Pero miró hacia mí. En la oscuridad no tenía mas que frente, nariz y barbilla. Sus ojos eran dos cuencas negras. En ese instante abrí la boca y dejé escapar un suspiro. El vidrio se empañó. No podía moverme. Cuando el vaho se disipó ya bajaba por el siguiente tramo de escaleras, hacia el segundo, en pos de la primera silueta.
Vecinos que bajaban del trastero, visitas de algún vecino, o ni siquiera nada de eso. Ladrones, okupas. Daba igual. En es momento nada de eso daba miedo. Lo aterrador era que eran dos, y con ninguno había saltado la luz del rellano. Lo aterrador era que uno se había detenido, en la oscuridad, y me había mirado. A través de la puerta. Con su cara hundida, el abismo de esas cuencas apuntando hacia mí. La puerta deja de existir. Inseguridad. Te vas a la cama pensando que nada te separa de "ahí fuera". Que te ven. Que cuando quieran pueden entrar. Y quizá la próxima vez que abras los ojos, en tu cama y creyéndote a salvo, verás esa misma silueta en tu habitación. Mirándote. La luz no llega a sus cuencas hundidas.
Hay que echar la llave sin mirar.