Supermercado. Cojo helado en tarrina. Resbalo en un charco de agua (se había roto un frigorífico) y me clavo un palé en las costillas. Recibo disculpas, pago, me voy.
En casa me doy cuenta de que el mecanismo de apertura es un tanto incómodo. Es necesario romper un plastiquito para abrir la tapa. ¡Plaf! Abierta la tapa, pero el plastiquito era afilado y tengo un dedo sangrando como un pequeño pero rebosante de sangre cerdo. Tiramisú salpicado de sangre, mmm.
Tras hacer uso de una bolsa de hielo y agotar mi última tirita, me dirijo de nuevo al helado. El alto contenido graso y proteico del tiramisú lo hace tremendamente duro. Mojo cuchillo en agua, clavo en el helado y empiezo a cortar. ¡Zippp! El cuchillo se resbala en el mascarpone semifundido, y arremete contra el inocente pulgar de mi otra mano. El corte es mayor y más profundo, y aunque la sangre sale a menos presión, termino de dar el baño de sangre al helado. Aquello parecía más la rica sangre cuajada recién comprada en la casquería que un rico helado de tiramisú recién comprado en el supermercado de la esquina.
Saco el helado de la tarrina, y lo limpio bajo el grifo del fregadero. Fuera rastros de sangre; se podría explicar su estado con haberlo dejado fuera de la nevera. Ahora sólo tendría que explicar el charco de sangre que se extiende bajo mis pies, y que emana de mi costado izquierdo. La próxima vez que considere hacerme con un arma blanca, elegiré sin duda un palé.
Tras las curas y la fregona (¡nunca dejes que se seque la sangre si quieres limpiarla!) disfruto de mi helado, sentado aquí, escribiendo esto. Bueno, me voy a urgencias, que estoy empezando a notar que respiro mal.
Hasta más ver.
